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Anna se prepara con tiempo. Ha adquirido los tickets hace ya muchísimos meses. Fue una tarea titánica porque había que estar muy atentos a las fechas y horarios en que salían a la venta las entradas, ya que suelen agotarse muy rápido. Si esto hubiera sucedido, solo les hubiese quedado acudir a la reventa -donde los precios son carísimos y uno se expone a ser víctima de fraudes- o participar en sorteos y concursos auspiciados por los organizadores y algunos medios de comunicación, donde se otorga por premio los pases de ingreso -pero para eso, hay que especular y tener mucha suerte. Esta vez se organizaron bien y lograron hacerse de entradas para todas. Allí se van a encontrar con ellos, y con aquellas otras y también aquel otro grupo que ya fue el año pasado y les dijo que esta vez no se lo podían perder, que les iba a volar la cabeza. Se trata de participar, vivir la experiencia. El outfit también requiere mucha premeditación, pero Sara está en todos los detalles para que ninguna esté discordante con el evento, que todas estén cómodas y puedan disfrutar; así que no hay por qué preocuparse, la fecha ha llegado, y esta vez es un evento de 48 horas – en otras ocasiones puede durar 24, 72, 120 o más horas.
Irán las cuatro juntas, se prepararán y saldrán de la casa de Nuri. De allí ya decidieron que se van a tomar un Uber que las deje lo más cerca posible, pero como piensan ir temprano, creen que va a resultar bastante fácil. Anna ya fue cuando era más chica con su mamá y otras amigas, pero no se acuerda qué tipo de música había en el festival. Lo habían elegido las grandes y ella solo se acuerda de los puestitos, donde los chicos podían quedarse haciendo dibujos, y de las carpas enormes, los refrescos, el merchandising y el clima de diversión de ese día loco. Su abuela, cada tanto, cuenta la anécdota de ese primo lejano suyo que fue a Woodstock, ese mismo que todos dicen entre risas que era un hippie, pero ella mucho no lo cree y siempre asume que es un mito familiar ¡si eso era como en la prehistoria!
Pero, tal vez algo por allí pueda haber, porque lo cierto es que los festivales de música no son una originalidad contemporánea, sino que están profundamente enraizados en la historia de la humanidad. Desde las celebraciones antiguas que honraban a los dioses con música y danzas, hasta los festivales medievales y renacentistas o aquellos otros donde se conmemoraban las cosechas, ya desde antaño los sonidos y los bailes rítmicos han sido un vehículo para la expresión y la unión de los individuos. Acercándose hacia nuestros tiempos, los festivales modernos tomaron forma en la década de 1960 con eventos como el festival de Monterey Pop, en California y luego el ya mítico Woodstock, que marcaron un cambio en la forma en que percibimos y disfrutamos de la música en vivo como una experiencia colectiva y contracultural.
La diversión deriva de una amalgama de componentes sensoriales, físicos y tecnológicos donde se experimenta una liberación temporal de las restricciones cotidianas, generando un ambiente de euforia colectiva y desinhibición. Los festivales musicales actúan como escenarios donde las emociones y experiencias se materializan en un espectáculo compartido.
Estos festivales de música contemporáneos son, además, plataformas para expresiones artísticas múltiples, que van desde instalaciones de arte innovadoras hasta talleres interactivos o de manualidades, presentaciones de moda extravagante, exhibiciones de fotografía y arte, puestas escénicas coreográficas y teatrales, proyecciones fílmicas y documentales, charlas sobre temas sociales y ambientales, debates en torno al cambio climático, meditaciones y relajación yoga, entre otros. También, muchas veces, se puede disfrutar de exquisitas propuestas gastronómicas de diversos lugares del mundo, mercados de artesanías y actividades deportivas. Esta amalgama de elementos culturales, creativos y sociales crea una atmosfera única, más allá de la música, un espacio de fraternidad y de expansión de la economía creativa.
Estos mega eventos en general se desarrollan en grandes predios, acondicionados para la ocasión, donde se disponen escenarios varios y dispersos, para las presentaciones de los artistas. Muchos festivales tienen una duración de varios días donde individuos de diferentes culturas, nacionalidades y lenguas confluyen con el mismo objetivo: disfrutar buena música, socializar, celebrar, divertirse y poder estar cerca de los mejores músicos de cada género y la industria. Para que la experiencia sea completa ciertas veces hay otros lugares: salón especial para peinado y maquillaje, masajes, salas vips donde los que pagaron un monto más elevado duermen en cabañas e incluso tienen piscina privada. Luego otro sector donde se encuentran las carpas para dormir de todos aquellos que asisten ya que, si el festival dura varios días y viajan desde muy lejos, las personas se quedan viviendo allí para no trasladarse cada jornada. La industria del turismo de los festivales es una rama creciente.
Los asistentes a estos encuentros son de edades diversas, desde adolescentes hasta adultos jóvenes y también aquellos de mediana edad. Y es posible que cada grupo etario se vea atraído por diferentes motivos. Tal vez los jóvenes se sienten invitados por la promesa de diversión, la energía reinante, así como la oportunidad de ver a sus artistas favoritos en una presentación en vivo, mientras que los adultos buscan una experiencia cultural y de entretenimiento que les permita desconectarse de sus rutinas y obligaciones diarias. Muchas veces la presencia de niños es tenida en cuenta por los organizadores, que conciben estos encuentros como una actividad de la familia toda y diseñan espacios para que los pequeños también puedan asistir.
Los festivales de música contemporáneos resultan ser una práctica cultural que genera y despierta en sus participantes una intensa sensación de diversión y entretenimiento, canalizando una energía contagiosa que resuena entre la multitud de asistentes. Esta diversión se deriva de una amalgama de componentes sensoriales, físicos y tecnológicos donde se experimenta una liberación temporal de las restricciones cotidianas, generando un ambiente de euforia colectiva y desinhibición. La música en sí misma, con su ritmo vibrante y su poder de unión, la puesta en escena amplificada con recursos tecnológicos y las actuaciones que a menudo presentan elementos sorprendentes, irónicos, despampanantes o absurdos, la suma de estos factores crea un entorno ideal para que la gente se sumerja en la experiencia con alegría y se deje llevar por la fascinación de las sensaciones, lo inusual y lo risible, generando así un profundo sentido de diversión y comunión que les permite trascender los límites del mundo cotidiano. Por ello quienes asisten se sienten parte de esa experiencia comunitaria única y ya esperan ansiosos a la emisión siguiente, para volver a ser partícipes.
Estos icónicos eventos atraen multitudes de diferentes rincones del planeta, lo que subraya la universalidad del amor por la música y la cultura. Pero su originalidad radica en su capacidad para fusionar la diversidad cultural, los sonidos, la música, la creatividad y muchísimos avances y artificios tecnológicos en un único evento, creando espacios de libre expresión y sociabilidad extrema.
Entre los festivales de música más famosos del mundo, por solo nombrar un puñado de ellos, podemos considerar Coachella ², Glastonbury ³, Tomorrowland ⁴, Rock in Rio ⁵, Lollapalooza ⁶, Primavera Sound ⁷. Estos icónicos eventos atraen multitudes de diferentes rincones del planeta, lo que subraya la universalidad del amor por la música y la cultura. Pero su originalidad radica en su capacidad para fusionar la diversidad cultural, los sonidos, la música, la creatividad y muchísimos avances y artificios tecnológicos en un único evento, creando espacios de libre expresión y sociabilidad extrema. Además, este modo de consumo cultural de la música en vivo conlleva un alto impacto económico positivo en las comunidades locales, generando empleo y oportunidades de ingresos.
El sociólogo y filósofo francés Gilles Lipovetsky junto al profesor de literatura y crítico de cine, Jean Serroy ⁸, exploran en una perspicaz y lúcida obra conjunta las transformaciones de la industria cultural en la era hipermoderna, incluyendo en este análisis eventos destacados como los festivales de música. Los autores argumentan que estos festivales y otros eventos culturales contemporáneos se han convertido en poderosos escaparates de la cultura mediática y el entretenimiento. A medida que la hipermodernidad se establece, se observa un énfasis en la experiencia sensorial y la búsqueda de emociones intensas, aspectos que los festivales de música encapsulan de manera magistral. Lipovetsky y Serroy sostienen que estos eventos no solo son manifestaciones de entretenimiento, sino también expresiones de la búsqueda de identidad y pertenencia en un mundo cada vez más diversificado y globalizado. Estos festivales actúan como plataformas donde las audiencias participan activamente en la creación de significado cultural, adoptando una actitud de consumo hedonista y una apertura a la experimentación, todo ello en consonancia con la dinámica de la hipermodernidad.
Los festivales de música son más que simples conciertos, son una práctica cultural, experiencias físicas y sensoriales que alimentan el alma, enriquecen la mente, nutren las economías, reproducen y describen a la sociedad contemporánea. Atraen a personas de todas las edades, gustos y orígenes, fusionando la música, la cultura y la diversión en un ambiente mágico. Desde sus raíces históricas, hasta los mega eventos contemporáneos que hacen uso de innumerables recursos tecnológicos, estos encuentros de música y arte continúan evolucionando al compás de los tiempos, siendo reflejo fiel y, así mismo, dejando una huella imborrable en la sociedad y la cultura global. Estas celebraciones modernas son testimonio de la capacidad de la música para unir a las personas y crear un mundo más vibrante y conectado.
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