Por
Un largo feriado de noviembre, decidí viajar en tren de París a Suiza para visitar la antigua colonia romana a orillas del Rhin, la Augusta Raurica, fundada por Lucius Plancus en el 44 AC. Después de recorrer ensimismada el anfiteatro, el acueducto y el museo romano, decidí ir hasta Basilea, a solo veinte quilómetros de distancia, ya que el feriado era largo y nevaba copiosamente.
Me interesaba visitar uno de los más de cuarenta museos de la ciudad, el Kuntsmuseum, para admirar entre sus tantas obras de arte, un cuadro del que había escuchado tanto hablar y que no conocía: “La novia del viento”, de Oscar Kokotschka. Cuando estuve allí, me detuve frente al inmenso lienzo, me senté en un banquito a contemplarlo, ensimismada por la furia impactante del cuadro, de sus pinceladas de un azul verdoso, con olas gigantescas.
I
En el mes de mayo de 1914, en Semmering, en las afueras de Viena, la naturaleza apenas despertaba del largo invierno alpino. Desde que se construyó el primer ferrocarril de montaña, el lugar se había convertido en el balneario de la clase alta de Austria. Los inmensos bosques de cipreses y los picos nevados ofrecían un panorama espectacular, en invierno y en verano.
La mujer salió subrepticiamente por la puerta de atrás de la casa. Llevaba tan solo un pequeño bolso. Bajó por una ladera, hasta la estación de trenes. Tenía que alejarse cuanto antes de aquel lugar. La relación nociva de amor y de odio con su amante la estaba destruyendo; no quería sucumbir a su despotismo. Extrañaba la vida hedonista y fastuosa a la que estaba acostumbrada desde muy joven; los viajes y los bailes en los salones de Viena. El encierro en aquella pequeña casa aislada la enloquecía. ¿Cómo había podido someterse a esa prisión, ella que había vivido siempre en lugares opulentos? ¿Era tanta esa atracción física desenfrenada que sentía por él? Este sería el tercer y último verano aborrecible que pasarían juntos, el final de una tregua furiosa que los mantenía en vilo.
Un acontecimiento inusitado la ayudó a tomar una decisión: el día anterior, había venido a visitarlos un amigo, famoso biólogo que, por la tarde salió a recorrer los alrededores. En el terreno pantanoso que circundaba la propiedad encontró gran cantidad de sapos, los recogió y llevó a la casa. Allá los colocó en un terrario, en el baño, con la intención de llevárselos al día siguiente al Instituto de Biología de Viena, cerca del Prater. Al entrar al baño y ver a los sapos, Kokoschka tuvo un ataque de furia. Sacó la caja de vidrio y los arrojó a todos a un arroyo vecino.
A la mañana siguiente, ella se asomó a la ventana para contemplar el espléndido paisaje. Un espectáculo surrealista la horrorizó: cantidad de sapos apareándose, con sus repugnantes ventosas pegadas a las hembras, invadían el jardín en una orgía desenfrenada, croando de forma ensordecedora. Fue la gota de agua que desbordó el vaso. En aquel momento tomó la decisión de abandonarlo para siempre.
Alma encontró refugio en su amante, Walter Gropius, fundador de la Bauhaus. Mahler, frágil, devastado por la muerte de su hija y afectado por los celos, terminó en el divan de Freud. Para reconciliarse con Alma, le dedicó su famosa Octava Sinfonía.
II
Alma se desplomó en su asiento. No podía creer que había conseguido llegar a la estación sin que la vieran. En el vagón de primera clase había pocos pasajeros. En otros vagones, algunas familias con niños regresaban de vacaciones. El viaje fue tranquilo y ella se adormeció. Despertó cuando el tren se detuvo. Recogió su bolso, bajó al andén y caminó con pasos rápidos hasta la salida. En la puerta de la estación subió a un coche de alquiler. Le indicó al chofer una dirección en la Landstrasse. El trayecto no fue largo. Pagó y descendió rápidamente frente a un antiguo edificio. En la puerta una placa de bronce brillante con la inscripción Medizinische Klinic. Entró sin mirar atrás.
Despertó horas más tarde, un poco mareada, pero con una sensación de liberación, sin ataduras. Ya no había nada que la uniera a él. No sintió ningún remordimiento. La enfermera le dijo que la intervención había sido rápida, que descansara y si tenía hemorragia que llamara sin tardar al médico. Se vistió con prisa. Todo volvería a ser como antes de conocer a Kokotschka, pensó.
Sería otra vez la viuda más admirada de Viena, con todos a sus pies. Estaba acostumbrada a ser el centro de atenciones, desde niña. Su padre, un adinerado pintor judío, había muerto cuando ella tenía tan solo trece años. Su madre era una cantante de ópera famosa. Alma no solo era hermosa, sino también una excelente pianista y compositora de talento. A los veinte años compuso un centenar de obras instrumentales y operísticas, pero tuvo el infortunio de haber nacido en el siglo XIX, cuando el matrimonio era una institución y las mujeres de clase social privilegiada estaban destinadas a vivir en un cuento de hadas, con raras excepciones. Se había casado muy joven, en 1902, con un hombre veinte años mayor que ella, inflexible, que pensaba que el papel de una mujer era el de esposa amante y madre atenta. Antes del casamiento él le había enviado una carta en la cual le decía: “Te das cuenta de lo ridículo y, con el tiempo, ¿de lo extenuante que sería para ambos mantener una relación tan particularmente competitiva? Para que podamos ser felices juntos, tendrás que ser mi esposa, no mi colega, tú no debes tener más que una sola profesión, hacerme feliz. Debes entregarte a mí sin condiciones, someter tu vida futura, en todos sus detalles a mis deseos y necesidades”. Ella tuvo que elegir entre su carrera musical o su casamiento. Solo había lugar para un compositor en la familia. A pesar de esas condiciones, aceptó casarse. Mahler era el director de la Opera de la Corte de Viena, respetado y famoso. El ambiente familiar era opresivo, él no soportaba el ruido en horas de trabajo (una vez mandó matar a cuatro gallos que, con sus cantos matinales le impedían componer). Alma no podía tocar el piano en su casa, entonces copiaba partituras. Veinte años después, lo relató en sus libros Un carácter apasionado y Recuerdos de Gustav Mahler. En su diario escribió: “Qué despiadado e implacable ser privado de las cosas que le son más queridas y que uno desea”.
Alma estaba acostumbrada a que la pintaran. Gustav Klimt, antiguo maestro de Kokotschka, ya la había pintado desnuda y la inmortalizó en su famoso cuadro El beso.
Emocionalmente fragilizada y deprimida por la muerte de su hija, María, de fiebre escarlatina, Alma se refugió en su amante, Walter Gropius, arquitecto fundador del movimiento Bauhaus, dieciocho años más joven que su marido. Mahler, devastado por perder a su niña, compuso la maravillosa Quinta Sinfonía. Obsesionado por los celos, fragilizado mentalmente, terminó en el diván de Freud, en su consultorio de la calle Bergasse, número 19. Para hacer las paces con su mujer Mahler le dedicó su mundialmente aclamada Octava Sinfonía. Comenzó a escribirle poemas y cartas apasionadas. Arrepentido por haberla privado de componer música, la incentivó a hacerlo y a revisar sus primeras composiciones. Después de su muerte, en 1911 Alma volvió a tocar el piano y a cantar.
A Oscar Kokotschka ella lo había conocido poco tiempo después de la muerte de Mahler, en 1911, en una recepción. Él era un joven y pobre pintor expresionista, poeta y dramaturgo, rudo, salvaje; un solitario atormentado que pintaba, ya entonces, con aires premonitorios, la tragedia europea que se avecinaba. Él se obsesionó con la belleza de aquella mujer, siete años mayor que él. Estaba hipnotizado. Ella tocaba el piano maravillosamente y cantaba La muerte de Isolda de manera operística y dramática. Era una mujer sensual, que encelaba a los hombres que se postraban a sus pies. Comenzó a pintarla con obsesión frenética. La pintó con impaciencia, con frenesí, en todas las poses, desnuda, con los senos descubiertos, con el cabello suelto. Para luchar contra el tiempo apremiante, decidió desechar los pinceles y pintar con los dedos. Utilizó la mano izquierda a modo de paleta y con las uñas trazaba líneas en el lienzo. Celoso del mundo exterior, trató de aislarla y la llevó a una pequeña casa en las afueras de Viena, en Semmering.
Alma estaba acostumbrada a que la pintaran. Gustav Klimt, antiguo maestro de Kokotschka, ya la había pintado desnuda y la inmortalizó en su famoso cuadro El beso. A los dieciséis años, sobre un diván, bajo un óleo de Delacroix, ella había tenido su primera relación sexual con Klimt.
Varios pintores y músicos sucumbieron a sus encantos y a los amores volátiles de Alma. Acostumbrada a los sueños de gloria y a los aplausos junto a Mahler, ella no pudo enfrentar la soledad y la viudez. Se rindió a la insistencia de Kokotshka. Sentía que estaba encadenada a él, con las alas cortadas, pero la pasión era más fuerte que ella. Varias veces se separaron y varias veces volvieron a amarse. Para reconciliarse y festejar su cumpleaños viajaron a las Dolomitas, a un pueblito cerca de Cortina d’ Ampezzo. Mientras él pintaba a los caballos salvajes ella caminaba por senderos de coníferas y respiraba el silencio de las montañas. Siguieron viaje por Italia, hasta Nápoles. Todo era pasión y furia, ni un momento de calma.
Cuando regresaron a Viena aquel año, la ciudad estaba en efervescencia, la sociedad se divertía en un torbellino de conciertos, fiestas, funciones en la ópera y bailes en fastuosos palacios, como si supieran la tragedia que estaba por suceder. Cada vez más se acentuaban las diferencias sociales en la lujosa capital imperial; en la otra margen del Danubio existía otra Viena, pobre y abandonada.
En el Café Central, se reunían jóvenes anarquistas, entre ellos, uno llamado Iosif Vissarionovich Dzhugashvili, alias Josef Stalin, con otro llamado Lev Davidovich Bronstein, alias Trotski y un joven croata, mecánico en la fábrica de automóviles Benz, llamado Josip Broz, alias Tito. A veces, aparecía un hombre raquítico, con un bigote ridículo, aspirante a pintor, sin éxito, llamado Adolf Hitler, que vendía por centavos sus acuarelas para poder subsistir.
En el Café Central se reunían jóvenes anarquistas como Stalin, Trotski, Tito y, ocasionalmente, Hitler, quien intentaba sobrevivir vendiendo sus acuarelas sin éxito como pintor.
III
Después que emigró a Estados Unidos Alma solamente volvió una vez a su ciudad natal, en septiembre de 1947. Todos sus familiares habían muerto; su media hermana María y su marido -ambos miembros del partido nazi-, se habían suicidado en 1945. El motivo de su regreso fue para recuperar una pintura de Münch, titulada Noche de verano en la playa que Gropius le había regalado cuando nació la hija de ambos. Su padrastro la había vendido al que hoy es llamado Museo Belvedere de Austria. Alma no pudo recuperar la obra, a pesar de haber tratado por todos los medios legales. En aquella ocasión, en el tribunal de justicia, además de que no había un documento escrito comprobando que la obra era suya, se mencionó el hecho de que ella había tratado de vender a los nazis una parte del manuscrito de la Tercera Sinfonía de Bruckner. Alma nunca más pisó el suelo austríaco.
El día de su septuagésimo cumpleaños Alma Mahler-Werfel, recibió como regalo una carta de felicitaciones, firmada por su exmarido, Walter Gropius, por Oskar Kokoschka, por Thomas Mann, por Benjamín Britten, por Darius Milhaud, por Stravinsky, por Eugene Ormandy, y tantos otros famosos artistas. Arnold Schönberg, que no firmó por no haber sido invitado – por desavenencias con Alma- le dedicó un canon con el texto: Un centro de gravitación de tu sistema solar, orbitado por radiantes satélites, así es como ven tu vida tus admiradores.
IV
Corría el año 1953, en Nueva York, donde llegó exilada, con su tercer marido, Franz Werfel, un 13 de octubre de 1940, huyendo de los nazis. Años atrás había visitado por primera vez aquella ciudad cuando acompañó a Gustav Mahler, entonces director de la Opera Metropolitana. Le gusta esta urbe efervescente, cosmopolita, aunque siempre añorará los bosques de Viena y las montañas nevadas de Austria. Así como lo fue allá, también en Nueva York, con su carisma y su encanto, desde que llegó, ha sido el centro de atenciones del círculo social y artístico. Ahora, a pesar de haber ganado peso y de las arrugas de su rostro -que trata de esconder cubriéndose la cabeza con enormes sombreros adornados con plumas-, sigue en su pedestal. Se sienta en un confortable sillón, en el salón de música, al lado de su gran piano. Las paredes de la habitación, tapizadas de libros y de cuadros, están en penumbra. El apartamento que ocupa en el tercer piso de la calle 120 Este con la calle 73, es para ella un santuario de su memoria. En cada rincón de los aposentos hay reliquias y obras de arte: cuadros de Kokotschka, manuscritos de Franz Werfel, composiciones de Mahler. Como una exmonarca en exilio, recibe visitas de personalidades del mundo de la música y de las artes. Ese día aguarda la visita de Thomas Mann, que viene a verla con frecuencia cuando está en Nueva York y le ha dedicado un libro con la inscripción: “Para Alma, la celebridad…de parte de su amigo y admirador”.
V
En 1958, con el título And the bridge is Love se publicó su autobiografía, pero no tuvo buena crítica. Los editores austríacos le avisaron que solo la publicarían en alemán, si hiciera muchos cambios y sacara los comentarios políticos y racistas. Mein Leben, tampoco fue objeto de críticas favorables por ser considerada una obra contradictoria, ambigua y egocéntrica. A partir de aquel momento, Thomas Mann, que la había llamado “La Gran Viuda”, se alejó de ella, y Walter Gropius no volvió a dirigirle la palabra por un tiempo, ofendido por la descripción de su relación con ella.
El 11 de diciembre de 1964, después de haber sobrevivido a dos guerras mundiales, al Tratado de Versalles y a la persecución de los nazis, Alma Mahler murió sin haber visto otra vez al creador de “La novia del viento”. Está enterrada junto a su hija, en Viena.
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13 Comentarios
Notable relato! Muy vívida descripción de personajes fascinantes en el medio de algunos de los acontecimientos más importantes del siglo XX. Me gustó mucho!
Lo leí de un tirón, nos llegó la hora de vivir pasiones de otro, que reviven las nuestras…sano entretenimiento !! Solo le cambiaría una palabra , que no hace honor a esa apasionada vida: » la enterraron» …👍😘
La autora me llevó como el viento para otra época a un país distante…¡ El vasto conocimiento de la lengua castellana de la autora y su gran conocimiento de la historia del arte, nos transporta a esa época en la historia, como el viento.
Excelente artículo
Exelente relato.Me hizo transportarme a esa época. Una lectura muy agradable donde vemos los conocimientos sólidos de la autora. Un exito!!!!!! Felicitaciones
Muy interesante el relato, me gustó mucho la forma en que está escrito, un acercamiento sensible y cuidadoso a historias duras y pasiones complejas.
Maravillosa crónica, llena de vivencias. En el acostumbrado y elegante estilo al que nos tiene acostumbrados Helena Lewitt. Muy disfrutarle!
Un relato cautivante y un fresco de época. La escritura nos lleva por personajes y hechos históricos concentrados en la figura de Alma Malher. Estupenda descripción bajo una pluma erudita y sensible.
Exelente relato.Me hizo transportarme a esa época.Una lectura muy agradable donde vemos los conocimientos sólidos de la autora.Un exito!!!!! Felicitaciones
Maravilha de relato, contendo momentos históricos, compositorios e artistas brilhantes com detalhes realmente impressionantes.
Prende a atenção do leitor até o final.
Parabéns.
A autora me fez mergulhar na vida de Alma Mahler por meio de um texto fluido, cheio de cores e sensibilidades. Essa crônica faz jus ao personagem extraodinario aqui retratado. Parabéns.
De forma fluida e cativante, a autora narra trechos da vida de Alma Mahler, uma mulher fora do comum para sua época, cuja vida ficou entrelaçada com outras figuras famosas do mundo artístico. O artigo faz jus ao personagem descrito! Parabéns.
También lo leí de una sentada. Helena tiene la capacidad de llevarte a los lugares y al alma de Alma. Personaje polémico y trágico, vivido en vísperas de dos grandes tragedias. La historia de Helena parece tema de película.