Por
«Nada ocupa tanto el corazón de los supervivientes como el amor.
Pero no como se acostumbra a entenderlo. No como lo entienden
los filósofos. No como un recuerdo…Sino (como) la extraña
comunicación por la que se ponen en contacto dos sensibilidades
(que) subsiste tras las rupturas e incluso tras los duelos»
Pascal Quignard (Vida Secreta)
Nos encontramos una soleada mañana de Diciembre en un Starbucks de la ciudad. Parecía que nos desquitábamos de un año lleno de presiones y volcábamos en la palabra no encontrada la frustración que nos provocaba el destierro. Aunque con historias muy diferentes, nos unía ese desarraigo del Latino en el medio Americano.
Una hermosa melodía de John Coltrane se veía opacada por el bullicio monótono proveniente de las habituales mesas con sus asiduos visitantes, el tradicional grupo Israelí que discutía la problemática de la Finca Raíz en la ciudad, una fina pareja residente en una de las islas aledañas que acariciaba las paginas frescas de un ejemplar del New York Times todavía almidonado, un grupo de colegiales que parecían comunicarse a través de varios «lap top» ubicados estratégicamente frente a cada uno de sus rostros trasnochados, y nosotros, los aparecidos, los no habituales, una especie de infiltrados inocuos que resultábamos un tanto extraños a medida que los ánimos elevaban el tono de la conversación.
Hablamos de lo que acontecía y de lo que nos inquietaba. Hablamos de política y de literatura, de cine y de teatro. Hablamos de la literatura de Marais y de Murakami, de Quignard y de tantos otros, hablamos del cine de Kurosawa y Yasuhiro Ozu, y entonces hablamos del amor. Hablamos de ese otro tipo de amor, del amor de la madurez, pero no de la madurez que dan las décadas sino aquella derivada de la experiencia, del amor que no ve género ni edad ni condición, del amor que estando presente no se deja reconocer ni palpar, que resulta tan fiel como infiel, del amor que al mismo tiempo que impone limites formales, se muestra infinito en esencia, el amor que supera tanto las barreras sociales, conyugales y familiares como corporales y sexuales.
El amor que logra sobrepasar los linderos de lo físico y lo corporal es aquel amor que ha trascendido la pasión, que ha superado lo corpóreo, es el amor que descubre esa tal entidad que pernocta dentro de cada cual, pero que solo pocos logran descubrir o reconocer.
Hablamos del amor que no busca reciprocidad, el amor que ha cruzado los limites autoimpuestos, el amor que trasciende lo terrenal y lo físico, lo animal y lo carnal, que no se palpa con una mano ni se registra con un beso, el amor que finalmente solo se reconoce en la muerte. «El amor y la muerte son una misma cosa. Tanto el uno como la otra te llevan a otra casa (aquel a la casa del conyugue vivo, esta a la tumba del conyugue muerto)» afirma Pascal Quignard (Vida Secreta). Dicho reconocimiento lo han hecho también otros escritores; Thommas Mann en «La Montaña Mágica» menciona «…el cuerpo, el amor, la muerte, esas tres cosas no hacen mas que una…» , y Sandor Marais en sus alongados diálogos ratifica «Y voy a decirte otra cosa, por si no lo sabias: el amor, si es verdadero, siempre es letal.» (La Mujer Justa).
Muchos teóricos han intentado dar definiciones y hacer clasificaciones del amor bajo distintos prismas que se consideran variables como la edad, sexo, condición social, etc. Pero aquí no se trata de analizar estos puntos de vista, es muy difícil y resulta un tanto absurdo encasillar el amor dentro de los mismos puntos de referencia con que se analizan conductas o comportamientos sociales. Se trata de algo que va mucho mas allá, de vislumbrar esa otra dimensión que supera los tales parámetros «…sabes? Cuando ya no quieres nada para ti cuando no buscas el amor para estar más sano, más tranquilo, más satisfecho, sino que solo quieres ser, por completo y aun a costa de tu vida. Este sentimiento llega tarde, muchos no llegan a conocerlo nunca…Son los prudentes; no me dan envidia» (La mujer Justa«, Sandor Marais)
El amor que logra sobrepasar los linderos de lo físico y lo corporal es aquel amor que ha trascendido la pasión, que ha superado lo corpóreo, es el amor que descubre esa tal entidad que pernocta dentro de cada cual, pero que solo pocos logran descubrir o reconocer. Es ese el amor que no requiere de interlocutor, que termina convirtiéndose en una especie de monólogo capaz de alterar todos y cada uno de esos cinco sentidos. Es aquel capaz de alterar la manera como nuestros receptores sensoriales perciben un mismo atardecer o una misma taza de café. Es aquel capaz de mostrarnos el color alucinante del frío ante la ausencia. Es aquel que pinta de azul la tristeza que deja la partida, y de rojo las palabras que se desploman al abismo de lo que se oculta. Es ese «Ultimo Encuentro» que Sandor Marais utiliza para mostrar su carácter indisoluble, es ese gris implacable que se confronta con la muerte en «Divorcio en Buda«.
Para ese entonces ya mi mente divagaba, los colores del lenguaje se confundían. Ya me encontraba atrapada en otra dimensión, la dimensión que linda esos confines indefinibles entre la razón y la locura, la dimensión eterna que toma el instante de una mirada, el espejismo de un sueño, la armonía de un sonido fragmentado…la memoria del amor o el amor grabado en la memoria del alma.
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