El poderío tecnológico que facilita y hace posible acceder a lo que hace solo unas décadas atrás considerábamos imposible, nos sumerge en una realidad que cada vez es más virtual.
Ya no es una metáfora la posibilidad de comunicarnos todos con todos en casi cualquier lugar del planeta. Nos acostumbramos a buscar y obtener lo que necesitamos navegando por las rutas de Internet. La Sencillez y la velocidad con que conseguimos información nos ayuda en la vida cotidiana, y hace impensable vivir en un mundo en el que no contemos con estos recursos.
Deslizando por las redes fuimos también abriendo las puertas para que la tecnología ingrese a nuestra intimidad. Nuestras preferencias, nuestros gustos, nuestras necesidades quedan plasmadas en el ciberespacio y los algoritmos se hacen cargo de estos datos personales, para regular y determinar nuestra vida cotidiana. Ya no nos sorprende que luego de buscar información sobre algo que queremos comprar comenzamos a recibir ofertas de todo tipo en nuestras redes sociales y nuestro email.
Cuando el algoritmo nos brinda datos que no hemos solicitado puede beneficiarnos permitiéndonos llegar a una información que desconocíamos, o puede resultarnos un fastidio. Pero, la verdadera pregunta que se nos impone es ¿qué precio pagamos por esto? Si un algoritmo piensa por nosotros ¿dónde quedan arrumbados nuestros deseos más profundos, nuestra dignidad, nuestra ética, nuestra inteligencia?
Ya no pensamos, ¨La falta de pensamiento es un huésped inquietante que en el mundo de hoy entra y sale de todas partes¨, observó Heidegger en los albores de la tecnología. ¿Qué significa para el ser humano pensar? ¿Pensar es hablar? Al señalar hacía el pensar estoy aludiendo a la filosofía, esa silenciosa madre de todo el pensamiento occidental que en su origen fue logos y mito (lugar del nacimiento del mundo religioso) y también poesía. Aristóteles dejó en claro el lugar del Logos, la razón y el privilegio de nuestra especie por tener ese instrumento de sobrevivencia.
Hoy podemos distinguir dos corrientes en aquella racionalidad, en aquel logos aristotélico, una razón algorítmica, que tiene que ver con la ciencia, y una razón narrativa. Es esta última la que nos devuelve un sentido desde el interior de un proceso histórico-existencial como sostiene la hermenéutica, y es a ella a la que aludo para pensar la filosofía.
Entonces, ¿qué es eso de filosofía? La filosofía es la experiencia transmutada en pensamiento. ¿Experiencia de vida? Si, de júbilo, angustia, soledad, amor y hasta de la silenciosa muerte. ¿Y por qué transmutarla en pensamiento? Porque tenemos una poderosa razón (logos) que nos lleva a imponer un orden humano a los fenómenos. Pensar es pesar, sopesar, evaluar, calcular los riesgos del mundo para nuestra vida. Siempre lo estamos haciendo y ese gesto se hace filosófico cuando –más allá de una experiencia concreta– puedo pensarla como universal, válida para todos los hombres, como lo hacía Sócrates. Eso es hacer filosofía.
¿qué es eso de filosofía? La filosofía es la experiencia transmutada en pensamiento. ¿Experiencia de vida? Si, de júbilo, angustia, soledad, amor y hasta de la silenciosa muerte. ¿Y por qué transmutarla en pensamiento? Porque tenemos una poderosa razón (logos) que nos lleva a imponer un orden humano a los fenómenos. Pensar es pesar, sopesar, evaluar, calcular los riesgos del mundo para nuestra vida.
La filosofía, este pensar insistente, profundo – y a veces riesgoso- sobre nuestra dignidad y el sentido de nuestra existencia, nos es connatural, pero solo algunos se atreven a empuñar este saber con coraje y osadía. Como decía Heidegger ¨Todos nosotros, incluso aquellos que, por así decirlo, son profesionales del pensar, todos somos, con mucha frecuencia, pobres de pensamiento¨. Sin embargo, nunca renunciamos a nuestra capacidad de pensar y podemos desarrollarla llevando adelante un pensamiento calculador. Este tipo de pensamiento no es un meditativo, no no se atreve a pensar en pos del sentido de la existencia. Allí radica la diferencia que nos permite reconocer a esos espíritus lúcidos –filósofos, poetas, artistas, científicos– que reconocen la precariedad de las verdades proclamadas como eternas, la obsolescencia de ciertos principios, la irremediable inconsistencia de la política, las injusticias que nos acosan, la urgencia de practicar la tolerancia. Y son ellos los que tejen las grandes utopías, los que proponen ideas fuertes en una época, los que iluminan el camino del conocimiento. La cultura descansa en esos pensadores. Y eso es hacer filosofía.
El hombre es artífice de sí mismo, esa es la sustancia de la condición humana. Y dada su finitud, no tiene acceso a perspectivas absolutas, ni materiales ni espirituales. Somos fatalmente el aquí y el ahora en cada tiempo y en cada cultura a pesar de tanta tecnología que nos rodea. Sin embargo, en el ejercicio de ese pensar profundo y propio descubrimos una única certeza: una profunda aspiración hacia lo Otro de sí, hacia lo que trasciende lo sensible, hacia lo permanente, hacia lo eterno. Esa búsqueda es reiterada, ilusoria, inútil, pero fructífera, porque a pesar de múltiples argumentos en contra, ello puso en marcha nuestra potencia creadora. Kant llama “escándalo de la razón” a reconocer que no hay evidencias definitivas sobre ciertos temas fundamentales para nuestra vida, como la libertad, lo sagrado o la eternidad. Hannan Arendt habló de falacias metafísicas como la experiencia más reveladora de los grandes pensadores en el intento de encontrar el sentido del universo. Pensar en esa dirección, e insistir en ellos a pesar del fracaso, es hacer filosofía.
La búsqueda de la verdad es la esencia de la filosofía y de la vida misma. Ella es la gran pregunta que se formula nuestra disciplina desde los griegos hasta nosotros. Pero también sabe la filosofía que la verdad es una dama esquiva a la que siempre se busca en la esperanza de apresarla definitivamente, pero siempre se escabulle entre los dedos. En ese intento la ciencia inventa descripciones del mundo para predecir los fenómenos; la filosofía y la poesía, por el contrario, las inventan para comprenderlo. Y esa búsqueda es también un gesto filosófico.
La filosofía cuenta con la racionalidad del universo para hacerlo nuestro hogar. Borges, por el contrario, juega con su irracionalidad y nos alerta: “[…]no hay un universo en sentido orgánico, unificador que tiene esa ambiciosa palabra”¹. E imagina, para nuestro consuelo, “un secreto diccionario de Dios” donde figuraría toda la verdad sobre él. Nos queda así la esperanza de que, de conocer ese enigmático libro donde figurarían los ajustados nombres de los pájaros, de los árboles, de las flores, de los amaneceres y de cada uno de nosotros, podremos ingresar en un ámbito de misterio que nos es esquivo. Intentarlo es, quizás, un modo distinto de hacer filosofía y ejercitar el pensamiento a resguardo de tanta tecnología. Y esta es mi invitación.
Naturaleza humana es una categoría que se presta a todo tipo de abusos. Explica casi todo, desde amar hasta matar. Es parte del conjunto de tendencias o instintos inherentes que regirían el comportamiento humano. Este término anuncia una matriz biológica de la subjetividad que mantendría una verdad original y final sobre la condición humana. ¿Es eso necesariamente así?
¿Cómo se convirtió el científico Hawking en el icono Hawking? Teorías que solo entienden los especialistas alcanzaron difusión masiva y dieron popularidad al científico.
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