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Hubo un tiempo en el que mantenernos informados no era tan trabajoso, ni generaba tanta ansiedad. Quizás la cuestión pasaba por cómo seleccionar los referentes, pero los había. Ellos eran tradicionales, consistentes y nosotros confiábamos en la seriedad con que extraían y actualizaban los contenidos que brindaban. Así, recurríamos a la Enciclopedia Británica, al Diccionario de La Real Academia Española, a las grandes bibliotecas, a la universidad, a las reconocidas publicaciones científicas de cada campo, al periódico que distinguíamos entre los muchos que se publicaban en nuestra ciudad, al programa periodístico semanal que daban por televisión, al noticiero de la radio que elegíamos escuchar por las mañanas.
En fin, sabíamos a donde ir por buena información y eso en sí mismo es algo ya a destacar, porque por aquella época para estar al corriente de las cosas o para profundizar en algún tema, se requería del movimiento de dirigirse a la fuente. La cultura occidental se supeditaba a la producción y aun era lejano este comienzo de siglo XXI, regido por la informática.
Hoy nuestra vida cotidiana se encuentra saturada de información sin que tengamos que movernos en su búsqueda. Recibimos comunicaciones permanentes a través de las imágenes y de las palabras con las que nos chocamos en los espacios urbanos y, las que los medios de difusión saben poner en nuestras manos.
Vivimos la era de las comunicaciones y ello quiere también decir que estamos supuestos como sujetos de la información, que estamos considerados como sujetos para ser educados y advertidos de nuestras mejores opciones, a través de lo que se divulga.
Pero, ¿ese caudal de información sirve verdaderamente? Por ejemplo, una de las ventajas a la que, desde hace algunos años, muchos ya nos acostumbramos, es la de preparar nuestros viajes apelando a la información disponible en Internet. Este medio despliega frente a nosotros un amplio menú de opciones de bienes y servicios. Algunas veces los sucesivos links nos llevan hasta conocer el color del cuarto que vamos a ocupar, pero otras, no hallamos cómo saber cuál es un buen hotel. Si bien hay que reconocer que, quizás sean estas imprecisiones del sistema las que que hacen que nuestros viajes aun conserven algo de magia y asombro, a veces lo que el destino de internautas nos depara, no es una grata sorpresa.
En los últimos años, otro nuevo hábito que incorporamos cuando queremos saber un poco sobre algún tema, es el de iniciar nuestra propia investigación en Google. Los buscadores que ahora son de acceso directo al usuario, ofrecen páginas y páginas de links relacionados con cada tópico.
En estas travesías nuestras horas comienzan a ser devoradas por la pantalla de la computadora sin saber muy bien a dónde nos arrastran los sucesivos clicks que le damos al mouse. Muchas veces transitamos por artículos tan poco relevantes como confiables, o que solo contribuyen a hundirnos en el pantano de los mitos urbanos, o que nos advierten sobre temas con los que no estamos verdaderamente involucrados, para finalmente arribar a la zozobra y la confusión.
¿Cómo extraer de las posibilidades que la red ofrece, algo más que un desperdicio de tiempo pasando por innumerables datos que no alcanzan a organizar ningún avance en nuestra vida?
Sin embargo, esa estampa perfecta en la que podemos visualizarnos despistados en la maraña de datos que se nos comunican, es menos exclusiva de Internet que de la cultura en que vivimos. Los recursos que se encuentran disponibles en la era tecnología favorecen la multiplicación de los objetos a un ritmo muy acelerado. Cada pantalla es una ventana por las que entran vertiginosamente las novedades. Aunque no parece posible que Internet desplace absolutamente a otro tipo de fuentes de las cuales podemos abrevar, la red se convirtió en la herramienta favorita de acceso al conocimiento.
Allí, la información es abundante y fácil de conseguir pero también fragmentada. Lo bueno de contar con muchos datos disponibles trae aparejada la cuestión de cómo manejarnos con un ritmo tan cambiante. Los contenidos envejecen demasiado rápido y la contínua renovación que se impone produce un flujo que nos inunda.
Hay que estar al día, pero, ¿es posible? Quizás, ni siquiera haya demasiado tiempo para hacernos esa pregunta y solo atinamos a surfear velozmente por las aguas de Internet, siempre detrás del update vamos acumulando datos. Pero, es mejor conseguir alguna brújula para navegar en estas aguas.
Sin ocuparnos en esta ocasión, de profundizar acerca de cómo se direccionan los conocimientos que nos llegan, ni tampoco de cómo el marketing de la información nos va entramando a cada uno de nosotros, según nuestros perfiles de consumidores, lo que hoy queremos subrayar es que los datos que se almacenan en los bytes sintetizan un conocimiento que sirve a los fines actuales de la comunicación: educar al ciudadano, ese es el gran empeño que tiene nuestra cultura hoy.
Y es acá a donde quisiera situar el foco de esta reflexión. Va siendo ya el momento de hacer una distinción entre tener información y saber. La cuantiosa comunicación que se nos envía se localiza en los medios y no por ser hoy mucho más continua que ayer, nos otorga automáticamente algún saber. Como siempre ha sucedido, para que los contenidos con los que entramos en contacto adquieran consistencia hace falta dar algunos otros pasos. La información existe fuera de nosotros, el saber es lo que se produce cuando logramos apropiarnos, cuando incorporamos y transformamos de algún modo personal, lo que nos es dado.
Hoy tenemos la oportunidad de disponer de muchos datos pero, como mencionábamos, lo más fácil es perderse en la telaraña. Por el modo en que la información se diseña no puede presentarse unificada, la vamos consiguiendo por partes y, aunque cada una de ellas pueda engancharse siempre con otra, el trozo al que accedemos tiene su propia unidad. De manera que, cada comunicación con la que nos topamos es un mensaje que está pensado para un usuario específico y estructurado para asegurarle la decodificación adecuada, es decir que quien lee no equivoque la interpretación.
Las comunicaciones, siempre breves y constantes, contribuyeron a la extinción del relato y, por supuesto, tampoco dejan tiempo para ocuparse de dar el contexto. El problema es que si quedamos entrampados en la lógica de la comunicación nuestros largos viajes por Internet solamente nos proveerán de un cúmulo de información que, por ser siempre recortada, nada valioso agregará a nuestras vidas, no producirá ningún saber.
Lo que se informa se desliga de un marco más amplio y solo arma un pequeño texto que introduce, explica y cierra la única cosa que se quiere transmitir. Es por ello que muchas veces quedamos con la clara sensación de que la comunicación nos empuja a la acción. Una vez ya informados, se espera que racionalmente tomemos alguna decisión, sea comprar, motivarnos para comenzar a tener mayores cuidados con nuestra salud, poner algo en funcionamiento, etc. En fin, insistimos en los fines ejecutivos de la información.
El poder informacional se ocupa del puro presente para empalmar con una acción inmediata pero ello no necesariamente produce un saber en nosotros.
Para adquirir saber es necesario que la información que se refleja en la pantalla, pase a nuestro interior, lo que quiere decir que tenemos que involucrarnos haciendo una maniobra sobre lo que hallamos. ¿Qué buscamos en el momento en que ciertos datos nos salen al encuentro? ¿Por qué nos detenemos allí? ¿Qué nueva significación se nos produce al conocer esa información? ¿Qué agrega a lo que ya sabíamos? ¿En qué nuevo punto nos posiciona? Son algunas de las preguntas que pueden hacer estelas en la mar.
Incorporar la información poniéndola en conexión con nuestros propios referentes es ya un movimiento que la arraiga en nuestro campo. La información que hoy tan fácilmente conseguimos necesita ser reconfigurada para que alcance un valor de uso. En ese paso ella pierde su alcance global, ajeno, para amarrarse a nuestro mundo y que se nos vuelva singularmente significativa.
El saber, en la era informática, quizás pueda definirse como información articulada. Claro que para ello habrá que interrumpir un poco la deriva y usar el ancla para tomar algún contacto con el fondo.
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