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53

L’École de Paris y la Migración

París de principios del siglo XX atrajo artistas de todo el mundo. Muchos críticos de arte reclamaron el nacionalismo artístico, enfatizando las diferencias entre los locales y autóctonos y los extranjeros… los extraños, entre ellos Picasso, Joan Miró y Marc Chagall.


Cada país es soberano para regular y reglamentar la migración de distintos grupos que quieren vivir dentro de sus fronteras. El dejar entrar o no a refugiados, oportunistas, a quienes buscan un futuro mejor o a los que huyen de su lugar de origen por distintos motivos es decisión final del gobierno a quien concierne. Desde que el hombre existe, la humanidad se ha movilizado de un lado a otro para sobrevivir. Sin embargo, desde que se inventaron los reinados y las fronteras, la migración se ha convertido en un tema de poder político.

A principios del siglo XX Paris surgió como centro de cultura internacional. Poco a poco la capital francesa atrajo a gente de todo el mundo. Sabemos de los talentos artísticos que llegaron desde España, Italia, Rusia y hasta del Japón, que se nutrieron mutuamente en este sitio en ebullición. Eran hombres y mujeres que huían de los pogromos y de los ataques antisemitas en Rusia y en Polonia; otros, buscaban refugio, evadir la pobreza o añoraban nutrirse de la creatividad que se desarrollaba en París. Amedeo Modigliani, Chaim Soutine, Marc Chagall, Tsuguharu Foujita y Pablo Picasso coincidieron en sitio y tiempo y fueron categorizados dentro de lo que hoy se conoce elegantemente como l’École de Paris. La Escuela de París no es más que un grupo de extranjeros que trabajaron con ahínco y talento al emigrar a Francia. Amaron a su país adoptivo, afrancesaron sus nombres y se hicieron ciudadanos en cuanto se los permitieron. Moishe Shagal se convirtió en Marc Chagall, Fujita agregó una “o” a su apellido leyéndose Foujita, Pieter Cornelis Mondriaan rechazó el acento holandés de su nombre, omitió la doble “a” y hoy lo conocemos como Piet Mondrian, y así, mucho otros se asimilaron a su nueva forma de vida.

Todos lucharon por adaptarse; Francia los recibió y florecieron en tierra fértil; sin embargo, no todos los franceses los acogieron con igual entusiasmo: Después de la Primera Guerra Mundial, durante los 1920’s, varios críticos de arte reclamaron el nacionalismo artístico, imploraban un arte purista que llevara las tradiciones francesas y separaron al otro, al diferente y creativo. Opusieron a lo que ellos llamaron L’École Françoise frente a L’École de Paris. En 1922, en el anexo del museo de Luxemburgo, en el conocido Jeu de Paumme, se exhibieron de forma separatista los artistas extranjeros, prohibiéndoles exhibir a la par de los franceses y, en el Salon des Independents. se organizó la exposición de acuerdo a nacionalidad. Alienaron y agruparon a los artistas por su lugar de origen para no confundirlos con los franceses. No querían igualdad, solicitaban que se anotaran las diferencias entre los locales y autóctonos y los extranjeros… los extraños.

Se crearon dos bandos: la escuela francesa y la de París. En 1925 la revista Mercure de France publicó un artículo en donde el autor preguntaba si existía la pintura judía como tal. Argumentaba que había una gran presencia de judíos en París y, sin embargo, ningún cuadro judío estaba incluido en la historia del arte y mucho menos en los salones del museo del Louvre. Atacaba a los artistas extranjeros usando el adjetivo de “judíos” diciendo que “invadían” Francia y que no tenían talento. Y aunque las religiones de éstos fueran diversas, los ataques fueron feroces aludiendo a un antisemitismo mordaz.

Argumentaron que la una era arraigada, tradicional y en la cual los artistas habían nacido en Francia; ésta obviamente fue ampliamente aceptada; y la otra, que hoy la vemos como innovadora, revolucionaria y retadora, formada por un grupo de artistas internacionales, era menospreciada y tildada de inferior. En realidad, el estilo no importaba, no tenía nada que ver la composición, ni los colores de las obras o la técnica; debajo de la crítica de estilo estaba una exacerbada xenofobia. El factor determinante era de donde habían emigrado los autores, cuál era su lugar de origen. El término École de Paris fue acuñado por el crítico de arte André Warno en la revista Comœdia en 1925 para tratar de contrarrestar esta xenofobia latente. Sin embargo, el nombre se usó de manera hostil por varios escritores e incendió aún más las diferencias.

Cuando la revista L’Art Vivant entrevistó a Moïse Kisling y le pidió que nombrara a diez artistas contemporáneos que deberían de estar exhibidos en el nuevo museo de arte moderno, él respondió defendiéndose de los ataques con humor sardónico: “Simon Levy, Leopold Levy, Rudolph Levy, Maxime Levy, Irene Levy, Flore Levy, Isidore Levy, Claude Levy, Benoit Levy y Moise Kisling”. El crítico de arte Louis Vauxcelles los describió como una horda de bárbaros que llegaban con gritos de guerra y que no conocían la profundidad del corazón francés y sus “grandes virtudes”.

No hubiéramos tenido a un Picasso o a un Joan Miró, ni siquiera a un Max Ernst si Francia los hubiera expulsado. Probablemente el Cubismo no hubiera existido ni el Surrealismo se hubiera inventado si estos artistas no hubieran llegado a París a principios del siglo XX. Marc Chagall no hubiera bailado con sus colores y Chaim Soutine no hubiera exacerbado la energía de sus composiciones.

Estos creadores al final se hicieron famosos, fueron aceptados después de tantos rechazos y reconocidos como grandes maestros y líderes de distintos movimientos artísticos que emanaron de ese caldero de genios.

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