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Edición
10

La identidad participa de lo heterogéneo

Editorial
Miami
«Conócete a ti mismo» es un mandato contemporáneo a través del cual se promete alcanzar una buena calidad de vida. Nadie parece dudar de los beneficios que implican la capacidad de determinarse, de definir las propias metas y aplicar todos los reforzamientos necesarios para llegar hasta allí. El sí mismo se refuerza y la conciencia se amplía abriendo paso a una ilusión de poderío y completud que desconoce lo más esencial del ser humano.

Desde hace décadas nos envuelve la fuerza de las teorías de la motivación, del empowerment, de la autoestima, de la autoayuda.

Se han instalado en la cultura algunas significaciones que dieron consistencia a las expectativas de hoy. Es común, por ejemplo, presentarse a las entrevistas laborales sabiendo recortar los argumentos con los que se responde a la obligada pregunta acerca de cómo se define a usted mismo. Hay que encontrar lugar en el mercado a través de una identidad que distinga de los otros. Lo que resulta llamativo es que se trata de una identidad que no se construirá en el proceso mismo de desarrollar una tarea, sino que se anuncia de antemano, es lo que define como una cualidad fija y no en el movimiento del hacer. Bien podría tratarse de decir algo acerca del potencial, que como tal tomará su forma en un contexto dado, pero la cuestión es que de ello se exige un saber previo, un saber bastante ajustado sobre sí mismo.

Este conocimiento de uno mismo no es solo lo que muchas veces el mercado requiere para repartir los lugares, sino que la certeza de lo propio es también una aspiración de los sujetos contemporáneos. El hombre de hoy aspira a la soberanía individual, al control, al dominio, a la potencia y al gobierno absoluto de su vida.

Otro ejemplo de ello es lo que se propone en el campo de la salud mental. Al final de un proceso de psicoterapia, en especial si se trata de una de las reconocidas por su avance a la par de los últimos descubrimientos de la ciencia, es esperable que el hombre alcance un tipo de conocimiento de sí mismo que contribuya a su propio control y autodeterminación.

El problema que se plantea es que por poner tan marcadamente el acento en la fortaleza y la potencia, algo esencial queda olvidado. En esta aspiración a la identificación absoluta, en este anhelo de unidad, se dejar de lado que la naturaleza de los humanos está tomada en el lenguaje, que el hombre necesita hablar y eso incluye la paradoja y la contradicción.

Queda empañada la verdad de que el hombre nunca es un completo, que no está determinado. El ser humano necesita decir su ser, o sea que su identidad requiere de palabras y además es siempre provisoria. Es propio del hombre que para alcanzar alguna identificación atraviese un complejo proceso donde siempre están en juego una diversidad de elementos y alguno debe quedar necesariamente rechazado para que haya alguna identidad posible. Ese elemento que se privilegia sobre los demás, gana la fuerza interior que se atribuye el reinado de lo propio, de la identificación.

Antes de esta operación no existe el mundo porque no había ninguna consciencia para reconocerlo. Cuando se alcanza la identidad, cuando se puede decir quien se es ya se encuentra también un modo de determinarse a sí mismo y en consecuencia, también se establece lo que no pertenece a esa unidad.

Aunque los recursos de nuestra época apunten decididamente a desconocer cualquier fragmentación posible, este desgarro es lo más inseparable de la existencia.

El sentido de nuestra vida, lo que “elegimos” como sentido está fundado en la imposibilidad de una unión, solo se puede elegir el elemento con el que se construirá un semblante de la unidad. Cada hombre mantiene consigo una discordancia indomable.

Sin embargo, vivimos en una época donde lo previsible, lo mesurable trata permanentemente de tomar a cargo esa naturaleza que está hecha de una rasgadura, de una falla fundamental.

Pero, aun cuando el progreso ilumina por momentos una vida de calidad, no hay más remedio que volver a dar con esa grieta que siempre nos recuerda que no hay unidad, que solo se consolida lo propio al precio de rechazar la más íntima contradicción.

Las tendencias que validan el poderío del sí mismo toman ese modo de afirmación primordial cuyo tono es la oposición. Vale recordar que en un primer momento –y eso no es todo- , es por el rechazo que se establece una diferencia para entonces afirmar quien se es. Los procesos que se entonan con el valor del sí mismo, suelen conducir al sin salida de los discursos reivindicativos por las diferencias. Esta cuestión abre la puerta a mucho de los males de nuestra civilización ya que el modo de hacer lugar a los derechos de las diversas etnias, género, religiones, etc, suele relegar que estas identidades participan de lo heterogéneo.

Cuando lo radicalmente heterogéneo se aloja se da una vuelta más, se alcanza un modo de estar en el mundo en el que no es necesario ser reivindicativo, se puede convivir, se acepta la diversidad.

Nuestra rareza es precisamente que no somos seres unificados, estamos habitados por una especie de desgarradura que no nos permite acceder a ningún sí mismo como algo natural.

A pesar de esta naturaleza quebrada, el hombre, en los últimos años, ha sido artífice de una cultura que empuja a consolidar su unidad por la vía de la autoafirmación y el uno mismo, sin dejar que algo de aire filtre por la grieta. El discurso de la ciencia se presenta compacto, distribuyendo todas las respuestas para las dudas del hombre, porfiado en cerrar esa brecha que constituye lo humano.

Hay una heterogeneidad que está en el origen, que nos forma en nuestra identidad y, a la vez, también que nos altera.

Es inevitable que siempre surja esa diferencia que la unidad trato de resolver. El hombre tiene un encuentro obligado con el desacuerdo, con lo que rebasa el sí mismo que ha logrado construirse.

A pesar de los avances de la ciencia, el hombre aun no controla lo que sueña cuando duerme, y cuando habla, falla imprevistamente, dice lo que no calculaba decir. También, y muy a pesar de la voluntad, el sí mismo se hace añicos en el encuentro con el exceso que habita en el interior de los hombres, cada vez que confronta con esa fuerza irresistible que lo conduce hacia lo que no le conviene e incluso, lo angustia.

Lo que imprevistamente interrumpe el plan, nos pone enfrente de lo que ignoramos de nosotros mismos, hace regresar algún trozo de lo que rechazamos para tener una identidad.

Lo que realmente nos conmueve y afecta, suele ser una chispa que brota de la contingencia, de lo inesperado, de lo que contradice la lógica por la cual las cosas se definen y anticipan. Es común que frente a un acontecimiento que emociona o inquieta, nos quedamos sin el poder de la palabra.

La chispa insubordinable que brota no por inaprehensible deja de tener presencia. Quienes se aventuren a ello podrían cruzar la frontera de lo propio y acceder a alguna experiencia de lo impropio. No hay que ir demasiado lejos, se presenta en cada vuelta como una discordancia, como alteridad, como una especie de más allá de lo que se afirma.

Las precisiones de orden, de cuantificación y estandarización a las que arriba la ciencia, no son más que un centelleo en el infinito cosmos de las tinieblas, una medida posible con la que se acota lo inconmensurable. Y, si bien estos parámetros mesuran los pasos que permiten a las generaciones orientarse entre las sombras, conviene recordar que no aseguran el dominio de la alteridad.

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