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Edición
19

Jorge Luis Borges ¿Sólo belleza y ficciones?

Tucumán
Dios, identidad, tiempo, infinito son palabras inmensas, sobre las que los seres hablantes nunca podemos decir exactamente a qué refieren. Borges abre un camino donde la belleza y la complejidad de su obra “nos salvan de la pequeñez contra la que se debate la condición humana”. Las ficciones borgeanas trabajan para afrontar lo imposible de ser alcanzado por las palabras.

Borges

La palabra poética de Borges, sus tramas de belleza y complejidad, nos salvan de la pequeñez contra la que se debate nuestra condición humana. Dos grandes cuestiones –que se entrelazan entre sí– dan a la  obra de J.L.Borges un perfil inquietante que lo aleja de las reglas de juego habituales de un escritor de ficciones. Una, es la conciencia de los límites del lenguaje para abordar los grandes temas filosóficos: “todo  lenguaje es de índole sucesiva, no es hábil para razonar lo eterno, lo intemporal” [2] . Quizás sea esta certeza la que  lo alejó del ejercicio de la filosofía  pero no le impidió reconocerse como “un argentino extraviado en la metafísica”. Lector incansable de filosofía desde su juventud en la biblioteca de su padre,  extrae de ella los temas centrales de sus cuentos.

La otra cuestión –íntimamente ligada a ésta– es el recurso a la ficción en una apuesta imaginativa en pos de respuestas a esas cuestiones  filosóficas que le inquietan y que –como era de esperar- nunca serán alcanzadas. La palabra, constructora de nuestro mundo, no es diestra para dibujar los perfiles de aquellos asuntos cuyos sentidos nos sobrepasan y que son, paradójicamente, los más importantes: los metafísicos.

Para ingresar en la  abstracción de lo filosófico la lengua cuenta con palabras inmensas, intemporales.
Dios, eternidad, infinito, universo, tiempo, identidad, entre otras.

Para ingresar en la  abstracción de lo filosófico la lengua cuenta con palabras inmensas, intemporales que, de existir su referente –piensa Borges–, harían estallar los límites de la inteligencia: vocablos como Dios, eternidad, infinito, universo, tiempo, identidad, entre otras.  Conocer aquello a lo que estas palabras refieren es un anhelo de plenitud que nos acompaña y que no se condice con lo que el lenguaje y la razón, efectivamente, alcanzan en la realidad. Ellas dejan ver nuestros  límites y la  precariedad  de nuestro conocimiento; es allí cuando Borges recurre a la ficción. Y así, con un gesto aparentemente sólo literario, se libera de los rigores de la lógica y de la argumentación que le exigiría la filosofía. El lenguaje, “ese alfabeto de símbolos”, no  otorga un contacto con lo real, apenas sugiere.

Entonces ¿por qué este salto a la ficción? Para actuar con libertad. En el plano de la ficción  nadie podría objetar las innumerables paradojas, contradicciones y sin sentidos que inevitablemente se desprenden del tratamiento de temas como el tiempo, la eternidad o  el infinito,  en un texto rigurosamente filosófico. Por otra parte, en un cuento de ficción, se produce un borramiento de límites entre realidad e irrealidad; entre filosofía y literatura. Este doble movimiento deja en evidencia, a su vez, irónicamente, los múltiples ingredientes de ficción que posee la propia filosofía y que no está dispuesta a reconocer.

la extraña sensación de alcanzar una realidad que no por inverosímil, es menos cierta.

En el prólogo de Ficciones, Borges cuenta que a menudo ha mezclado  tesis filosóficas de Leucipo o Aristóteles, con escritores de ficciones como Lewis Carrol sin que el lector lo advierta. Este gesto no es ingenuo; como buen escritor, conoce los resortes adecuados: las ficciones inquietan, minan solapadamente todo razonamiento, desafían el principio de realidad y acosan la inteligencia. Las ficciones de la literatura borgeana, por esa mixtura de pensamiento filosófico e irrealidad, tienen  un efecto notable: la extraña sensación de alcanzar una realidad que no por inverosímil, es menos cierta.

El recurso a la ficción es una antigua técnica en Occidente. Ya la usó Platón en la alegoría de la Caverna. Allí compara nuestro mundo con una caverna en la que se hallan prisioneros y encadenados los hombres desde su nacimiento. Dada la posición de los prisioneros, sólo pueden mirar en la pared final de la cueva las sombras de objetos que pasan por detrás.  Los prisioneros creen, por no haber estado nunca fuera de aquel lugar, que eso que ven, sólo sombras, son la realidad misma, hablan sobre ellas y hacen ciencia sobre la frecuencia de sus apariciones. Uno de los prisioneros sale de la Caverna y puede contemplar la idea del Bien en su máxima realidad. Sin embargo, cuando regresa a la caverna para enseñar sobre  ello nadie le cree y hasta pone en riesgo su vida.

Somos prisioneros de nuestras propias representaciones creyendo que son la “realidad en sí”

Esta alegoría es una gran metáfora de nuestra situación: la caverna es el mundo. Somos prisioneros de nuestras propias representaciones creyendo que son la “realidad en sí”. Salir de la caverna es poder sobrepasar los límites del lenguaje y la representación para alcanzar otra dimensión. Como Platón, Borges recurre a la imaginación  para transmitir sus verdaderas convicciones. Usa la ficción como un hábil artilugio para expresar su profundo anhelo de dar sentido a la existencia.

Borges –un agnóstico irredento y un osado y genial buscador de sentidos– es, por su misma naturaleza, un creador de enigmas. Su poética se agiganta a niveles titánicos cuando combate con los límites del lenguaje, no porque vaya a aceptarlos, sino porque intenta una y mil veces, casi siempre sin éxito, coartadas para evadirlos. Renuncia a la pretensión de un decir de todo decir, de la totalidad y se enmascara en sus ficciones; con ellas denuncia  la infinita distancia entre la fragilidad y contingencia de lo humano y la otra orilla, en caso de haberla.

Un cuento de Borges nos servirá de ejemplo: “La escritura del Dios” (El Aleph). El narrador es un sacerdote americano, rey de la pirámide de Qaholom, prisionero de don Pedro de Alvarado, en tiempos de la Conquista de América. Comparte su celda con un jaguar, animal sagrado de los mayas. En la celda oscura, en aquellos  días aciagos de prisión, para sobrevivir, el sacerdote busca en su memoria las palabras sagradas pronunciadas por el Dios para cuando llegara el fin de los tiempos. En esa infatigable búsqueda -semejante a la del mismo Borges- reflexiona que la palabra del Dios no podía parecerse a nada en la tierra. Tzinacán, el mago de la pirámide, dice:

“¿Qué tipo de sentencia […] construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda palabra enunciaría ese infinita concatenación de los hechos […] Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme (sic) pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra y en esa palabra la plenitud”.

Descubre entonces, el sacerdote maya, que  las manchas del jaguar  esconden las palabras divinas. Intenta desesperadamente descifrar el enigma. En esa tarea pasó muchos años, hasta que un día ocurrió lo que no puede olvidar ni comunicar, dice Tzinacán: se produjo la unión con la divinidad. Y dice:

“Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin.¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir!.[…]

Borges, nuestro poeta agnóstico, hace metafísica en este cuento. Esa Rueda tiene los caracteres de lo metafísico: no puede ser delimitada, pero vemos sus bordes, no puede transformarse en objeto de conocimiento, pero se la conoce;  no tiene tiempo ni espacio, pero está aquí y en todas partes; en este tiempo y en todos los tiempos. Esa manifestación mística que recibe el sacerdote maya escapa a la razón ya que contiene, sin destruirse,  infinitas contradicciones en sí misma.

Esta Rueda, símbolo del absoluto, es otro Aleph. Borges piensa que el absoluto queda fuera del alcance de cualquier raciocinio; pero, en su inevitable búsqueda y aún cuando siempre da el salto a la ficción, en esta ficción concreta apela a la  razón que se le niega y proclama la felicidad de entender, si ello le fuera concedido. Sabe que no es posible, entonces,  con  la impunidad de la que goza todo escritor, puebla de paradojas su obra. Y las manchas del jaguar en las que el sacerdote americano lee el mensaje divino; las incontables páginas de un libro de arena en las que lo finito y lo infinito se encuentran, o el Aleph, esa mínima porción de materia que contiene el universo entero, son objetos de ficción que encierran, sin alarmar a la lógica, potentes escándalos para la razón.

La metafísica y la poesía tienen en común que se mueven en  los límites del lenguaje

Así, creo yo, este anhelo –escapar de la caverna / laberinto–, lo cumple Borges con lenguaje poético en sus ficciones. La metafísica y la poesía tienen en común que se mueven en  los límites del lenguaje y, si bien desdeñan la pura razón, no  pueden prescindir de ella. Borges hace metafísica a su manera. Y esa manera tiene formas literarias que, sin embargo, no le restan fuerza a su indagación de fuerte cuño metafísico. Borges opta por la ficción y, si bien considera a la metafísica pura “literatura fantástica”, toda su literatura habla de metafísica.

Notas:
[2] Jorge Luis Borges: Obras Completas, Emecé editores, 1974, Bs. As., pág. 764

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