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El impresionismo con sus paisajes serenos, sus colores vivos y sus pinceladas rápidas es uno de los movimientos artísticos más conocidos y populares hoy en día. Multitudes corren a las filas del Museo d’Orsay en París para, entre cabezas, atisbar uno de los estanques de ninfeas de Claude Monet, un soleado cielo veraniego de Camille Pissarro o el reflejo en el agua clara de un bote paseando por el Río Sena de Auguste Renoir.
La sociedad francesa del Siglo XIX, expuesta a la pobreza de la calle, la expansión de la ciudad con el proyecto del Barón Haussman, la proliferación de los café concert y la vida nocturna de los cabarets es enfrentada al desempleo, al derrumbe del gobierno de Napoleón III, a la guerra Franco-Prusiana, a la insurrección de la comuna y a la lucha en contra de lo establecido; gracias a estas circunstancias los parisinos se reinventan con ideales anarquistas en donde chocan los gritos a favor de la igualdad del hombre contra las voces que susurran apenas los derechos limitados de la mujer.
Dentro de esta miscelánea de ideas, de diferencias y amistades, surgió uno de los movimientos pictóricos más celebrados actualmente. Los espectadores que esperan pacientes para echar un ojo en el mundo impresionista, toman su corazón en la mano y se emocionan al ver una pincelada de Vincent Van Gogh, el color rojo de Paul Gauguin o un punto de pigmento puro de George Pierre Seurat. Pero detrás de esa pantalla de tonos brillantes y de perspectivas esquinadas está la otra cara de los impresionistas, la de sus vidas privadas, la de sus ideales, la de sus sueños. Eran pocos los que pretendían moralizar a la sociedad decadente, más bien eran reaccionarios a la opresión y al absolutismo de una sociedad regida por reglamentos tácitos inmutables y los artistas “rechazados” transformaron la forma de ver el arte alejándose del clasicismo imperante del “Salón oficial”.
nada es tan complejo como la capacidad creadora de un artista y su necesidad de experimentación.
Sin embargo, nadie osaría pensar que Edgar Degas, elegante, altivo y quien pretendía ser de familia aristocrática, pasaba noches de juerga en los burdeles citadinos esbozando prostitutas desde su cómodo sofá, mientras que de día pintaba las frágiles figuras de bailarinas en sus ensayos cotidianos. No supondríamos que, aparte de sus bodegones de frutas geométricas con colores radiantes, Paul Cezanne bosquejaba su fantasía de mujeres voluptuosas presentadas como apariciones flotando sobre el desván, ni mucho menos imaginaríamos que el viejo Pissarro con sus barbas largas y de mirada amable sería sospechoso de conspirar contra el gobierno francés. Cada mente funciona de distinta manera y nada es tan complejo como la capacidad creadora de un artista y su necesidad de experimentación.
Aunque ejemplos como los carteles que Henri Toulouse Lautrec realizó de las mujeres danzantes en el cabaret del Moulin Rouge son unas de las imágenes más conocidas de la época, no podemos vislumbrar la magnitud de exploración social que abarcó el impresionismo en la Francia del Siglo XIX. Existe un amplio repertorio de trabajos sensuales y hasta cierto punto eróticos que fueron parte del acervo privado de los pintores. Su interés por la mujer, por el sexo oprimido y por todo lo que les rodeaba, llevó a los impresionistas a observar una realidad humana que tuvieron que plasmar en su obra y pintaron, desvergonzadamente, escenas íntimas de cama, antesalas de prostíbulos llenos de mujeres desnudas expuestas sin pudor, tan frecuentemente como la vida cotidiana de los campesinos en la campiña o el atardecer en el Támesis.
Desde la antigüedad el pintar aspectos de la prostitución ha sido un ejemplo de la sociedad occidental. En Pompeya frescos eróticos decoraban las paredes de las mansiones romanas y más adelante los artistas renacentistas, manieristas y barrocos como Giorgione, Raffaello, Giulio Romano y Caravaggio, dieron rienda suelta a su destreza pintando cortesanas y amantes de forma sensual y provocadora. Las escenas de tabernas donde los personajes ríen, toman y bailan en compañía de mujeres de servicio fueron comunes en los Países Bajos desde el Siglo XVII usando en ocasiones simbolismos sutiles como las ostras conocidas como afrodisiacos y en otras, elementos obvios como una cama en el fondo de la estancia. Estos fueron realizados con el fin de mostrar un mensaje moral principalmente e incluso Johannes Vermeer, conocido por sus pinturas de género, pintó un cuadro inspirado en otro de Dick van Baburen, donde observamos a la vieja proxeneta mirando a la joven mujer que alarga la mano en espera del pago por adelantado de su posible cliente. Estos ejemplos usan la narrativa visual real de lo que sucede para darnos a entender lo que no se debe.
El motivo de las pinturas de prostitución fue cambiando según las distintas épocas ya sea moralizante, cómico, retador o con afán de protesta, los pintores han sido atraídos a develar sus sentimientos al respecto.
El motivo de las pinturas de prostitución fue cambiando según las distintas épocas ya sea moralizante, cómico, retador o con afán de protesta, los pintores han sido atraídos a develar sus sentimientos al respecto. Francisco Goya había pintado ya a sus majas y se había burlado de las celestinas y su forma de vida. Sin embargo Eugene Delacroix y Jean Auguste Dominique Ingres, a mediados del Siglo XIX, tomaron el camino de pintar los harenes exóticos del Imperio Otomano con el propósito romántico y erótico de presentar a una mujer entrenada especialmente para agasajar al sultán. Pero nunca antes los pintores se habían acercado al tema con tal ahínco tratando de entender el fenómeno social como en la época del Impresionismo.
Desde los 1870’s en París, la crisis había orillado a muchas mujeres a buscar empleo para ayudar a la economía familiar y muchas de ellas se encontraron en medio de un maremoto de pobreza que las arrastraba a tomar cualquier empleo. El porcentaje de mujeres que trabajaba fuera de casa subió del 25% en 1866 al 35% en 1896. Víctimas de las circunstancias, ellas no tenían muchas opciones trabajando como lavanderas o costureras y si eran más educadas hacían de meseras o de asalariadas en alguna sombrerería. No obstante, eran calificadas como indecentes, de baja moral y prestas a lo que fuere.
Los poetas y escritores conscientes de la situación, como Alexandre Dumas y Émile Zola se apearon a escribir sobre las cortesanas y las mujeres de la noche como parte de un efecto social del Siglo XIX y los pintores impresionistas, siguiéndoles los pasos, pintaron a estas prostitutas como parte del paisaje citadino.
Estos pintores contemporáneos de ideas encontradas se enfrentan a una misma realidad representada desde dos puntos de vista opuestos: el del impresionista y el del academicista que originados en la misma realidad, divergen hacia distintas metas.
La literatura como fuente de inspiración determinó en muchos casos los temas que algunos de los pintores de finales del Siglo XIX desarrollaron. En 1877 Eduard Manet, basado en la novela “Nana” publicada ese mismo año pintó a la cortesana mirándonos de frente, sin pudor, pasándose el lápiz labial mientras en su mismo toilette, su admirador la espera sentado; la actriz todavía en paños menores asume una pose teatral y ,con calma y cierta frialdad, interrumpe su faena y nos mira al verse observada. Henri Gervex el siguiente año toma como motivo un poema de Alfred Musset donde el protagonista Jacques Rolla está a punto de echarse por la ventana y suicidarse después de una noche de placer y Marion, la prostituta urbana, todavía exhausta sobre la cama, duerme plácidamente a pesar de su desgracia. En Manet vemos a la mujer, a la cortesana segura de sí misma, algo arrogante y confiada en su presente; en Gervex observamos el planteamiento de un tema moralizante, una tragedia que se desarrolla en el cuadro, una desdicha al borde de suceder, un evento que podría haberse evitado. Estos pintores contemporáneos de ideas encontradas se enfrentan a una misma realidad representada desde dos puntos de vista opuestos: el del impresionista y el del academicista que originados en la misma realidad, divergen hacia distintas metas.
Los impresionistas tuvieron distintas reacciones frente a lo que se desarrolla frente a sus ojos, algunos formaron parte de lo que sucedía como Toulouse Lautrec, quien siendo de cuna noble se identificó con la honestidad de estas que danzaban en los cabarets, unos cuantos como Edgar Degas se dedicaron a estudiar la manifestación social de mujeres “fáciles” de manera aislada sin sentirse nunca protagonistas del drama, otros como Cezanne se limitaron a dibujar un ideal sexual.
Así las presenta Degas, en un mundo sin seducción, un universo comercial donde el producto es el sexo, el artista apunta y expone una realidad social como un observador distante
Degas representó la ambivalencia del hombre moderno de su siglo, pavoneándose entre aristocracia y respeto, reunió más de 50 grabados realizados por él en un esfuerzo de entender a las mujeres en los burdeles de París. Mezcla de altivez y piedad, Edgar por las tardes no se pierde las tertulias en el café Guerbois y trasnocha en las casas de citas observando a las mujeres que desnudas y cansadas esperan a los clientes en una sala de espera deslucida y fría. Un cliente asoma apenas su pantalón abriendo la puerta para entrar. Los cuerpos de carne ajada y flácida están puestos para su elección. La piel deslustrada de sus cuerpos voluptuosos y las sonrisas forzadas no siempre invitan al posible cliente, a veces descansan, en ocasiones fuman un cigarrillo. Así las presenta Degas, en un mundo sin seducción, un universo comercial donde el producto es el sexo, el artista apunta y expone una realidad social como un observador distante e incluso hace el esfuerzo de tratar de identificar las características físicas de las prostitutas en un estudio antropológico informal, influido por el determinismo fisiológico en boga en esa época.
Por otro lado tenemos a Eduard Manet en su original interpretación de las “Brasseries a femmes”, donde la novedad de mujeres como meseras atrae a los clientes que toman y se divierten encubriendo el real comercio sexual que se desarrolla en el zaguán. Estas mujeres libertinas de doble faz son expuestas por todos los impresionistas en sus distintas facetas. En el “Bar en el Follies Bergere” pintado en 1882, la mujer de mirada triste de pie detrás de la barra llena de botellas de alcohol nos mira prisionera de su propio destino, mientras que su reflejo en el espejo la muestra inclinándose hacia su cliente, ansiosa a servirlo y dispuesta a todo. Manet absorbe la ambivalencia de la vida de estas mujeres y la plasma en una de sus obras maestras como un efecto multitudinario y sin importancia. A primera vista solo sentimos el bullicio del salón de café con su clientela ruidosa, el sonido de los vasos y las charlas de los comensales, pero si nos detenemos un momento, podemos observar la soledad, el abatimiento, incluso la indiferencia de vivir que refleja la mesera en sus ojos y solo así podemos entender que diariamente esta joven sufre y sumisa admite su destino servil.
Los impresionistas no pretenden moralizar, no intentan cambiar el mundo, presentan la realidad que observan entre el humo de las chimeneas industriales, pintan los charcos en las calles adoquinadas del paisaje citadino en donde detallan el color y la luz del horizonte. Entre tabaco, cervezas y Absinthe las mujeres indecentes decoran sus pinturas, con sus miradas tristes sentadas en la terraza de algún café en el Boulevard Montmartre, frente a una copa con una ciruela bañada en brandy, mirando con apatía el mundo de alrededor, llevando entre los dedos un cigarrillo sin prender. Son mujeres sin chaperones, dependientas de las tiendas de sombreros, damas que buscan compañía para ganarse unos centavos, hembras que con su actitud relajada y su lenguaje corporal lánguido invitan, según la sociedad del siglo XIX, al hombre a propasarse con ellas. Las escenas en las tabernas que Monet y Renoir presentan son el preámbulo al amor ilícito que se da tras las cortinas, son las meseras que le prenden el cigarrillo al cliente, que beben con ellos un trago y que se acercan con su escote a susurrarle al oído. Ellos nos presentan un espectáculo como preámbulo a lo que sucede después y nuestra imaginación rellena los silencios de los cuadros que introducen el otro mundo mujeril, el universo de lo prohibido, el de la prostitución.
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