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Tras meses de aislamiento, salir a cenar y a hablar con un familiar cercano puede ser una odisea, interrumpida por el vórtice del distanciamiento protocolar y los cantos de sirena de la conexión virtual. Es muy fácil que el celular nos trague toda la atención. Se empieza utilizando el GPS para llegar, después en el estacionamiento tal vez se pueda pagar solo con una aplicación; una vez en el restaurante, el menú se lee en el propio celular tras el escaneo del código QR. Para seguir complicando el viaje hacia el encuentro con el otro, la música en el salón está tan fuerte que hablar se hace difícil, y chatear o mirar perfiles en redes sociales, fácil. El sistema de vida hoy pareciera estar diseñado para facilitar la conexión constante al celular y dificultar la vinculación con el otro que tenemos enfrente.
¿Cómo hacer para regular la cantidad de tiempo de conexión y para comprender la importancia de hablarnos cara a cara? Esto exige conciencia y voluntad.
Tener una computadora en línea constantemente en el bolsillo es claramente una enorme posibilidad tecnológica de la humanidad actual, incluso a veces para canalizar vínculos. La posibilidad de mantener la comunicación con seres queridos durante la pandemia ha dependido de ese recurso; así como también la continuación de otros vínculos, como el laboral y el terapéutico. También permite expresar ideas como éstas, acerca de la importancia de las relaciones humanas. Es decir, el canal virtual puede estar lleno de sentido.
Sin embargo, cuando olvidamos enfocar nuestras tecnologías de avanzada en el encuentro humano, y nos dejamos llevar simplemente por la tecnología como fin en sí mismo, nos deshumanizamos. Las alternativas son que la tecnología sea canal complementario de encuentro y contenido humano, o que el humano sea canal de la tecnología y se vacíe como vínculo con otros. Esto último ocurre, por ejemplo, cuando el encuentro es presencial, no necesita de la tecnología y “conexión”, pero nosotros seguimos inmersos en ella. Es la clásica imagen de dos amigos que se encuentran a tomar un café, y cada cual tiene su atención puesta en el celular, los likes y lo impostergable de las respuestas que debemos responder en nuestros celulares, como si no pudieran esperar. Si tenemos en cuenta que uno de los principales axiomas de la comunicación, descritos por el psicólogo y teórico Paul Watzlawic, es que toda conducta tiene valor de mensaje, ¿qué comunicamos cuando nos reunimos a hablar con un amigo, una pareja, o alguien supuestamente significativo, y nos dedicamos a mirar el celular? Lo paradójico es que después podemos llegar a sentirnos solos y vacíos, y esto probablemente lleve incluso a acentuar la inmersión en la “conexión” virtual. En esta conducta paradójica se basa una de las principales adicciones del siglo XXI, que se multiplicó masivamente en los últimos años, y, especialmente, durante la pandemia.
El problema aparece cuando de forma automática e inconsciente comenzamos a creer que el mundo construido por la reproducción constante de nuestros gustos y opiniones -por ejemplo, en noticias que nuestras redes sociales seleccionan por nosotros como significativas-, es realmente el único mundo.
ADICCIÓN (PERSONAL Y CULTURAL) A LA CONEXIÓN
La adicción que tenemos a estar dentro de nuestros celulares, conectados a instagram, twitter, facebook, tik tok, snapchat, linkedin, whatsapp, youtube, y tantas otras aplicaciones o plataformas, es resultado de una fórmula explosiva compuesta por tres elementos. En primer lugar, la activación de un circuito neuropsicológico de satisfacción inmediata en la persona, -presente en toda adicción. En segundo lugar, la cultura de la época que no sólo ignora la adicción a la conexión, sino que la fomenta. Por último, el bestial negocio desregulado de las redes sociales y otras empresas de la industria online. El resultado es una adicción que alimenta el aislamiento, el narcisismo y la dificultad de vincularse humanamente. Contexto que lleva también a una problemática existencial que cala hondo en esta época: el vacío de sentido. La conexión sin vínculo lleva justamente a eso: a la sensación de vacío y a la angustia que la acompaña – más tirando a la ansiedad o a la depresión, según el tipo de personalidad de cada uno.
En términos simples, nuestro cerebro tiene un circuito de recompensa relacionado a las actividades, situaciones o cosas que por algún motivo nos generan placer. Toda adicción suele estar muy relacionada con este circuito, y con una sensación de satisfacción inmediata y acaparadora relacionada con el objeto de la adicción. Revisar compulsivamente la actualización de los likes recibidos o escrolear fotos y posts en nuestras redes sociales genera en nosotros un incremento abrupto en la producción de dopamina con una recompensa inmediata y engañosa. Es engañosa, porque lo que hace es aumentar el nivel de ansiedad y la necesidad de seguir y seguir en círculo vicioso. Una posible consecuencia es la de restar horas de sueño, a veces genera incluso problemas de insomnio ya que la luz azul de la pantalla disminuye la generación de melatonina. Quedamos atrapados por la imagen virtual de la vida de los otros y de uno mismo en busca del éxito, donde muchas veces la comparación y sus consecuencias invaden nuestra mente con una sensación de sin sentido posterior.
La cultura actual no ayuda. En el protagonismo de los resultados inmediatos y el rol periférico de los procesos: la búsqueda constante de mostrar y mirar éxitos y momentos espectaculares, base de la dinámica de instagram y linkedin, por ejemplo, en la vida “privada” – hecha pública- y en la laboral. También en el individualismo narcisista donde hay una especie de adoración y encierro en uno mismo, cuyo ícono es la selfie y su búsqueda insaciable de likes, más allá de si uno se relacione o no realmente con quien likea. Por otra parte, el individualismo narcisista se reproduce sigilosamente a través del sistema algorítmico de nuestras redes sociales y búsquedas online: un mecanismo automatizado que registra las búsquedas anteriores, y propone publicidades, informaciones y matches cada vez más parecidos, para limitarse a los gustos de la persona. Nos propone siempre más de lo mismo, hasta achicar las fronteras de nuestro mundo. Llevado al extremo termina por plantearse un mundo donde sólo cabe uno mismo. Como sociedad, estamos perdiendo la capacidad de escucha y de diálogo con el otro, tal como explica el filósofo Byung Chul-Han (2017) en su obra La expulsión de lo distinto.
En el mismo sentido, el negocio de las redes sociales y de otras empresas de internet, tal como se presenta hoy en día, fomenta tanto el uso excesivo, que puede llevar a la adicción, como el encierro narcisista mencionados. El dilema de las redes sociales (2020) es un documental reciente que expone esta problemática y su consecuente deshumanización. A partir de distintos directivos e ingenieros arrepentidos de las principales redes sociales, explica que el negocio es captar la mayor cantidad de tiempo y atención posible de nuestras vidas, a toda costa. El producto somos nosotros, y nuestra adicción a la conexión su combustible. El principal problema para resolver, desde los altos mandos políticos mundiales con el impulso de una sociedad civil consciente, es la desregulación de este negocio, que en cierta medida funciona en un limbo normativo y ético. Lo paradójico es que el mencionado documental salió en Netflix, producido por Netflix, que es a su vez una plataforma que también utiliza cierta dinámica similar a la que se critica, por ejemplo en relación a los algoritmos que procesan nuestros gustos y que nos muestran series y películas afines a nuestras búsquedas y visiones previas, limitando así el horizonte visible de opciones. Sin embargo, llevado equilibradamente, ¿alguien puede negar la comodidad de que Netflix nos recomiende series o películas similares a las que ya vimos?
El problema aparece cuando de forma automática e inconsciente comenzamos a creer que el mundo construido por la reproducción constante de nuestros gustos y opiniones -por ejemplo, en noticias que nuestras redes sociales seleccionan por nosotros como significativas-, es realmente el único mundo. Esto no solo alimenta la desinformación -ignorancia de la era de la hiperinformación-, también un narcisismo del que es muy difícil salir; fanatismo, cosificación y negación del otro. Es decir, la deshumanización. Sin el otro, no hay vínculo, y, sin vínculo, no hay humanidad.
La adicción a la conexión puede ir vaciando el vínculo con el otro y la propia humanidad, hasta llegar a una profunda angustia, inexplicable para la persona que la padece. Que se suele describir como vacío, y que se intenta rellenar aumentando la “conexión”, en un círculo vicioso interminable.
EL REMEDIO VINCULAR
Desde un principio el vínculo madre-bebé es lo que nos humaniza: la mirada y el sostén del otro significativo permiten que desarrollemos nuestra subjetividad lo suficiente como para sentirnos reales e interactuar espontáneamente con el mundo y los otros, también para soportar los embates de la vida, explica a lo largo de su obra el psicoanalista especializado en niños, Donald Winnicott. De la infancia a la adultez, el surco del vínculo inicial suficientemente bueno permite que crezcan la exploración de la vida y otras relaciones afectivas, tanto simétricas con amigos o una pareja, como filiales, donde se toma el rol parental en la asimetría del vínculo con un hijo. Muchos filósofos existenciales, como Martin Buber, consideran que en el encuentro con el otro es que uno se encuentra con sí mismo. Es en auto trascenderme, en ir más allá de mí mismo, hacia el otro -un ser amado- o lo otro -una causa o misión-, que encuentro sentido, desarrollo mi potencial, me creo y conozco realmente, diría el psiquiatra y analista existencial Víctor Frankl.
La adicción a la conexión puede ir vaciando el vínculo con el otro y la propia humanidad, hasta llegar a una profunda angustia, inexplicable para la persona que la padece. Que se suele describir como vacío, y que se intenta rellenar aumentando la “conexión”, en un círculo vicioso interminable.
El vínculo humano suele ser lo que calma la angustia; de hecho, su falta puede ser inclusive causante de angustia, como sabemos muy bien en época de pandemia. Lo paradójico de la pandemia y del distanciamiento social consecuente, es que, por un lado, nos permiten apreciar aún más la importancia del vínculo afectivo, que antes dábamos por sentado; por el otro, el aislamiento facilita la hiperconexión, que no siempre es sinónimo de encuentro humano.
En una charla de juegos y tecnología en cuarentena emitida por Instagram a mitad de año, la psicóloga especialista en niños y adolescentes, Maritchu Seitun, explicó la diferencia entre los juegos de rol e interacción vincular, presencial o virtual, que reducen el estrés, y los juegos online donde se compite con la máquina o con los otros cosificados como enemigos, que aumentan el estrés. El último tipo de juego no sólo incrementa el estrés, sino que es ícono de la adicción a la conexión. Esto tiene incluso explicación neurocientífica: así como en el primer tipo de juego se generan hormonas como la oxitocina, que producen sensación de placer y saciedad; en el segundo, hay una producción constante de dopamina que genera una recompensa y satisfacción inmediatas que no encuentran saciedad y convocan a volver a buscarlas, una y otra vez. Hay chicos que se han orinado encima por no moverse de la computadora.
Ante la sensación de vacío y angustia que generan las distintas expresiones de esta adicción a la conexión, que en su versión más grave se multiplica en las consultas psicológicas y en mayor o menor medida alcanza a la sociedad en general, recuperar los vínculos humanos, ayuda. Esta rehumanización que generan los vínculos es equivalente a la aparición de una nave tripulada para el náufrago, perdido en medio del océano.
Tomar consciencia de la importancia de entrar en contacto con el otro y de activar nuestra voluntad en esa dirección -en el caso de niños y adolescentes, son los padres que han de orientar en este sentido- implica empoderarnos en la vida presencial y virtual. No sólo nos sentiremos mejor anímicamente en contacto con el otro, sino que la vida adquiere mayor sentido en el marco de nuestra humanidad común. Cuando se pueda concretar el encuentro presencial, estará también la dimensión corporal en el encuentro. Cuando la presencialidad se dificulte, como pasa tantas veces durante este particular año de pandemia, la virtualidad también puede constituirse como canal de vinculación válido y efectivo. Encontrarse y escuchar al otro por el medio virtual no es ponerle like a una foto o post en medio de un escroleo masivo, sino tomarse el tiempo y la energía, que luego se retroalimentará en el diálogo, para una videollamada o para un mensaje sentido; regalarle la propia escucha, intentar comprender cómo está, qué es lo que ha pasado durante los últimos días, intercambiar vivencias con la atención plenamente puesta en ese diálogo. Esto último parece una obviedad, pero la atención dividida en múltiples lugares implica equivalentes ruidos en la propia escucha. Si leemos las noticias y contestamos mensajes de WhatsApp durante nuestra videollamada con el otro, por ejemplo, la escucha no ocurrirá u ocurrirá a medias. La tendencia al multitasking de la dinámica tecnológica y comunicativa actual no ayuda en este sentido. De hecho, no solo posibilita a que la persona cambie la atención de un lugar al otro, sino que la convoca y tironea constantemente para que lo haga. A nivel funcional, cabe decir que la atención dividida en muchas tareas disminuye el desempeño de nuestras funciones cognitivas. Es decir, hacemos todo peor.
Enfocar la más plena atención posible en un diálogo, o en alguna otra actividad de encuentro humano vincular, tal como explican los especialistas en técnicas de atención plena, es hoy una gimnasia constante de la voluntad y la mente, aunque originariamente natural. La satisfacción en este caso no es inmediata ni acaparadora como ocurre con la dinámica vertiginosa y adictiva de las redes sociales -o de los estresantes juegos en línea-, sino que implica un proceso más largo; aunque, a medida que se recorra, la satisfacción no resultará efímera, monotemática e insaciable -como ante la adicción- sino que llega para quedarse un rato y expandir distintos planos de la propia vida.
Aun cuando resulte una odisea, entre el protagonismo del celular en la secuencia cotidiana y la música alta en el restaurante, vincularse con el otro siempre vale la pena. La odisea es la historia de un viaje tormentoso de regreso a casa, con miles de peligros y distracciones. Duró años, y, sin embargo, Ulises continuó con tenacidad el camino, guiado por el vínculo con su mujer y su hijo. El sentido estaba allí. El sentido está allí. Volvamos a casa.
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Un comentario
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