La pandemia COVID-19 y sus efectos han puesto en evidencia la vulnerabilidad de los seres humanos y la innegable verdad de nuestra interdependencia. Estamos ligados los unos a los otros, conectados de forma irremediable, aunque siglos de capitalismo se hayan afanado por crear un sujeto individualista y alienado de lo social, que ha renunciado en gran medida a cultivar lazos de afecto, comunitarios y colectivos.
Frente al aislamiento y la soledad en la que nos estamos viendo obligados a vivir hoy en día, por cuestiones como los confinamientos, la imposibilidad de reunión y encuentro, y las restricciones diversas que podemos encontrar dependiendo del país en el que vivamos, se ha alzado el impulso de conexión, la necesidad del contacto humano. Muchos han sido los que en estos meses de crisis sanitaria global han tratado de recuperar relaciones perdidas, o incluso los que han tenido que poner en el centro de su vida el cuidado de los demás, y posiblemente de sí mismos.
Quizás el ritmo acelerado de las vidas previas a la pandemia impedía un acercamiento a las personas que teníamos alrededor, pero estoy bastante convencida de que esta experiencia puede reducir el alejamiento afectivo que por cuestiones de trabajo o de otro tipo caracterizaba a nuestra cotidianeidad. Evidentemente, esto se basa más en impresiones (y quizás esperanzas) que en una comprobación empírica de la realidad. Lo que sí queda claro es que frente a nosotros se abre un momento clave para replantear los modelos de comportamiento que hemos interiorizado como naturales, los valores productivistas sobre los que muchos habían construido sus proyectos laborales y vitales, y empezar (para algunos) o seguir (para otros) planteando preguntas sobre los modelos económicos, tecnológicos, políticos y de género, sobre los que construimos nuestras sociedades.
Y es que, la pérdida y el dolor de nuestros seres queridos también ha desvelado la fragilidad de la vida humana, y ante esta situación extrema muchos hemos vuelto a reconectar con una dimensión clave de la sociedad: los cuidados, ya sea por obligación o por voluntad propia. La realidad es que necesitamos ser cuidados y cuidar de los demás, pero esta premisa parece no encajar desde hace mucho tiempo en las sociedades neoliberales, donde priman valores como la eficacia y la eficiencia productivistas por encima de valores más humanos como el cuidado y el amor. ¿De dónde procede esta jerarquía de valores? ¿En qué momento olvidamos que somos seres interdependientes y empezamos a actuar como autómatas aislados de lo social? ¿Tiene esta jerarquía efectos sobre otras variables?
Para empezar a reflexionar sobre estas preguntas, antes debemos señalar otra dimensión clave referida a que no solamente la revelación de la fragilidad humana, ajena y propia se ha hecho más cotidiana en los medios y el día a día, sino que se ha vuelto a demostrar la fragilidad del sistema capitalista y el modelo neoliberal. En gran medida, ambas cuestiones están ligadas de formas más complejas de las que pueda parecer a primera vista. Llegados a este momento de la pandemia podemos afirmar que en muchos países ha quedado más que demostrado el progresivo abandono que se ha ido produciendo en las últimas décadas respecto a la inversión en sanidad pública, un sector clave para garantizar el bienestar de la población. Esto no es más que otra muestra del desprecio por la vida que ha caracterizado al sistema capitalista desde sus inicios, y al mismo tiempo desvela un problema clave a nivel mundial, esto es, la crisis de los cuidados.
En este contexto de crisis del sistema mismo, debemos recordar, tal y como sostiene la teórica Nancy Fraser² en una de sus últimas obras, que los cuidados, que comprenden tanto trabajo afectivo como material y a menudo se realizan sin remuneración, son indispensables para el mantenimiento de la sociedad. Y no de cualquier sociedad, sino de una en la que merece la pena vivir. Cabe señalar aquí que la crisis de los cuidados no se ha producido a partir de la pandemia COVID-19, sino que esta no ha hecho más que agravar y quizás, mostrar de forma más evidente a grupos sociales y Estados, que la crisis de los cuidados es un problema de gran relevancia y que necesita ser abordado de forma estructural urgentemente. De nuevo, parafraseando a Fraser, hay que entender dicha crisis como una crisis en las formas de reproducción social como una evidente expresión de las contradicciones sociorreproductivas del capitalismo mercantil. Por tanto, plantear una reflexión sobre los cuidados hoy, implica repensar los modelos económicos sobre los que se sostienen los Estados y las vidas de la ciudadanía, supone poner en entredicho el sistema mismo y asumir que hay trabajos esenciales para la vida a los que urge devolver su lugar central.
Y de este reconocimiento se deriva otro, el de aquellos grupos o personas que se encargan de desarrollar históricamente los trabajos de cuidados. Si nos preguntásemos sobre el papel de los cuidados durante la pandemia y tratásemos de identificar aquel grupo que ha protagonizado su desarrollo, enseguida nos vendría a la cabeza la imagen de los/as profesionales del sistema sanitario. Y así es, su labor ha sido y está siendo central para garantizar la salud de la población. De hecho, cabe remarcar la precariedad generalizada en la que dichos profesionales han tenido que trabajar, otra prueba más del penoso lugar que ocupan los cuidados en las agendas estatales. Pero si ampliamos el campo de visión y pensamos en una crisis de cuidados estructural a nivel global, deberíamos tornar más compleja nuestra respuesta y acudir a aquellos grupos que también se encargan de nuestro cuidado diario y que no son visibilizados en los medios, me refiero a esos grupos que suelen estar formados por trabajadoras domésticas, trabajadoras del sector de la limpieza, cuidadoras de personas dependientes, cuidadoras de menores, madres que se encargan del hogar, y un largo etcétera que probablemente nos llevaría a reconocer que gran parte de estas tareas están siendo desarrolladas por mujeres. ¿Se esconde algún tipo de razón esencial o natural detrás de esta realidad?
La asociación de las mujeres a unas tareas determinadas y más relacionadas con el mundo de los cuidados o la reproducción ha sido construida social y filosóficamente a lo largo de los siglos. Lo que encontramos hoy no es más que la consecuencia de una asociación cultural del mundo de los cuidados al mundo privado, y donde se ha situado a las mujeres como las encargadas de su desarrollo.
La ética del cuidado como fuente de desarrollo moral
La tarea de cuidados ha sido tradicionalmente asignada a las mujeres, realizando una asociación entre el rol de género femenino y tareas como el cuidado de los demás. Se trata de un proceso de corte cultural e histórico que en las sociedades modernas se sustenta sobre la construcción de la vida social en un ámbito público y un ámbito privado dicotómicos y de la respectiva asignación de cada ámbito a un grupo de género diferenciado, hombres y mujeres respectivamente. Como se puede deducir, esta asignación de espacios en función del género tiene efectos en el mundo del trabajo, pero también en otras cuestiones referidas a cómo vivimos las relaciones sexo-afectivas, o cómo entendemos la moral. El universalismo que se desprende del proyecto moderno y que ha servido para construir la idea del sujeto racional universal, ha sido ampliamente atacado desde la teoría feminista, ya que se considera, excluye la experiencia de las mujeres del ámbito público y de la configuración de la noción de ciudadanía democrática.
En este sentido, resulta interesante traer a colación el debate, ya clásico, entre los psicólogos Lawrence Kohlberg y Carol Gilligan. A partir del análisis y estudio de los razonamientos de las personas ante ciertos dilemas, Kohlberg³ afirma que el desarrollo moral de los seres humanos es paralelo al cognitivo. Dicho desarrollo respondería a diferentes estadios morales que estarían ligados a su vez con las etapas del crecimiento cognitivo de las personas: el nivel preconvencional, el convencional y el postconvencional. Éste sería el último estadio del progreso moral, e implica que el punto de vista es individual pero el sujeto es consciente de que está inscrito dentro de una dinámica social, hecho que implica tener en cuenta otros puntos de vista. Esto será lo que permitirá al individuo desarrollar juicios morales plenamente válidos para llegar a acuerdos y normas universalmente aceptables por todos los afectados en cualquier problemática concreta. Según dicho autor, un desarrollo moral adecuado pasaría por esta especie de fases hasta llegar a un punto culmen en el que somos capaces de llegar a un razonamiento universalmente válido, reforzando esta concepción del sujeto racional universal. Por tanto, en cierto modo, el ideal de desarrollo moral moderno se basa en una concepción “universal” del ser humano que, por desgracia, corre el riesgo de dejar de lado las particularidades que cada cuál experimenta en función de cuestiones de raza, género, clase social, etc.
Frente a estas ideas, en su obra In a different voice, Gilligan⁴ pone de relieve que el proceso de desarrollo moral también depende en gran medida de las experiencias situadas vividas por parte de los sujetos, una realidad que estará condicionada por las desigualdades de género. Así, las vivencias concretas de cada persona, condicionadas por su posición en el mundo, también influyen en el establecimiento de sus juicios morales. Obviar esto resulta un error importante, que, desde la perspectiva de Gilligan, Kohlberg habría cometido. Y es que, implica centrarse en una especie de “experiencia universal” que puede reproducir desigualdades, al pasar por alto las injusticias concretas que se derivan de la posición en el mundo de cada cual. Evidentemente, Gilligan trataba de poner de relieve que las diferentes posiciones y tareas asignadas a mujeres y hombres van a determinar también sus modos de razonamiento moral, y que no por esto, el hecho de incorporar los temas de cuidado en los razonamientos morales supone un estadio menos en el desarrollo moral de las mismas. Por tanto, su trabajo sirve de reclamación para ampliar el punto de vista moral, incluyendo las experiencias desiguales que se derivan de la desigual distribución en la esfera social de los dos géneros.
El sistema capitalista sitúa a los cuidados en el último escalafón, lo ha invisibilizado y apartado de la consideración pública como un bien central de la vida humana y las sociedades. Entender la posibilidad de una ética del cuidado como una forma de desarrollo moral que ponga en el centro las relaciones humanas y los cuidados, supone revalorizar una forma más humana de vivir.
Entender por tanto la posibilidad de una ética del cuidado como una forma de desarrollo moral que ponga en el centro las relaciones humanas y los cuidados, supone revalorizar una forma más humana de vivir. Así pues, podemos ver cómo desde el mundo de la ética moderna se ha puesto en valor la capacidad “racional universal” (pretendidamente universal, pero con un fuerte sesgo masculino) frente a un razonamiento moral más situado (asociado tradicionalmente a las mujeres). Esta es una operación cultural que no solamente afecta a nuestra subjetividad, sino al sitio que ocupamos en el sistema. Es decir, que Gilligan apuntase en sus investigaciones a que la forma de razonamiento moral de las mujeres atendía más a las cuestiones contextuales y de cuidados no sirve para sustentar una diferencia esencial o natural entre mujeres y hombres, sino que permite desvelar que las construcciones históricas y culturales de los roles de género ha servido para fundamentar una posición de desventaja de las mujeres en el seno de lo social. Y no porque su papel sea menos importante, sino porque el sistema capitalista ha situado a los cuidados en el último escalafón de su dinámica, lo ha invisibilizado y apartado de la consideración pública como un bien central de la vida humana y las sociedades. Por esta razón, a continuación, vamos a plantearnos qué papel tienen los cuidados dentro del sistema mercantil, y quizás así, estemos más cerca de comprender el estado actual del problema.
Resituar los cuidados en el centro del Estado y la economía
No solamente el modelo de sujeto racional se ha basado en una concepción universalista con sesgos masculinos, sino que esta misma idea la encontramos en la teoría económica. Los paradigmas económicos se han centrado históricamente en el análisis de la actividad mercantil, identificando a la economía principalmente con las esferas de la producción. Dicha operación lleva aparejada la construcción del trabajo como empleo, es decir, supone excluir del análisis los trabajos que son desarrollados más allá de las fronteras delimitadas por la actividad mercantil, trabajos centrales tanto para el mantenimiento de la vida, como del propio sistema. Al situarse fuera de las fronteras construidas por la economía sobre qué es trabajo y qué no, los trabajos de cuidados sobreviven fuera del mercado, y por tanto, del análisis económico. Esto supone que todo el aporte económico y humano que se produce con el desarrollo de este tipo de trabajos se torna invisible para la economía. Puede interpretarse dicho desprecio como una actitud directa del sistema contra la vida humana y natural.
Al igual que ocurre con los roles de género, la teoría económica predominante se ha construido en base a principios dicotómicos como mercado/vida, empleo/no-trabajo, producción/reproducción, etc. Pero bajo la ficción de una especie de discurso universal desprovisto de valores, aunque marcadamente androcéntrico, se esconde una realidad que menosprecia la contribución que los cuidados tienen en nuestras vidas. Dichas construcciones sirven para producir la pareja perfecta entre presencia masculina en lo público/productivo y ausencia de las mujeres en este mismo espacio. Esto nos muestra una vez más la importancia de la escisión público – privado en el desarrollo de nuestra sociedad, ya que se ha traducido en una jerarquización de los espacios y de los roles de género, en la que el espacio público productivo, así como las actividades que los hombres realizan en éste, se perciben como relevantes, mientras que el espacio doméstico reproductivo, así como las tareas que en él llevan a cabo las mujeres, son percibidas como secundarias y meros apéndices de los primeros.
Por otro lado, resulta lógico que como resultado de dicha confluencia entre economía instrumental y escisión público-privado encontremos un mundo económico que además de relegar a la mujer a lo privado, promueve la división sexual del trabajo, menospreciando e invisibilizando el trabajo que las mujeres han llevado a cabo tradicionalmente en el ámbito privado, referente a los cuidados y el bienestar de la familia. Entendiendo dicha asignación como un producto de los roles de género y sus rasgos culturales asociados. Esta naturalización del trabajo doméstico como el trabajo que por su naturaleza debe ser desempeñado por las mujeres, tiene mucho que ver con la separación entre esfera pública y privada, pero también con la lógica del capital. Y es que dicha lógica tiene como uno de sus pilares la “glorificación de la familia como ámbito privado”⁵.
No obstante, resulta curioso cómo no solamente se les presupone a las mujeres la responsabilidad de desarrollar dichas tareas, sino que al mismo tiempo se produce el fenómeno de la “doble presencia”⁶ que revela la ambivalencia del papel de las mujeres en esta economía disociada y dicotómica. En su acepción inicial, doble presencia significa considerar que la presencia de las mujeres en el empleo (ámbito productivo) se da siempre junto a su presencia en el ámbito doméstico-familiar (ámbito reproductivo). Bajo este prisma, la doble presencia supone una doble carga de trabajo para las mujeres que repercute en sus posibilidades de encontrar y mantener un empleo, así como de desarrollar una carrera profesional. Al mismo tiempo, esta doble presencia se basa en exigencias prescriptivas por parte de todos los ámbitos, suponiendo esto una doble explotación para dicho grupo. Esta incorporación se ha producido manteniéndose la división sexual del trabajo y una marcada desigualdad en el trabajo asalariado, realidades que afectan sobremanera las posibilidades reales de las mujeres a la hora de incorporarse a trabajos remunerados, y no digamos, a sus posibilidades de mejora salarial o de ascensos.
Además, cabe tener presente que también en la distribución de los cuidados a nivel global se reproducen desigualdades de clase, raciales y jerarquías entre países. Las “cuidadoras” del Primer Mundo son mujeres que proceden de otros países, migrantes que desarrollan sus trabajos en graves condiciones de precariedad y sin reconocimiento social en los países de recepción. En este escenario, la idea que estoy tratando de exponer gira entorno a la idea de que también durante la pandemia estos condicionantes siguen estando vigentes, y más aún, se han agravado. Lo que implica que solamente hacer visible el trabajo del colectivo sanitario tiene implícito el riesgo de olvidar, de nuevo, a aquellos grupos que se dedican también a otras tareas de cuidados, tareas que se sostienen sobre los grupos más precarios y en riesgo. Existe una vulnerabilidad diferenciada que desvela cómo la clase, la raza y el género determinan nuestras posibilidades de sobrevivir al virus⁷. Al final, todo lo que estas cuestiones permiten revelar respecto a los cuidados dentro del sistema capitalista, es que existe una tensión clave en su seno, esto es, “la lógica del capital frente a la lógica de la vida”⁸.
Y en esta disyuntiva la COVID-19 ha hecho que los Estados se vean en la obligación de centrar su atención en la salud, es decir, que vuelvan su mirada a los cuidados, como hace mucho tiempo que no hacían. En muchos casos su lenta reacción ha hecho que la movilización ciudadana despierte frente al desprecio de los cuidados por parte del sistema. Tomando como caso la experiencia española, más por proximidad de la autora que escribe que por otras razones de peso, cabe señalar que el periodo de confinamiento en España dibujó un nuevo escenario de incertezas, en este contexto en el que cada cual hubo de quedarse en su casa, empezaron a surgir toda una serie de necesidades colectivas a las que dar respuesta, lo no quiere decir que no existiesen antes, sino que se tornaron quizás más evidentes. La flagrante precariedad existente en diferentes ámbitos y sectores, desde el ámbito laboral a la vivienda, se acrecentaron y fueron muchas las familias que dejaron de tener, por ejemplo, una fuente de ingresos. Entre otras cosas, también colectivos vulnerables como los ancianos quedaron en una situación de indefensión más grave de lo habitual, siendo siempre un sector de la población en riesgo. En un momento de paro general, los lazos sociales entre vecinos/as parecieron volver a activarse, aunque algunas iniciativas que se desarrollaron fueron de corte individual. En este sentido, se han reactivado las redes de cuidados en los barrios, grupos de vecinos/as que se encargan de atender a las personas de su entorno extremando las medidas de prevención y a la espera de la respuesta de las instituciones. Gran parte de las acciones que desempeñan estas asociaciones vecinales se centran en el reparto de comida, de material como mascarillas y geles hidroalcohólicos, y también de acompañamiento para colectivos vulnerables como los ancianos que viven solos. También cabe señalar que la pandemia ha destapado otro tipo de conductas ciudadanas de corte más reaccionario, alineándose con procesos de vigilancia de los vecinos, pero esta cuestión queda abierta para reflexiones futuras.
En resumen, de nuevo los cuidados se desvelan como la parte más esencial de nuestras sociedades, cuando la economía ha sido construida para despreciarlos, y los Estados se tapan los ojos frente a aquellos grupos que se encuentran en riesgo precisamente por desarrollar dichas tareas. En este contexto la ciudadanía tiene el potencial de organizarse y recuperar los lazos sociales que han sido destruidos, y cada cual, en su subjetividad, de plantearse cómo se enfrenta a los cuidados, qué papel ocupan en su vida.
En este año 2021, The Care Collective nos recuerda en El manifiesto de los cuidados. La política de la interdependencia, que los cuidados no pueden limitarse a lo personal e íntimo, sino que deben ser colocados en el centro del Estado y de la economía. Esto implica transformar de raíz los modos en los que está organizado el mundo del trabajo y los modos en que están distribuidas las tareas según el género⁹. Requiere de una transformación total de la sociedad y de un cambio en las prioridades, acudiendo a la llamada de socorro que a gritos nos llega desde los cuidados.
“Abstenerse de sexo no es suicida, como lo sería abstenerse del agua o la comida; renunciar a la reproducción y a buscar pareja…con la decisión firme de perseverar en este propósito, produce una serenidad que los lascivos no conocen, o conocen tan solo en la vejez avanzada, cuando hablan aliviados de la paz de los sentidos”.
Misophonia, a neurological disorder, can profoundly impact social relationships. It causes extreme sensitivity to certain sounds, leading affected individuals to react with irritation. This creates confusion and tension in the surrounding atmosphere.
Una crónica sobre la pintura de Oskar Kokoschka, exhibida en el Kuntsmuseum, que refleja su apasionada relación con Alma Mahler. Una mujer marcada por su matrimonio con Mahler y los romances con Klimt, Kokoschka y Gropius, fundador de la Bauhaus.
París de principios del siglo XX atrajo artistas de todo el mundo. Muchos críticos de arte reclamaron el nacionalismo artístico, enfatizando las diferencias entre los locales y autóctonos y los extranjeros… los extraños, entre ellos Picasso, Joan Miró y Marc Chagall.
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