Escribo desde ese belvedere privilegiado que es el consultorio del psicoanalista. Parece ser que en la eterna guerra de los sexos la ya precaria línea divisoria entre hombre y mujer va en camino a una rápida disolución. ¿O es que ya ha caído completamente y sufrido una suerte semejante a la del muro de Berlín? La cuestión ahora es qué hacer con los restos.
Recapitulemos un poco. En los Estados Unidos, en los años setenta, la palabra género (gender) fue adoptada por el movimiento feminista para reemplazar a sexo (sex), porque hacía explícito ciertos prejuicios sobre la diferencia entre los sexos. Si bien el sexo se suponía como un estrato biológico inmutable, el término género escapaba a este determinismo anatómico y expresaba mejor que los roles de género eran una construcción social, poniendo en evidencia que ciertas ideas y expectativas sobre conductas e identidad no eran más que el resultado de presuposiciones esencialistas.
El uso de la palabra gender le dio al feminismo una efectiva herramienta política. Sin embargo, se omite a menudo en las narrativas de esta evolución el hecho de que la palabra gender tiene su origen en ideas muy tradicionales sobre roles sexuales mediadas por prácticas médicas normativizantes. Su primer aparición se remonta al año 1915 en una publicación de un cirujano de Liverpool llamado William Blair Well que la emplea para describir un complejo caso de lo que entonces se llamaba hermafroditismo y que hoy se diría intersex. El Dr. Well necesitaba una palabra para emplear cuando no era tan simple la determinación del “sexo verdadero”, cuando la evidencia de la carne era engañosa, ya que se trataba de una paciente que describe como “una atractiva mujer, desafortunadamente con testículos”.
la palabra gender tiene su origen en ideas muy tradicionales sobre roles sexuales mediadas por prácticas médicas normativizantes.
La idea de una separación entre un sexo biológico y el género social, fue utilizada estratégicamente antes del feminismo por los médicos pioneros en la clínica del cambio de sexo como John Money, quien desde los años cincuenta puso en circulación la noción de género como una producción psico-social. Money creía que los niños nacían con un género neutro extremadamente maleable y que recién a partir de los dos años de edad consolidaban una identidad de género estable como resultado de una socialización sustentada por signos anatómicos. La ventaja de esta hipótesis era que permitía intervenir en casos de hermafroditismo (intersex) así como también legitimizar la entonces naciente clínica de cambio de sexo para transexuales.
El psicoanalista Robert Stoller aportó a esta evolución cuando propuso la idea de una identificación internalizada de la pertenencia a un sexo. Notemos que esta idea del género como una construcción internalizada no era ni biológica ni psicoanalítica, pero era la respuesta de Stoller a los interrogantes freudianos sobre la identidad sexual, la diferencia de los sexos, el fetichismo y la sexualidad. Su posición se colocaba más cerca de la sociología que de la práctica de la cura por la palabra y ha sido refutada por numerosos psicoanalistas. Pero la palabra gender prendió y durante los años ochenta gender se empezó a utilizar de modo más generalizado para denotar identidad sexual, al punto que hacia el nuevo milenio género reemplaza en el uso cotidiano en inglés a sex, cuyo empleo se limita a prácticas sexuales.
en la era del yo mediático producido en las redes sociales, el género ha pasado de ser entendido como una construcción social a ser reivindicado también como un derecho del consumidor.
Hoy en día, en la era del yo mediático producido en las redes sociales, el género ha pasado de ser entendido como una construcción social a ser reivindicado también como un derecho del consumidor. Ya no se percibe como una norma impuesta externamente o coercitivamente sino que se ejerce como un derecho del consumidor: el género es una expresión del derecho del individuo a elegir su objeto de consumo de preferencia.
La ideología de la elección consumista libre es una constante y en ella proliferan las posibilidades identificatorias. Los 1,86 mil millones de miembros activos mensuales de Facebook en todo el mundo nos proporcionan una ilustrativa confirmación de esta tendencia. La plataforma actual de Facebook cuenta con setenta y una opciones de género en el Reino Unido, frente a los cincuenta y ocho de Estados Unidos. Para ampliar aún más la miríada de opciones disponibles, en 2015 la plataforma Facebook de los Estados Unidos agregó una nueva característica, una opción de «género personalizado», un «campo libre» para que aquellos que no se sientan cómodos con los cincuenta y ocho descriptores existentes, puedan escribir a su gusto el género que los identifica, componiendo una etiqueta hecha a la medida. Incluso el rechazo del género en conjunto es una opción disponible.
El advenimiento de esta era que podemos llamar pos-género, fue confirmado recientemente por la tapa de la revista Time del 27 de marzo de 2017 que decía «Más allá de él o ella: el cambio en el significado de la sexualidad y el género”. En ese número la revista destaca que en la actualidad en los Estados Unidos no se habla de género como el binario hombre-mujer sino que se ve al género como un espectro de múltiples matices y también considera el casos de quienes no encuentran un género que los represente y se autorotulan como “á-género.”
La plataforma actual de Facebook cuenta con 71 opciones de género en el Reino Unido, y 58 en Estados Unidos.
Este cambio hacia la fluidez del género también ha afectado al vínculo social. Se nos enseña que no debemos suponer una identidad de género basada en el nombre, la imagen, o el certificado de nacimiento. Los estudiantes universitarios estadounidenses son muy cuidadosos en su empleo de un lenguaje no sexista y no sesgado, un requisito que es parte del plan de estudios ahora estándar y la experimentación en el espacio entre géneros se ha convertido en un rito de pasaje para la mayoría de los estudiantes. Una encuesta reciente de GLAAD (Gay and Lesbian Alliance Against Defamation) encontró que los “millennials” tenían el doble de probabilidad que sus padres de tener amigos o conocidos que abiertamente se identificaran como bisexual, asexual, o queer. Los mileniales que ahora tienen entre 20 y 30 años, por ejemplo, están criando a sus hijos tomando distancia de los roles de género tradicionales. Aprovechado de esta tendencia, las grandes cadenas comerciales de tiendas de los Estados Unidos han eliminado el código binario en la sección de niños: no más división rosa y celeste en las secciones de juguetes o mobiliario infantil. A los bebés se les da cada vez más a menudo nombres de género neutro. Se anima a las niñas a jugar con los coches; los muchachitos con muñecas, y cualquier niño puede usar esmalte de uñas y vestirse como varón o mujer.
Este cambio hacia la fluidez del género también ha afectado al vínculo social. Se nos enseña que no debemos suponer una identidad de género basada en el nombre, la imagen, o el certificado de nacimiento.
En esta evolución hacia el pos-género, el movimiento trans se coloca en un lugar peculiar. Por ejemplo, la idea del género como una construcción se pone en cuestión en casos como los de una persona que siente que nació en un cuerpo al que se le asignó la pertenencia a un sexo, digamos femenino, pero siente que su ser está atrapado en el cuerpo equivocado -del sexo opuesto-, y para corregirlo se embarca en una serie de intervenciones físicas como tratamientos hormonales o cirugías porque siente que vivir en ese cuerpo es intolerable.
Una breve descripción del contexto en el que tiene lugar mi práctica clínica se hace necesario para historizar y enmarcar lo que digo. Desde los años noventa en los Estados Unidos paralelamente al movimiento pos-género he venido observando una fenómeno que describiría como una democratización del transgénerismo o mejor dicho, una transgeneralización, que se manifiesta en la gran visibilidad en los medios de comunicación de personas que han cambiado su sexo. Todo aquel que en la última década haya encendido un televisor, leído un blog, o echado a una mirada a una revista, puede confirmar este hecho.
Los mileniales que ahora tienen entre 20 y 30 años, por ejemplo, están criando a sus hijos tomando distancia de los roles de género tradicionales.
En los Estados Unidos estamos presenciando una democratización del movimiento transgénero, una «transgeneralización» que en nombre de la libertad – de consumo- bascula entre la democratización y las medidas profilácticas del control social.
Sin embargo, esta postura consumista reduce el proceso de transición entre géneros a una mercancía de moda presta a consumirse…
La posibilidad de cambiar el sexo de un cuerpo es claramente un fenómeno moderno, no solamente desde el punto de vista de los avances tecnológicos de la endocrinología y de la cirugía plástica que permiten manipular la materialidad del cuerpo, sino porque según señala el filósofo Michel Foucault, solamente a partir del siglo XVIII la primera diferencia entre los humanos pasó a ser la sexual. Con la cristalización del pensamiento cartesiano, se produce la dicotomización de los sexos y se inventa la idea del sexo correcto, del concepto de hermafrodita verdadero, de lo normal y lo anormal, de lo que no permite ambigüedades. Fue entonces, dirá el historiador Thomas Laqueur, que la diferencia de los sexos se inventó, ya que hasta entonces se creía que las diferencias entre hombres y mujeres eran de grado y no de clase. Laqueur se remonta a Aristóteles quien a pesar de considerar la existencia de dos sexos no los suponía opuestos: un sexo era una versión mejor o peor del otro porque hasta el siglo XVIII solo existía un tipo de cuerpo humano. Así escribe Michel Foucault, a propósito del famoso caso de hermafroditismo de Herculine de Barbin: “Las teorías de la sexualidad, las concepciones jurídicas del individuo, las formas de control administrativo en los Estados Modernos, poco a poco acarrearon el rechazo a la idea de la mezcla de dos sexos en un solo cuerpo y consecuentemente la restricción del derecho a decidir de los individuos inciertos. A partir de entonces, se tendrá un solo sexo para cada uno. A cada uno su identidad sexual, primera, profunda, determinada, y determinante…”
En la actualidad, encontramos un ejemplo de ese pensamiento dualista, así como también de la idea de la existencia de un sexo verdadero, cuando un analizante transexual declara “soy una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre” o “a pesar de haber nacido niña, siempre me sentí hombre”.
La biomedicina ha producido saberes sobre el cuerpo humano, sobre la designación sexual y la diferencia sexual, frecuentemente a partir de una visión simplista, dicotómica, de una lógica binaria
En las practicas de asignación de sexo en criaturas intersex vemos como la relación del sujeto al falo es independiente de la diferencia anatómica de los sexos, vemos que el falo no es idéntico al órgano como perteneciente al cuerpo. Es un objeto sustitutivo, es más bien, un sustituto real.
la identidad sexual se aprende a través del lenguaje en el cual uno ha nacido y ha sido hablado inclusive antes de nacer, y a través de las dinámicas de las identificaciones.
Desde la perspectiva psicoanalítica, la identidad sexual no está determinada por ningún factor innato; la identidad sexual se aprende a través del lenguaje en el cual uno ha nacido y ha sido hablado inclusive antes de nacer, y a través de las dinámicas de las identificaciones. La identidad es aleatoria y se construye alrededor de una pérdida, una pérdida inaugural que se remonta a ese momento donde caímos de una completud indiferenciada a la realidad fracturada por la división sexual, en ese preciso instante que alguien sancionó nuestro ser con un “es un niño” o un “es una niña”. Para el psicoanálisis, la elección inconsciente no tiene nada que ver con una decisión voluntarista libre. En esta elección, las dos alternativas no son isomorfas, por eso aparecen discordancias entre el sexo erógeno y el sexo declarado. La práctica clínica nos enseña que la identidad sexual para hombres y mujeres siempre es precaria porque la cría humana se sexualiza sin simbolizar inconscientemente una posición sexual normal, completa, estable. El psicoanálisis intenta iluminar las maneras en la que la sexualidad fracasa en su intento de conformar con las normas sociales que la regulan y las diversas fantasías que se construyen para velar esta falla estructural.
Desde la plácida y solitaria tranquilidad de mi consultorio de psicoanalista en Filadelfia, nunca pensé que tendría que revisar mis ideas sobre sexualidad y género y lanzarme en las aguas álgidas de la política identitaria. Sin embargo aquí resulta importante una gran lección del psicoanálisis: el sujeto emerge allí donde las identificaciones caen.
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Un comentario
Un un tema que me ayudó a esclarecer mi pensamiento,dejar de lado mitos y opiniones diversas