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Se escucha en la calle, en los colegios, en los programas de televisión y en la radio; se lee en los diarios y revistas; se debate en la mesa familiar, en las redes sociales y en los chats de amigos. El lenguaje inclusivo, que apareció hace tan solo algunos meses, suena cada vez más, y el volumen aumenta mientras se abre la brecha. De un lado, quienes lo ven como un uso no sexista del idioma y le asignan la oportunidad de causar una transformación social; cerca del borde, hay quienes entienden que es una confusión tomar al género de las palabras como equivalente del género de las personas ya que las categorías de la lengua no son equiparables a las del mundo tangible; y en el otro lado, están los que se oponen terminantemente a lo que consideran un castigo -inmerecido- a la lengua.
es un mensaje de los más jóvenes que se manifiesta a los gritos para que sea escuchado y avanza hacia su utopía de construir una sociedad donde identidades diversas puedan convivir armoniosamente en la equidad.
Pero no es simplemente lo que hace una E que está en lugar de una O y viene a poner en evidencia que existe una A. No es lo que intenta lograr esa E como evolución de aquellas X y @ que fracasaron por impronunciables. Cuando «les chiques» proponen –imponen– el lenguaje inclusivo, irrumpen en la conversación del mundo adulto con un reclamo contundente cifrado en un vocabulario de palabras recién estrenadas que no cuentan con ninguna credencial de ciudadanía ni la tendrán mientras la Real Academia Española sostenga que no, que no hay ningún problema lingüístico y, por ende, no es necesario quitarle al género gramatical masculino su posición histórica dominante.
Sin embargo, el lenguaje inclusivo se escucha y se lee. Existe. En estos tiempos de efervescentes feminismos, las y los adolescentes trafican estas palabras ilegales con impunidad; inquietan y provocan desde el habla con la irreverencia que les concede la juventud, y con la soberbia natural de quienes se asumen como dueños y dueñas de la revolución contra el sistema patriarcal, motores de la deconstrucción.
En este campo de batalla discursiva, no se trata solamente de que las mujeres sean visibilizadas, que al nombrarse dejen de ser desterradas por el idioma e impulsadas hacia la orilla de lo tácito. Las nuevas generaciones pujan por la inclusión de variadas identidades de género: queden las chicas contempladas en el decir cuando una frase refiere a chicos y a chicas, pero también, que se integren otras variantes, hasta hoy menos definidas o conocidas, con que las personas pueden autopercibirse.
El lenguaje inclusivo descoloca, despabila porque molesta. Nos fastidia. Con la fuerza de un cachetazo revelador, es un mensaje de los más jóvenes que se manifiesta a los gritos para que sea escuchado y avanza hacia su utopía de construir una sociedad donde identidades diversas puedan convivir armoniosamente en la equidad.
Pero antes que un camino, es un punto de partida. Porque el lenguaje inclusivo no incluye, las personas a través de sus conductas son quienes tienen el poder de hacerlo. Es en el movimiento desde las palabras hacia los hechos donde radica la verdadera transformación.
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