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Tanto se ha escrito sobre la traducción, bueno y malo, sagaz y obvio, que siento timidez de emprender la tarea.
Nuestro lenguaje es una re-presentación, que transporta al objeto real como imagen o como concepto. Una falsedad, un reflejo, porque sabemos que la realidad representada fluye vertiginosamente, mientras que nosotros sólo podemos producir la representación de un instante, que fijamos como una estatua, tan inmóvil como irreal.
También, en un monismo lejano de la intuición, podemos creer que lo único que hay es lenguaje, que la realidad es un supuesto de la conciencia y la “metafísica una rama de la literatura fantástica”.[1]
Pero en cualquier caso el lenguaje es todo lo que tenemos para vivir, y para convivir. Es lo que se nos dejó después de la Caída, cuando nos expulsaron del Paraíso, según la universalidad de las creencias.
No solamente cayó la torre, sino que jamás pudimos entendernos de nuevo. Porque ahora no sólo necesitamos representar, sino que además necesitamos tra-ducir.
Creíamos que la situación no podía empeorar, pero no era cierto. Nuestra pesadumbre no tiene fin, porque tampoco tiene fin nuestra soberbia. Así que allá en Babel, decidimos construir una torre para llegar al Cielo, y cuando llegábamos al séptimo piso, que coincide con el séptimo Cielo, viendo Yahvé nuestro atrevimiento, confundió nuestra lengua, de modo que nadie podía entenderse con su vecino. No solamente cayó la torre, sino que jamás pudimos entendernos de nuevo. Porque ahora no sólo necesitamos representar, sino que además necesitamos tra-ducir, necesitamos que los significados sean “conducidos de un lado a otro”, Trans-ducere.
Vivimos “después de Babel”.
El enigma de la Virgen.
Quizás el enigma de la Virgen María sea un verdadero símbolo de los ocultos sentidos de la traducción, cuyo significado es insondable. Veremos.
En 200 AC, los judíos de la Diáspora no tenían un texto único de la Torah. Paradójicamente, el Pueblo del Libro estaba confundido por infinidad de variantes de la Torah, que atormentaban sus creencias y confundían su fe. Y la mayoría de estas variantes estaban escritas en hebreo y arameo, dos lenguas que agonizaban a manos del griego.
Así que en Alejandría, la capital del fascinante del Egipto de los griegos, se encomendó a setenta sabios judíos, que tradujeran la Torah del hebreo y del arameo al griego koiné. La traducción llevó casi doscientos años y la obra se llamó la Septuaginta, en honor a los Setenta sabios autores.
Pero lo importante para nosotros es la traducción al griego del versículo 7, 14; del libro de Isaías, que hicieron los Setenta: “Isa 7:14: Por tanto, el Señor mismo os dará señal: He aquí que la almah concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel”. (Immanuel significa “Dios entre nosotros”).
Almah en hebreo significa «joven doncella». «Virgen» se dice Bethulah. Los Setenta sin embargo, tradujeron almah por parthenos, que en griego significa virgen. O sea que una virgen concebiría a un Dios, que estaría entre nosotros. Esto sucedía 200 años antes de Cristo, de modo que no había ningún interés cristiano de por medio.
Quinientos años después, interviene Jerónimo, un dálmata educado en Roma como cristiano, como filósofo, y como científico. Un filólogo que conocía el latín, el hebreo, el arameo y el griego entre otras lenguas. Un creyente en el lenguaje, un hombre raro, atormentado por una potente sensualidad que resistía su fuerza mística, que luchaba para imponerse (¿infructuosamente?), escribe:
“Yo, que por temor del infierno me había impuesto una prisión en compañía de escorpiones y venados, a menudo creía asistir a danzas de doncellas. Tenía yo el rostro empalidecido por el ayuno; pero el espíritu quemaba de deseos mi cuerpo helado, y los fuegos de la voluptuosidad crepitaban en un hombre casi muerto. Lo recuerdo bien: tenía a veces que gritar sin descanso todo el día y toda la noche. No cesaba de herirme el pecho. Mi celda me inspiraba un gran temor, como si fuera cómplice de mis obsesiones: furioso conmigo mismo, huía solo al desierto. Después de haber orado y llorado mucho, llegaba a creerme en el coro de ángeles.” [2]
Almah en hebreo significa «joven doncella». «Virgen» se dice Bethulah. Los Setenta sin embargo, tradujeron almah por parthenos, que en griego significa virgen. O sea que una virgen concebiría a un Dios, que estaría entre nosotros.
Jerónimo, que como dijimos era un profundo conocedor del griego, del latín y del arameo, y aunque desconfía de la Septuaginta, cuando llega al verso célebre de Isaías, no vacila: “almah” no es una “joven mujer”; de nuevo traduce almah por “virgen”, parthenos, tal como dijeron, (tradujeron), los Setenta sabios hebreos.
¿Es posible que los Setenta se hayan equivocado? ¿Que desconociesen el significado de almah y de bethulah? ¿Y que Jerónimo, el filólogo, tampoco supiese la diferencia?
En ese caso, la traducción sería un simple error.
¿O más bien habrá sido un engaño consciente, una conspiración de los Setenta, seguida quinientos años después por Jerónimo, un verdadero cómplice, una conspiración destinada a hacernos creer, a nosotros y a los judíos, que algún día Dios caminaría este mundo junto a nosotros?
Entonces la traducción sería pura traición.
Pero también pudo haber sido una causa insondable, un rincón oscuro de la razón, que confundió sin advertencia a mentes esclarecidas, una obnubilación inconsciente, provocada, quizás, por el deseo tan ferviente de tener a Dios en nuestro mundo.
La traducción estaría dominada por el puro misterio.
Jamás sabremos, si la traducción de almah, la joven doncella que se convirtió en virgen, fue un error o una traición, si fue un misterio o si fue un milagro de Dios.
Este caso es más complejo, si se quiere emocionante, porque aquí la traducción sería la comprobación de la presencia de Dios; la traducción sería un milagro.
Veneramos a Jerónimo, el fiel seguidor de los Setenta, como patrono de los traductores. De Jerónimo y de los Setenta surgió esta Virgen, esta Parthenos, que dio a luz a un Dios que anduvo entre nosotros. El Dios de los judíos y mucho más tarde el de los cristianos.
Jamás sabremos, si la traducción de almah, la joven doncella que se convirtió en virgen, fue un error o una traición, si fue un misterio o si fue un milagro de Dios.
Pero hay otra hipótesis más, que carece de título posible.
Porque recorriendo los mitos, nuestra virgen no es única. Lejos de ello, en nuestra cultura conviven muchas vírgenes célebres: Hera, que reina en los cielos y en el hogar; Atenea que gobierna la luz de la razón; Persephone que manda en los infiernos; Artemis/Diana que rige la naturaleza salvaje…
Entonces, quizás la clave esté en la propia palabra traducir. En el necesario e inexorable “conducir de un lado a otro”, en la necesidad causal de nuestro pensamiento que para todo requiere un primer motor inmóvil, en la limitación inherente a nuestro pobre lenguaje, que no puede vivir sin una causa que sea el origen desde donde todo empieza, que no puede nacer sin un verbo primero que nadie haya pronunciado antes.
Porque, “1 En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios (…). 14 Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (…)”.[4]
Y porque después de Babel, lo único que nos quedó fue la traducción.
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