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Edición
42

La mirada honda de Luis García Montero en un invierno propio

Madrid
Cuando los mundos imaginarios apresan, con sus fauces, el espacio sagrado de la rutina cotidiana
© Andok Tamás

Luis García Montero nació en Granada en 1958, comenzó en la poesía muy joven, cultivando amistades que aún siguen presentes en su corazón, Francisco Ayala, Ángel González, Caballero Bonald, hombres de vasta y extensa cultura, humanistas de la palabra que han dejado su huella sobre muchas generaciones.

El poeta granadino tiene una muy extensa obra poética, reconocida internacionalmente, desde aquel Jardín extranjero (1983) que ganó el Premio Adonais ese año, Diario cómplice (1987), Las flores del frío (1991), Habitaciones separadas (1994), Completamente viernes (1998), La intimidad de la serpiente (2003) y Vista cansada (2008), entre otros libros, pero no hay que olvidar los premios que ya ha atesorado por su calidad poética como el Premio Nacional de Literatura en el año 1994, el de la Crítica en el 2003.

También ha cultivado el ensayo, como ha demostrado en su magnífica edición de Las Rimas de Bécquer (Gigante y extraño: Las “Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, en Tusquets en el año 2001) o en la novela-ensayo que trata la vida de Ángel González, Mañana no será lo que Dios quiera (2009), Premio al Mejor libro del año por la Asociación de Libreros de Madrid.

Con toda esta trayectoria, aparte de sus largos años de docencia en la Universidad de Granada, García Montero conoce los mimbres de la verdad poética y ahora nos regala este Un invierno propio que ha editado Visor (Chus que siempre ha estado fomentado la poesía en su magnífica labor editorial de muchos años ya)  en un estupendo formato.

Su incapacidad para los idiomas no es más que ese deseo universal de ser de todos, de no sentir la diferencia con los demás.

El libro es una confesión, un retrato personal que establece con el lector una comunicación profunda, con el deseo de que éste, adherido a la verdad del poema, sienta como suyo ese mundo, henchido de recuerdos, tamizado de historias, de momentos hermosos y tristes como la vida de cualquiera de nosotros.

El primer poema se titula “Los idiomas persiguen el desorden que soy” y está dedicado a Elisa, su hija, tras una dedicatoria inicial a su esposa, la novelista Almudena Grandes.

En él ya va explicando su forma de ser, la dificultad de los idiomas se convierte en leit-motiv para hablar de ese desorden del pensamiento, cuando la escritura se agolpa sobre él, cuando los mundos imaginarios apresan, con sus fauces, el espacio sagrado de su rutina cotidiana.

Es significativo la forma en que se identifica: “Mi nombre es Luis, / soy español, / vivo en Madrid, / en el número uno, calle Larra, / me dice usted la hora, por favor, / ¿dónde ha nacido usted / y cuántos años tiene? / buenos días, amigo, / buenos días, mi amor, te quiero mucho”.

Esa gradación desde la identificación general con preguntas tópicas a la cercanía a la amada ya establece el tono del libro, una mirada esencial al universo del ser humano, una indagación, desde el interior del poeta, al mundo que lo rodea.

Su incapacidad para los idiomas no es más que ese deseo universal de ser de todos, de no sentir la diferencia con los demás. El final del poema es clarificador:

“Los idiomas persiguen el desorden que soy, / y así los predicados de altas temperaturas / y los verbos de nieve /me tratan sin piedad / igual que a los sujetos derretidos. / No me resulta fácil, / pero a veces entiendo  / la nostalgia del orden que tienen mis poemas”.

En estos versos entendemos que el idioma más fácil es aquel que no se explica con palabras, un idioma nacido de la mirada amorosa, de la imaginación, que extiende su furor sobre las lenguas del mundo. Para el poeta granadino, el desorden de los poemas es una transcripción del desorden vital, creativo, porque está cimentado por la fantasía, la verdadera maga de la literatura.

Para el poeta granadino, el desorden de los poemas es una transcripción del desorden vital, creativo, porque está cimentado por la fantasía, la verdadera maga de la literatura.

Vuelve al idioma en el segundo poema, dedicado a Chus Visor, el hombre de los libros, el artesano de la poesía bien hecha. Cito de este extenso poema, para no extenderme, unos versos que vibran en el conjunto, como si lo alumbrasen:

“Mis amigos escriben, hacen libros, películas, / todos tienen historia, / pero ninguno guarda un pasado remoto. / El altar y la culpa son palabras. / La religión, la patria, el paraíso, / la raza y la bandera, son palabras también, /solamente palabras que aseguran / un pasado remoto”.

Para García Montero, el lenguaje que ha cimentado nuestra cultura, que nos ha dado la historia, son sólo palabras, ya que más allá de ellas, de su significación (altar al pasado franquista o culpa, por poner un ejemplo), está la libertad de crear, la de usar el lenguaje en su combinación portentosa, a veces ilógica, porque de ellas nace siempre la llama del poema.

En esta línea, Montero va trazando un libro singular, que juega con esas combinaciones del lenguaje, ese deseo de transgredir lo estipulado para que las nuevas formas nos abran las puertas a la verdadera palabra, no de un pasado remoto, sino de un tiempo nuevo, siempre germinando en la imaginación del poeta.

Por ello, dice en otros dos versos de este poema: “El idioma es la tierra de un poeta / que se siente exiliado ante algunas palabras”. Cierto, porque la significación que llevan pesa más que lo que representan, son lenguaje usado, manipulado, hasta la extenuación por mediocres de la sociedad que el poeta, en su afán de la verdad, rechaza, repudia ferozmente.

Hay otro poema que transita, esta vez, sobre el recuerdo, dando sentido al título del libro, el invierno, el poeta se centra en el pasado, lo concita, para hacerle llegar de nuevo en este poema de meditación:

“Me acostumbré a esperar la oscuridad, / como un día de invierno, / como un adolescente que vigila la casa, / las voces y la música en el televisor, / y cuenta los segundos de silencio, / el caminar de los que se retiran / hasta dejarlo solo / con su pequeña lámpara”.

Esa soledad, vertida hacia la literatura, como dice en otro verso, al referirse a un “corazón de lluvia”, hombre emotivo, entonces niño que jugaba con la imaginación, portentoso tesoro que iba desvelando el lenguaje verdadero. Soledad necesaria, dura, incómoda como el invierno, pero feliz porque era la puerta de la creación.

El extrañamiento de ese ser que es el poeta, ya herido para siempre por el impulso creativo, que le obliga a abrir y cerrar puertas, se puede sentir, como una llama, en los versos que siguen:

un libro singular, que juega con esas combinaciones del lenguaje, ese deseo de transgredir lo estipulado para que las nuevas formas nos abran las puertas a la verdadera palabra

“Cuando cierro los ojos soy dueño de un desnudo. / Lo que queda sin piel, al otro lado, / ya no me pertenece. / Si no soy el que va por la ciudad, / tampoco soy quien pasa por dentro de mí mismo / con ruido de cadenas / y una noche sufrida en cada paso”.

Para el poeta, ese tiempo ha marcado su vida, le traslada a ese ensimismamiento donde uno es el otro, el que le mira pasar, el que se escucha al hablar, el que medita a su lado, su compañero, el que sueña con él, es decir, él mismo.

La lluvia, la nieve, son palabras que van dejando su huella en el libro, palabras con eco, no palabras vacías, exiliadas, como altar o culpa, sino lenguaje que reverbera, que se adhiere a la piel y al corazón del poeta. Con ellas trenza el libro, lo conforma, para que el lector lo disfrute en esa íntima y mágica comunicación de la poesía.

Serían muchos poemas para comentar, todos ellos con eco y luz, pero quiero concluir con dos que, en mi opinión, sobresalen, porque abren, como una granada, la luz de este libro luminoso y transparente. Me refiero al titulado “La memoria se rompe como un mástil” y al que dedica a Francisco Brines (maestro de tantos, vate que ha hecho una poesía donde la luz y la vida, pese a su inutilidad, lo son todo, nos fundamentan, nos alientan en cada paso).

El primero es un poema donde García Montero habla del instante, ya no hay memoria, como en otros poemas, donde recuerda el ayer, ahora todo es presente, en el cénit de las noches de amor, donde la pasión lo explica todo y nos hace inmortales:

“La historia de mis días / me ha hecho partidario de vivir / largas noches de amor / y morir en naufragios repentinos”.

el presente, lo inminente, nos hace olvidarnos del ensimismamiento y nos enfrenta a nuestro propio cuerpo viviendo.

Para el poeta, el instante lo es todo, conoce que el recuerdo alimenta, pero el presente, lo inminente, nos hace olvidarnos del ensimismamiento y nos enfrenta a nuestro propio cuerpo viviendo. El espacio que queda entre dos cuerpos al hacer el amor es, sin duda, la vida, la plenitud y, por ende, la inmortalidad:

“Largas noches de amor / para beber la lluvia de los amaneceres / que dibujan un círculo con dos cuerpos en medio”.

Ese círculo es la vida que transpira, a borbotones, por el hombre que late sintiéndose latir, junto al pecho de su amada, ya inmortales para siempre.

El final del poema incide en ese aprendizaje vital, verdadera lección que nadie ha de perderse: “Aprender a vivir se parece al deseo / de morir en naufragios repentinos”.

Ni el pasado, ni las palabras, ni la historia, pueden compararse a ese estado vital que reluce, como fulgor, en el momento del amor.

Pero García Montero toca todos los planos de ese deseo de vivir en el libro y escribe un poema que, tras esos poemas que son destellos, vuelve a la calma del tiempo, como si su libro fuese una sinfonía orquestada por diversos ritmos, desde la música suave de algunos poemas (“La poesía solo existe como forma de orgullo”, “Un bar no es una patria, pero su nombre se escribe con la tinta de los mapas”, entre otros) y los que esplenden con su dinamismo, abriéndose a lo repentino, como el nacimiento de una flor (“En cualquier invierno se esconde un calor hecho a nuestra medida” o “La memoria se rompe como un mástil”, entre otros).

En el dedicado a Brines, titulado “Antes de embarcarse en una ilusión compartida conviene aprender a quedarse solo”, el sentido orquestal de su libro se remansa en estos versos hermosos, llenos de luz, pero que no excluyen el ritmo, como si la Naturaleza entera bailase al compás de los versos del poeta granadino.

“Cuando suena la música se levantan las velas, / rompemos las amarras / y la casa nocturna / navega los tejados del Mar Mediterráneo. / La fiesta es un tumulto de sillas y de voces, / de ventanas que rozan los cometas”.

Si todo es eclosión, el poeta, inundado por la luz de un tiempo estival, busca, de nuevo, su invierno, porque, en el fondo de sí mismo, su alegría siempre está tamizada por un halo de tristeza, por ello, el poeta, sin despreciar la belleza del mundo que se le ofrece, se refugia, de nuevo, en la soledad, como si la música se atenuase de nuevo:

“En un rincón lejano busco entonces / una mesa vacía con una silla sola. / Y en trabajada espera, / recuerdo que las lluvias del domingo / sobre las barcas rotas / me dieron su lección de soledad. / Antes de deshojar las palabras comunes / necesito la rosa de la noche / que tiembla en el silencio”.

En mi opinión, estos versos resumen muy bien el libro, la vida, la alegría, el goce de los sentidos, como invitación suprema del mundo, no excluyen la soledad necesaria, donde el poeta necesita crear y ver pasar la vida, como si todo estuviese tamizado por las luces y sombras que componen nuestra condición humana.

Si el mundo estalla, el hombre poeta que ya se ha exiliado de algunas palabras inútiles, que comprende que el amor y su plenitud nos conducen a la inmortalidad y que ama el mundo, con furor hasta desangrarse. El vate necesita la soledad de ese silencio donde se reconcilie consigo mismo, esa rosa de la noche, que es, sin duda alguna, nuestra hermosa conciencia, a veces, repleta de insomnio creador, como la mirada honda de Luis García Montero en este libro lleno de verdades.

Los poemas contienen largos títulos, como si el poeta escribiese máximas (tan comunes en nuestra literatura medieval), en su afán de congregar al tiempo, a la sabiduría de aquellos que nos han dejado, en su legado, todo una ética de la vida.

Como si la voz de Ángel González, de Ayala, de Brines y de tantos otros que Luis García Montero ha querido, volviese. El libro habla, con esa intimidad de la verdadera poesía, a un lector que siente lo que el poeta sabe decir y que ya no olvida la huella de la pasión por la vida que este granadino universal siente en este luminoso ejercicio de verdades que transmite su último y bello libro, todo un tesoro de experiencia y de hondura existencial.

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