I believe that most women feel, deep down, that they are not part of the real history of mankind, the important stuff, the heroic stuff, the stuff that matters. (Creo que la mayoría de las mujeres sienten, en el fondo, que no son parte de la historia verdadera de la humanidad, las cosas significantes, las cosas heróicas, las cosas que importan.)
Ellen McLaughlin, dramatista y actor
Unos días antes de la ya infame audiencia de Kavanaugh y su acusadora ante el Comité Judicial del Senado, acompañé a dos de mis hijas – la menor, y su esposa: la tercera – a ver una producción de la obra teatral Ifigenia y otras hijas. El evento tuvo lugar en un teatro pequeño en Evansville University, estado de Indiana. Ellen McLaughlin escribió el guión, adaptándolo de obras de Sófocles y Eurípedes. Fue McLauglin quien hizo el parte del ángel en las producciones originales de Ángeles en América, una trivialidad en que me deleito aunque ni en el escenario ni en la televisión – sino entre las tapas de un libro – he llegado a conocer esa gran obra de Tony Kushner.
Me resulta difícil imaginar como alguién vive, en tiempos como estos, sin las artes. Me pregunto quién les canta hoy a los niños, hijos de inmigrantes indocumentados, que han sido separados de sus familias.
Pero me desvío del tema. Estuve hablando de la producción del otro día sobre la pobre hija del guerrero de Agamenón, rey de Micenas y subsiguiente devastador de Troya. En esta versión del mito, Artemisa no le salva por intervención secreta, sino que Ifigenia muere bajo el cuchillo de su padre. Clitemnestra, sin aparente ayuda de otro, ya le ha asesinado al asesino su marido cuando entramos en escena con ella y sus hijas sobrevivientes, Electra y Crisotemis; y, luego, Electra – la hija loca y deformada – le incita a su hermano, Orestes, regresado de su propio exilio de soldado, a tomar venganza por la muerte de su padre, así haciéndose matricida – sin ganas, pero constreñido por la ira demente de la otra.
Pues, esta historia no es para los débiles de corazón. Así va con las tragedias griegas.
Pero en la versión de McLaughlin no se enfoca en todo éso, en la carnicería patriarcal y matanza sangrienta de madre y padre. La acción violenta ya ha ocurrido o va a ocurrir. En lo presente, solo hay mujeres pensando, conversando, tomando cuenta. Con la sola excepción de Orestes, el escenario está poblado enteramente de mujeres, las ya indicadas y un coro griego de muchachas angélicas junto a la difunta Ifigenia. Lo que cuenta es la interioridad femenina, la de aquellas que, tradicionalmente, no participan en las guerras y en el supuesto heroísmo de los hombres – solo como sacrificios y esclavos sexuales.
Entonces, siguiendo ese reconocimiento, se abrazan; ella se metamorfosea en estatua; él, cayéndose a esos pies de mármol, se transforma en parte de la misma estatua.
Es impresionante la escena de Ifigenia, mera muchacha de catorce o quince, cuando va hacia lo que cree ser su boda. Está arreglada de novia, en vestido blanco y casi translúcido – frágil, endeble – entre rudos guerreros intimidantes en su armadura pesada. Pero ellos casi no existen, son nada más que sombras para el público en el auditorio. Solo vemos y escuchamos a esa niña que mira a su alrededor, preguntándose cuál de esos sería su esposo, comentando con inocencia y picardía, hasta el momento en que llega al lugar de sacrificio y, poco a poco, se va dando cuenta. Y entonces se ofrece obedientemente, con una conciencia algo irónica de un destino casi heróica – ya que en las grandes historias y epopeyas será una mera nota al pie de la letra.
Cae, luego, a la casi invisible Crisotemis – mientras Electra discute con su madre fría y asesina, enfureciéndose y fantaseando sobre la matanza venidera – cae a Crisotemis ser la voz de resistencia contra la lógica masculina de violencia y venganza, de gloria y heroísmo. Rehusa participar en el matricidio de Orestes y Electra. Y después de todo, tal vez Ifigenia escucha o siente algo de eso en sus Campos Elíseos, donde después de encontrarse con Orestes – a quién creía necesario vengarse por parte del padre – se despierta a la idiotez masculino de ese interminable ciclo de violencia. En este momento revelatorio se da cuenta de que ellos – Ifigenia y Orestes – tienen en común haber sido sacrificios a ese mismo sistema patriarcal y militar. Entonces, siguiendo ese reconocimiento, se abrazan; ella se metamorfosea en estatua; él, cayéndose a esos pies de mármol, se transforma en parte de la misma estatua.
¡Qué emoción! Los ojos se humedecían, pero soy hombre y reflexivamente, casi involuntariamente, me esforcé heróicamente a que mis hijas y los otros en asistencia no lo notasen.
Bien podría ser una virgen sacrificada de la Grecia antigua – o, en tiempos más modernos, la chica violada por cualquier futuro juez supremo o presidente.
Me desperté dentro de esa pesadilla. Fue el 27 de septiembre. El espectáculo de lo que pasaba en el Senado ese jueves – mientras Paul Ryan y sus aliados en la Cámara de Representantes forzaron otra rebaja de impuestos, dádiva para la clase billionaria – fue pasmoso.
Mira si no sea la pura verdad – o digo, en este mundo donde no hay absolutos sino contingencias; un mundo en que no podemos saber con seguridad absoluta, pero sí podemos saber en que virtudes elegimos creer: como “vida, libertad, y la búsqueda de felicidad,” por ejemplo – mira si los asaltos sobre la dignidad y derechos de las mujeres y del bienestar de los niños, y el impulso patriarcal y misógeno de controlar lo que ellas dicen y las decisiones que toman al respecto de sus cuerpos: mira si todo eso no tiene que ver – íntimamente – con las guerras que hacen necesario una economía de austeridad solamente para aquellos que tienen menos – mientras los acaparadores y especuladores, entre otros predatores, siguen enriqueciéndose obscenamente.
Regreso, en todo caso, a la farsa y teatro político de los procedimientos del jueves 27 de septiembre. Después del testimonio valiente, honrado y claro de la doctora Christina Blasey Ford, vino el decaimiento sumamente ligero -¡como rayo de Olímpo!- del discurso político de la tarde: el comportamiento fanfarrón del supuestamente honorable juez Kavanaugh, la agitación de puños, el negativo a contestar directamente preguntas directas, un sentido de derecho odioso y evasivo, en fin, el alardeo de un tribunal de hombres blancos de privilegio y peligrosamente poderosos.
De Kavanaugh a Grassley, y a tantos más, vinieron los lugares comunes y paternalismos necesarios: de cómo la doctora Blasey Ford fue un testigo creíble y que le habrá pasado algo a ella, en algún momento y en algún lugar; pero que sin duda, el Inmaculado y Ungido no pudo estar presente en aquel lugar, en aquel momento, en aquella ocasión. Una maniobra psicológica que apela a la memoria popular desplazada – o cualquier otro disparate –, mientras la verdadera psicóloga que estuvo en la cámara dando testimonio convincente sobre asuntos de trauma y memoria, fue pasada por alto.
Muchos han señalado que, cuando una mujer habla del asalto sexual, aunque usualmente dice la verdad, la versión de su asaltador casi siempre será creída sobre la suya. E inevitablemente será despachada con la pregunta estúpida de por qué no hizo su acusación hace treinta y cinco años – abra usted los oídos y el corazón, caballero, y tendrá la respuesta.
Al fin del día, al parecer estimado de aquellos hombres del Comité Judicial, el testimonio de esa mujer resuelta – asediada por sus propias amenazas de muerte – no contaba para nada. Para ellos, la mayoría con la decisión ya grabada en piedra, ella era un mero accesorio, apaciguamiento para los demócratas liberales y las masas de muchachas inquietas. Nunca había intención verdadera de escuchar, de participar en un proceso de investigación honesto, de esforzarse honradamente a determinar cuál era la verdad – o más probablemente la verdad – en el asunto ante su consideración.
la política es omnipresente, es el lugar donde vivimos y el medio por lo cual un pueblo negocia las relaciones y reglas de su vida colectiva y las limitaciones de los derechos privados.
Eso era clarísimo desde el momento en que Lindsey Graham abrió la boca y destruyó cualquier pretensión de civilidad y orden, abriendo la ola de peroratas violentas y fanfarronadas partidarias, que siguieron en defensa de su hombre – los verdaderos bravucones en la cámara, resueltos a hacer efectiva la borradura de la mujer con su verdad inconveniente.
Cuando salimos del teatro aquella noche, yo con mis hijas números dos y tres, me sentí profundamente emocionado y, a la vez, vigorizado. Para mí, el evento fue perfecto, desde la selección de actores a la ejecución de cada una. Algunas de ellas, en partícular la de Ifigenia, tendrían apenas dieciocho o diecinueve, en su primer año de estudios universitarios. Tenía la cara de quince o dieciséis, podía ser alumna en una de mis clases de colegio en inglés o español. Era una wisp of a girl (una niña menudita), sureña y rural como diría un compadre en esta Indiana. Bien podría ser una virgen sacrificada de la Grecia antigua – o, en tiempos más modernos, la chica violada por cualquier futuro juez supremo o presidente.
En el viaje de más o menos una hora a mi casa, donde mis hijas me depositaron, hablamos con espíritu animoso sobre la obra teatral, sí, pero con particular vigor sobre la política horrorosa del momento.
Hija número tres, pesimista por naturaleza y experiencia, cree que el decaimiento y fin de nuestro experimento en democracia de más de dos siglos ya es cosa hecha. Número dos – como la hermana estaba ausente era la número uno-, criada en un romanticismo optimista, todavía mantiene la fe. Yo, por mi parte, me situo en un lugar precario entre ellas, más pesimista que optimista, pero no sin algunos hilitos de mi esperanza antigua. El parte realista ve que las probabilidades no están en nuestro favor; el parte quijotesco dice que, de todos modos, hay que luchar hasta el fin: por amor, honor e integridad, si nada más.
En cualquier caso, no podemos ausentarnos de las controversias. La vida, la política, el arte, todo es de un mismo paño. Aquellos que dicen, después de otro tiroteo en el aula o de una inundación catastrófica, que ahora no es el momento de hablar de política, son ingenuos, o ignorantes, o mentirosos, porque la política es omnipresente, es el lugar donde vivimos y el medio por lo cual un pueblo negocia las relaciones y reglas de su vida colectiva y las limitaciones de los derechos privados.
En el espacio privado de la casa o del automóvil con mis hijas, en el que generalmente todos tenemos una misma opinión, la discusión da placer y un sentimiento de seguridad, de ser acompañados, pase lo que pase: aquí estamos con gente amena y, por el momento, protegidos de la locura que nos asedia.
Eso está muy bien, pero el problema es hablar con los demás, los que (republicanos o demócratas) están de acuerdo – algunos más, algunos menos – con un presidente misógino y los oportunistas aparentemente sin consciencia en su Gabinete y en el Congreso. Y aquí, en la por-algunos-olvidada “tierra adentro” de mi país, hay muchos de ellos. Soy una minoría marcada, un estrafalario modesto – amado de algunos, odiado por unos pocos, y tolerado por los demás – que he instruido a muchos jóvenes en mis días, y sigo hinchando (en el sentido argentino de insistir) con mis explicaciones y verdades divergentes de lo común – mayormente por medio de cartas o comentarios en el diario local, que entra en prensa todos los lunes y jueves.
Hay gente con la que no se puede hablar, por la violencia de sus absolutos. No digo que esas personas sean el irredimibles, pero discutir con alguien de opiniones violentamente absolutistas generalmente es una pérdida de tiempo – y, en ciertos contextos, peligroso.
Pero hay mucha gente buena, como se encuentra en mi vecindario. Son “la sal de la tierra,” gente por naturaleza amable y generosa. Así suele ser esta muchas-veces-olvidada “tierra adentro” estadounidense; así debe ser por todas partes de la nación – y también en una gran parte del mundo, supongo. Con tales personas se puede tener conversaciones. Escuchándonos el uno al otro, debemos poder establecer lugares de interés en común.
Espero lo mismo con algunos que parecen más contrarios, si nos acerquemos a ellos con actos de generosidad y buena voluntad; escuchando antes de hablar, hablando con discreción, diseminando nuestras perspectivas en porciones digestibles, como dicta el momento. Si nos llegan a ver como gente genuina, sincera y empática – por más liberal o progresista que seamos, que no somos los monstruos o “mala gente” que el presidente dice, las posibilidades empiezan a cambiar. A lo mejor conciban, quizás por primera vez, no solamente que otras ideas existan, pero que puedan tener algún pedacito de razón, y se den cuenta de que el mensaje de división y decepción de nuestro presidente – él que pretende ser el salvador de la nación – es un engaño.
Propongo mantener esas esperanzas en la sombra del voto infame de aceptar la nominación – esto después de la farsa de una investigación del FBI que no fue investigación – de un Juez Supremo a quien más de 300 profesores de ley y otro Juez Supremo jubilado, por no mencionar a la doctora Blasey Ford y las multitudes de mujeres y hombres que protestaban por todo el país, rechazaron por inadecuado a la dignidad del oficio.
Si sucede eso, nuestra casa dividida se derrumba, y adiós a cualquier esperanza de restar – entre otras cosas – la fuerza completa de la catástrofe inminente de un planeta repetida e indiferentemente violado.
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