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Maryse Renaud nació en Martinica, Antillas francesas, pero vive en Francia desde niña, entre París y Poitiers. Se graduó en la Sorbona como doctora en literatura hispanoamericana. Hasta hace poco fue catedrática en la Universidad de Poitiers y Responsable del Seminario de Literatura Latinoamericana del C.R.L.A. (Centre de Recherches Latino-Américaines).
Maryse[1] es una destacada escritora que últimamente publicó tres obras en un asombroso castellano. Junglas, una novela urbana que transcurre en Nueva York, donde en los espacios babélicos de asfalto y hormigón bulle una multitud cosmopolita confrontada con el desarraigo, el exilio, la violencia, en pos de reconocimiento y triunfo personal. Relatos de Cenizas es la obra que acaba de salir y de la que Mempo Giardinelli dice: “Es notable cómo Renaud, tan francesa y tan competente académica europea, mantiene sus raíces intactas en el Caribe”. Contingencias de las que Maryse ha hecho un privilegio que la dota para avanzar con una valiosa apuesta estética y lingüística.
Al final de esta entrevista compartimos un fragmento de Relato de cenizas.
Una de sus singularidades y grandes aportes literarios es haber puesto en castellano, para un amplio público lector hispano, todo un imaginario sobre Martinica. Usted es martiniquesa de nacimiento, pero vive en Francia y ha hecho allí su destacada carrera académica. Sin embargo, Martinica sigue siendo un centro generador de su ficción. ¿Podría hablarnos un poco de estos profundos vínculos, no solo geográficos sino literarios, y cómo se manifiestan en su ficción?
Si en las primeras décadas del siglo XX fue lícito hablar de crisis azucarera en las Antillas francesas, no se da en ellas, en cambio, hasta la fecha ninguna crisis de las letras. Son tierras de cultura, particularmente Martinica, que ha producido a grandes escritores como Césaire, cantor de la Negritud, a Glissant, en un primer momento representante de la “antillanedad”, y que ha visto surgir una vez matada la figura del Padre (Césaire) y superada su lírica vindicación de África, consubstancial a la identidad martiniquesa, una nueva generación de brillantes novelistas adeptos a la “créolité” (criolledad), particularmente sensibles a la pluralidad étnica de la isla, como Chamoiseau (Premio Goncourt 1993), Confiant, Bernabé, por no citar más que estos nombres.
En Francia el público ilustrado y curioso de novedades puede tener fácilmente acceso al impresionante Texaco de Chamoiseau, donde se evoca la formación y el caótico desarrollo de Fort-de France, la capital de Martinica, o a las producciones de los demás escritores antillanos, pero no hay tal cosa desafortunadamente en España y América Latina para quien no domina el francés. Raphaël Confiant, por ejemplo, acaba de publicar la jocosa biografía, novelada, de una martiniquesa expatriada a los EEUU, ansiosa de escapar del encerramiento de la isla : de una mujer-gángster se trata, al frente de una organización de apuestas clandestinas, que terminará reinando literalmente sobre Harlem[2].
¿Quién leerá a Confiant, a los demás antillanos, si no llegan a traducirse sus obras ? ¿Y quién garantiza la calidad de la traducción ?, si sus novelas, escritas en un francés sutilmente revitalizado por el créole, exigen una doble competencia lingüística que bien pocos poseen. Esta preocupación la tengo desde que escribo. La primera vez que me asaltó este pensamiento fue mientras iba escribiendo un cuento de En abril infancias mil, donde evocaba la contagiosa euforia de tres hermanos, tres hombres del Caribe generosos y fiesteros, y la toba grisácea y austera de un jardín antillano.
el mundo babélico en el que nos toca vivir, que la actual globalización, que propicia viajes, encuentros e intercambios multiculturales cada vez más frecuentes, incitaba a superar las crispaciones lingüísticas identitarias.
Me dije entonces, medio inconscientemente, que siendo martiniquesa de nacimiento y escribiendo en español, podía contribuir a que descubriera el lector de habla hispana, mediante la ficción, el ignorado imaginario martiniqués. Un imaginario de lomas de formas caprichosas, vegetación tupida, arena negra, aromas y sabores exquisitos de la infancia, falsamente paradisíaco, sacudido por una recurrente violencia telúrica e histórica ; por la esclavitud, el colonialismo, la explotación y las complejidades de una sociedad mestiza no exenta de cierto racismo, que tanto Césaire como Glissant y los adeptos a la créolité no dejaron de sacar a relucir.
Y este imaginario lo comparte esta isla liliputense, -esta “isla migaja”, en palabras de Aimé Césaire— con el resto de la cuenca del Caribe y parte del continente americano. Relato de ceniza, mi última novela, es donde más nítidamente se da la similitud de destinos entre Martinica y América Latina, su solidaridad en el esfuerzo y la desgracia : el Canal de Panamá se encargará de reunir y destruir a todos, insulares antillanos, panameños, colombianos y otros tantos desvalidos procedentes de la lejana Europa, involucrados todos ellos en una impiadosa danza macabra.
Llama la atención el castellano de sus libros, que no son ni traducciones ni auto traducciones. Están escritos de primera mano por la autora, en una lengua muy particular, que no podríamos identificar claramente con un solo país hispanohablante, ni con España, desde luego, ni con una sola pieza del gran mosaico latinoamericano. Más bien es una sinfonía panhispánica, muy rica. Nada tiene que ver con un español neutro, sino que articula un verdadero coro transcontinental. ¿Qué puede decirnos sobre la elaboración de esta arriesgada apuesta, estética y lingüística?
Ningún novelista que se precie, creo, usa una lengua neutra, desaborida, estardandizada, al armar sus ficciones, a no ser que dicha neutralidad responda a un deliberado imperativo estético, a cierta búsqueda de sobriedad, de minimalismo. El lenguaje del escritor —también llamado por algunos críticos literarios idiolecto —es un objeto complejo que no puede limitarse a una mera mímesis, a un eco directo del lenguaje de la calle, las fábricas, los salones, los cenáculos distinguidos, o cualquier espacio extratextual que sea. Todo idiolecto implica una tensión entre la lengua de la colectividad, que es un bien común, y la creatividad, la experimentación individual, íntima, del escritor.
Era necesario, en mi opinión, afrontar lingüísticamente el reto del mestizaje, sin pintoresquismo, sin facilismos, labrar este coro transcontinental, esa sinfonía panhispánica, anclada en el pasado y la modernidad…
Ahora bien, el español que manejo en mi textos ficcionales es, creo, como lo han subrayado además críticos y lectores, un español clásico, respetuoso de la sintaxis, de la norma fijada por la Real Academia, aunque no acoge todas las alteraciones preconizadas por esta noble institución, no siempre bien inspirada. Preconizaciones no son obligaciones, sin embargo. Hace algunos años me resolví por fin, medio asustada por mi propia audacia, a escribir a la Real Academia para discutir justamente de ciertas modificaciones de la lengua, ya antiguas algunas de ellas o más recientes en otros casos, muy discutibles en mi opinión, innecesarias y además generadoras de confusión. Así, por ejemplo, cuando escribo siempre uso el pronombre personal masculino complemento “lo”, a la antigua usanza, como se hizo durante siglos enteros tanto en España como en América, y como continúan haciéndolo los latinoamericanos en su gran mayoría, fieles para el caso a la tradición. Pronombre inútilmente reemplazado en España por un “le”, inicialmente indirecto, que no trae sino confusión entre complemento directo e indirecto. Hubiera sido más atinado y urgente, pienso, luchar contra los laísmos tan frecuentes en Madrid. Cuántas veces no habré oído en la capital, en toda clase de bocas: “La dije”. El diálogo con la Real Academia —porque tuvieron la amabilidad de contestarme pacientemente— no me convenció.
Volvamos a la forma como escribo, y que se explica por mi formación académica. En París, donde cursé estudios secundarios, y en todos los colegios franceses se enseña el español de España, únicamente, y no las múltiples modalidades del español de América, que sólo surgen de vez en cuando en fragmentos textuales de clásicos latinoamericanos fugazmente estudiados en clase, y pronto olvidados. La Universidad francesa, la Sorbona, me ofreció en cambio, la posibilidad de preparar un certificado de estudios latinoamericanos , nutrido, ambicioso. Entonces sí pude adentrarme con fruición en este vasto mosaico latinoamericano que ya mi origen martiniqués había puesto parcialmente al alcance de mi mano, de mi oído. Fui recorriendo no solo la gran literatura latinoamericana, sino también los montes y valles del Nuevo Mundo : Cuba, Puerto Rico, República Dominicana, México, Ecuador, Guatemala, Venezuela, la Argentina …
A la hora de escribir, por muy sincero que fuera mi interés por América, tan vivo como el que demostró eufórico Valle-Inclán en su memorable Tirano Banderas, sentí intuitivamente que no podía optar por ninguna modalidad particular y perenne del español de América, aunque mi sensibilidad está marcada por mi pertenencia a un Caribe barroco y sincopado. Ni tampoco era posible ir yuxtaponiendo de modo lúdico, desenvuelto, americanismos procedentes de todas las partes del continente. Hubiera sido artificial, forzado, y habría desembocado en una colcha de retazos de limitada trascendencia. En cambio, me dije que el mundo babélico en el que nos toca vivir, que la actual globalización, que propicia viajes, encuentros e intercambios multiculturales cada vez más frecuentes, incitaba a superar las crispaciones lingüísticas identitarias. A captar en la escritura ficcional la tornasolada complejidad del mundo, las peculiaridades de esa América que tanto como Europa me constituye. Objetivamente. Fantásmaticamente más aún. Así se explica la presencia directa o retrospectiva en todos mis textos, cuentos y novelas, junto a mi querido departamento francés de América, de otros espacios y personajes igualmente americanos, continentales, los cuales me permiten ir introduciendo de modo plausible, mediante los diálogos o ciertos pasajes descriptivos, inflexiones lingüísticas e igualmente cadencias propias de esa América que constituye indudablemente un centro generador de mi universo ficcional. Una América heredera a su manera de la tradición española, deliciosamente infiel a ésta, de portentosa creatividad. Así el lector va descubriendo en mis textos los contornos emocionantes de la yucateca ciudad de Mérida, barrida antaño por los vientos de la piratería, y la insólita Argentina negra de Chascomús, en El cuaderno granate , las tierras desoladas de las islas Malvinas ; la violenta Guatemala de las maras, en La mano en el canal ; los muchachos tímidos de Ecuador, el ex montonero metido a administrador de un original albergue, en Junglas ; los flamantes panameños y los colombianos humillados de Relato de ceniza, trabajando duramente de reclutas en la Zona del Canal, junto a insulares antillanos anglófonos y francófonos.
Era necesario, en mi opinión, afrontar lingüísticamente el reto del mestizaje, sin pintoresquismo, sin facilismos, labrar este coro transcontinental, esa sinfonía panhispánica, anclada en el pasado y la modernidad, que muy atinadamente ha evocado usted en la pregunta que me hizo.
En Junglas revive una tradición gloriosa de la narrativa hispanoamericana: la novela-cosmos, la novela palimpsesto, que cultivaron Lezama Lima, Carpentier, Sábato o Cortázar, situada ahora en New York, ciudad-cosmos, uno de los íconos centrales de la multiculturalidad en un mundo globalizado. Podríamos decir que tiene un eje vertical, profundo, que toca las raíces precolombinas en la historia antillana de Arlet y Van que va urdiendo la fantasía de Cyril. Y otro eje-abanico, que apunta a la contemporaneidad en los distintos puntos del globo, a través de las diversas historias de sus personajes. ¿Cómo trabajó ese ensamble de espacios y tiempos? ¿Por qué la elección de New York y no de otra gran ciudad, como París?
Junglas es una novela, creo, que sólo puede apreciar el lector paciente y curioso, que acepta convertirse hasta cierto punto en un desentrañador de enigmas. Primero el título resulta intrigante, tanto más cuanto que pronto se da cuenta el lector de que esta novela de formación participa plenamente del género de la novela urbana. Poquito a poco, sin embargo, la proliferación simbólica y concreta de las tres junglas, la neoyorquina, la martiniquesa, la vietnamita, entregará su secreto. Junglas, de hecho, se ubica en la tradición hispanoamericana de la novela-cosmos, realista, metafísica, poética. Dos ejes esenciales la vertebran, el primero en surgir en el texto, íntimo, está marcado por el fantaseo y la idealización, por una delicada subjetividad, pero también viene alimentado por la historia precolombina de Martinica, la de los caribes y arahuacos cuya impronta pretende Cyril rescatar con amor, vindicando a su manera las raíces más profundas de su isla. El segundo, que muy justamente llama usted eje-abanico, muestra a las claras, interrogándolas de modo crítico, sin embargo, las pretensiones inclusivas e integradoras del crisol americano. ¿Será Nueva York esta “Nación de naciones”, que parece anunciar la novela, esa Babel feliz de reunir a hombres venidos de los cuatro confines del mundo, la tierra donde sigue latiendo la utopía?
Nueva York, pese a sus carencias, puede lucir en el texto su estatuto de ícono del multiculturalismo en un mundo globalizado. Más que el reticente París, que mira con recelo el multiculturalismo, posible factor de debilitamiento del universalismo legado por el Siglo de las Luces.
Fragmento de Relato de Ceniza
—¿Ha nevado? —murmuró Cyparis alelado. Entornó trabajosamente los ojos. Tanteó con el pie el pavimento de la calle, respiró de modo entrecortado. Intentaba entrar de nuevo en la vida, desentumecer las mandíbulas, hablar. Hablar con sus semejantes tras la angustiosa soledad de las tres noches anteriores. Movió con dificultad sus labios resecos, le salió una voz de pájaro herido que se perdió en el vacío. Una brisa acre soplaba desde el mar. Volaron en el aire ya caldeado de la mañana algunos copos. Tres jóvenes bajados de Morne-Rouge le estaban prestando socorro. Dos de ellos lo sostenían por debajo de los sobacos, intentaban mantenerlo derecho. El otro permanecía a su espalda, vigilaba su andar tambaleante, abría las manos de par en par, anticipando cualquier posible caída del gran cuerpo exhausto.
—¿Ha nevado? — sonó de nuevo la extravagante pregunta, débilmente.
Los tres hermanos se cruzaron unas miradas inquietas. Mejor no contestarle. Ni Cyparis ni ellos la conocían de verdad. Ignoraban su textura, su peso, su olor, su sabor. La habían visto de niños, fascinados, pura y centelleante como el azúcar cande, en chozas de calendarios y tarjetas de felicitación cuidadosamente guardadas en gavetas por los mayores, o revoloteando traviesamente en bolas de cristal sobre el manto azul de la Virgen.
Sólo contaba ahora la eficacia.
Llevaban varias horas recorriendo la población de arriba para abajo, como hormigas locas. Era el once de mayo. Se habían encontrado en el camino con los señorones del Comité de Asistencia y Socorro, de gesto severo y labios apretados. Unos inútiles con atuendos de dandis a los que ni saludaron. A quién se le ocurría en tal trance vestirse de tiros largos, con chaqué y ese ridículo tubo negro que de seguro estaría tapando sus calvas, dándoles aires de prestidigitadores de circo. Se les atravesó un nudo en la garganta. Sus rostros se cubrieron de finísimas gotas de sudor que ni se tomaron el trabajo de enjugar.
No daban crédito a los ojos.
Habían muerto sus padres, hospedados donde unos familiares asentados de tiempo atrás en Saint- Pierre. Su casa, a orillas del torrentoso Roxelane cargado de rocas y troncos, despanzurrada, cubierta de fango endurecido y de detritus, estaba irreconocible. La tía Rose y su madre, que tan buenas migas hacían, estaban tendidas de costado en el huerto, al pie del árbol del pan, con las manos crispadas sobre las varas con las que pretendían alcanzar los pesados frutos, unidas en la muerte por una increíble lividez. Del viejo limonero no quedaba nada. El tío Fulbert y su padre, abatidos de cabeza sobre la mesa de la cocina, parecían dormir el sueño de los justos. La cafetera, los tazones, los cubiertos habían rodado al piso. Fundidos por el calor infernal del volcán, formaban una mancha gris de extravagantes tentáculos. Su primo, una criatura de cinco años, no aparecía por ninguna parte.
Todo era devastación: la zona del puerto, la calle mayor con sus comercios desfondados, el barrio del teatro, la catedral, los alrededores del Jardín botánico, nada se había librado del soplo mortífero. Contemplaron anonadados los cadáveres amontonados, los árboles arrancados de cuajo, los escombros nevados de ceniza clara. Maldijeron al Monte Pelado cuya aguja de andesita, brutalmente surgida de la nada, desafiaba a lo lejos al que jamás volvería a ser el centro vital de la isla. Maldijeron a las autoridades, los científicos, los políticos, los periodistas. A toda esa gente leída y escribida que no supo proteger a nadie. Tiraron al suelo, en un arranque de rabia pueril, sus anchos sombreros de paja, antes de recogerlos avergonzados.
Eficacia, era lo que hacía falta ahora.
Los tres hermanos de Morne-Rouge se pusieron a observar a Cyparis. Sus manos eran cuadradas y potentes, era ancho de espaldas. Tenía pinta de campesino joven, como ellos. Lo guiaron con una inhabitual delicadeza, evitando rozar sus brazos, su torso, sus hombros, hechos una vasta llaga dolorosa.
—Ha nevado… —el hombre miraba vagamente a sus pies.
Menearon la cabeza. Nunca viajarían ellos a Francia. No eran gentes de dinero, ni funcionarios, ni empresarios, ni estudiantes. Les serían siempre ajenos los grandes buques transatlánticos de chimeneas humeantes, dobles cubiertas y frívolos huéspedes acicalados, con rumbo hacia los países fríos de contrastadas estaciones. Nunca sentirían en la piel lo que algunos picos de oro llamaban pretenciosamente en la colonia “la caricia vivificante de la nieve”, ni les importaba un comino, a decir verdad, el desconocido esplendor de esos rudos inviernos. Les bastaba su tierra antillana, el mar a lo infinito, el vigor de su sol, el soplo de los alisios y el arrullo de la tórtola en el monte.
Había concluido su búsqueda. Trágicamente. Huérfanos… Descubrían pasmados su nueva condición. No quedaba alma viviente en la ciudad norteña. Ni un caballo por las calles, ni uno de esos perros sarnosos que atronaban la noche con sus corridas alocadas, ni un canto de gallo. Les costaba admitir la evidencia.
Echaron una rápida ojeada a Cyparis. Sabían que no debían contrariarlo, que convenía tratar como a un enfermo, como a un niño, al único superviviente de la erupción. El hombre visiblemente no estaba en sus cabales. Los ojos de los trillizos se cargaron de lágrimas… ¡El único superviviente de la catástrofe! Ellos eran quienes sintieron sus quejidos al pasar delante de su calabozo, lo arrancaron de su prisión de piedra, lo devolvieron a la vida. Eran los héroes de una absurda hazaña de la que no tardaría en hablar la isla entera.
El traqueteante séquito se alejó del campo de ruinas. Dejaron tras sí una Plaza Bertín sembrada de cadáveres en la que ya no crepitaba el agua de la fuente, un mar cubierto de un amasijo de mástiles quebrados, de cajas de bacalao y barriles de ron a la deriva, de tablas flotantes. Se internaron en las lomas que dominaban la ciudad, castigadas ellas también por el incendio, impacientes por regresar a Morne-Rouge.
Eran ocho kilómetros los que tenían que andar.
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