Por
La tarea de educar pequeños tiene la gratificación de asistir y contribuir al crecimiento espiritual de los niños. Toda maestra parvularia registra anécdotas que testimonian ese sorprendente ascenso del niño hacia la comprensión del mundo, del lenguaje y en general de la cultura donde crece.
A los padres nos ocurre igual, en escala numérica menor que la maestra de infantes, ya que ésta atiende al renovado volumen de párvulos años tras año. Como padre, por ejemplo, he sido testigo de la siguiente experiencia con mi hijo mayor, de sólo tres años en ese momento. Mientras tecleaba mi vieja máquina de escribir, el niño jugaba sobre la alfombra con sus autitos y los pequeños sonidos que producía eran para mí una estimulante compañía. Aunque ambos estábamos atentos a asuntos distintos, un vínculo de afectos nos unía y ocasionalmente deteníamos nuestras tareas para expresarnos cariño y atención. En uno de esos momentos, él se acercó a mi escritorio y estuvo allí silencioso mientras yo escribía un texto en la máquina. Lo sabía atento, cercano, pero seguí con mi trabajo. Hasta que él me tocó en el hombre y hubo el siguiente diálogo:
-Papá, ya sé cómo haces para escribir en tu máquina.
– ¿Sí? –le contesté.
– Mira, cuando apretas una tecla salta un palito.
– Ajá.
– Ese palito tiene una letra con pintura en la punta.
– Bueno, es verdad.
– Pega fuerte en el papel y deja la marca pintada de la letra.
– Tienes razón.
– Luego apretas otra tecla, que tiene otra letra pintada. Y con varias letras armas palabras. Y con varias palabras construyes frases.
Quedé asombrado por la penetración que había en su descripción. Una oleada de admiración y cariño me hizo abrazarlo fuerte un largo rato. Él no parecía entender y menos imaginarse que su descripción implicaba el conocimiento básico de la escritura y la lectura.
Le pedí que buscara una caja de fósforos en la cocina, con ellos formé sobre el suelo el dibujo de una vocal y dos consonantes. Las aprendió rápidamente y pudo en seguida formar con esas letras las palabras ‘mamá’ y ‘papá’.
Basta conversar con maestras parvularias para advertir que registran anécdotas semejantes y que sirven para reforzar el vínculo afectivo, intelectual y lúdico entre ellas y los niños.
Pero, ciertamente, no todas las experiencias de las maestras parvularias tienen esa presencia encantadora del crecimiento físico y mental de los niños a su cargo. Con frecuencia no menor son testigos de un fenómeno difícil de entender: el maltrato infantil por parte de padres y apoderados.
El maltrato de niños por sus padres produce estupor en quienquiera que sea padre y ha sabido gozar de ese milagroso ascenso de un bebé a ser humano en plenitud. ¿Por qué agredir ese brote que prolonga nuestras vidas cuando su presencia induce al amor y a la gratitud por haberlo merecido?
Deseo compartir con las maestras parvularias que lean este breve trabajo una información que encontré sin buscar y que parece echar alguna luz sobre el maltrato infantil.
En lugar de moralizar o de ver el asunto ideológicamente (como síntoma de la decadencia de nuestras sociedades, por ejemplo), y sin entrar a discutir el significado de “maltrato infantil”, dos psicólogos canadienses, M. Daly y M. Wilson (1), tomaron en cuenta el maltrato extremo que termina en la muerte del niño, asumieron la interpretación evolucionista y se preguntaron si había relación entre el maltrato de niños y el vínculo de consanguinidad con sus padres. Esto porque los estudios etológicos vienen mostrando la costumbre, difundida entre los mamíferos, de matar las crías de las hembras que procuran incorporarse al grupo y cuyos hijos traen genes diferentes a los del macho dominante en el nuevo grupo. Ratones, leones, gorilas y machos de otras especies sacrifican a esos cachorros ajenos como si estuvieran diseñados para practicar la solidaridad sólo con individuos portadores de sus genes.
¿Qué ocurriría entre los humanos? Jactanciosos de sus virtudes morales, y siempre dispuestos a creerse reyes del universo, ¿acaso tendrían un comportamiento tan bárbaro como el de aquellos animales? Pues sí: los estudios de Daly y Wilson revelaron que un niño en manos de padrastros y madrastras corre 70 veces más riesgo de ser asesinado que otro bajo el cuidado de sus progenitores.
Las llamadas ciencias sociales, impregnadas de prejuicios antropocéntricos, habían sido incapaces de hacerse la pregunta que para cualquier evolucionista resultaba inevitable: ¿qué valor adaptativo puede tener el sacrificio de infantes ajenos, incluso entre humanos? La respuesta es brutal porque la evolución no muestra preferencias éticas: al eliminar esas crías se interrumpe la lactancia y la hembra queda en condiciones de embarazarse, lo cual favorece el éxito reproductivo del macho matador.
La estadística que menciono es atroz. Nos advierte sobre la condición humana y acaso nos traiga esa cuota de realismo tan escaso cuando los humanos nos juzgamos como especie.
París de principios del siglo XX atrajo artistas de todo el mundo. Muchos críticos de arte reclamaron el nacionalismo artístico, enfatizando las diferencias entre los locales y autóctonos y los extranjeros… los extraños, entre ellos Picasso, Joan Miró y Marc Chagall.
La misofonía es un trastorno neurológico que provoca una sensibilidad extrema a ciertos sonidos. Los afectados reaccionan con irritación, desconciertan a su entorno y se genera un clima de tensión que afecta la convivencia y relaciones sociales.
Un paseo a dos voces y dos estilos por Churriana, un pueblo al lado de Málaga que alguna vez fuera una barriada y actualmente forma parte de la ciudad.
La artista guatemalteca explora la relación entre la humanidad y la naturaleza, y cómo se afectan mutuamente. Desde su estética del vacio, la destrucción que causa un hongo o las termitas no es solo pérdida, sino una redefinición de significado.
SUSCRIBIRSE A LA REVISTA
Gracias por visitar Letra Urbana. Si desea comunicarse con nosotros puede hacerlo enviando un mail a contacto@letraurbana.com o completar el formulario.
DÉJANOS UN MENSAJE
Imagen bloqueada