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Edición
36

El cuerpo como texto y el texto como cuerpo. Entrevista a Marta Sanz

Madrid
Cuando la invención literaria ilumina los momentos vulgares de las vidas comunes.
Foto: María Teresa Slanzi

Clavícula es sin duda un libro autobiográfico. Pero llamarlo solo así es simplificar un trabajo complejo. En él, la autora refiere personalmente y a través de lo que siente en su cuerpo, a una realidad exterior concreta. Nos habla de cómo ella vive y experimenta por ejemplo su menopausia, la precariedad económica o la incertidumbre acerca del futuro. Estas vivencias personales son agregadas a las de otras mujeres, con lo que ella las hace extensivas al entorno social que la rodea.

Sus fragilidades, expuestas a la luz en una prosa directa y muy franca, mueven al lector a pensar en esos temas que tratamos de dejar de lado, a veces por temor o porque la velocidad de la vida diaria y la falta de tiempo nos brinda una buena justificación para la distracción.  Marta Sanz habla en Clavícula con toda honestidad acerca de sus éxitos, pero también de sus dudas y sus debilidades. Alejándose así y por completo del estereotipo del escritor privado, que en su aislamiento evade hablar en sus textos de sus experiencias personales, utilizando lo que Sanz llama “las máscaras o telas sinuosas que cubren”.

Marta Sanz Pastor nació en Madrid y estudió Literatura Contemporánea en la Universidad Complutense de esa ciudad. Lleva publicadas doce novelas, dos ensayos y tres libros de poesía. Ha escrito cuentos y publicado también en varios volúmenes colectivos.

hasta qué  punto nuestra libertad tiene que ver con el cumplimiento de nuestros deseos, eso que nosotras creemos que son nuestros deseos…

A lo largo de su extensa carrera literaria Sanz fue reconocida con importantes distinciones. Su libro Los mejores tiempos obtuvo el Premio Ojo Crítico de Narrativa, y fue finalista en 2006 del premio Nadal con Susana y los viejos. En 2015 ganó el premio Herralde de Novela con Farándula. Su novela Daniela Astor y la caja negra recibió varias distinciones en España, entre ellas el Premio Tigre Juan y el Premio Cálamo.

En Clavícula hablas de lo que llamas “el dolor biológico y el dolor sociológico” …

Como sabes es un libro autobiográfico, surge de un momento en que yo estoy atravesando en un vuelo el Océano Atlántico, y siento un dolor en la clavícula y entonces a partir de la experiencia personal, intransferible, de ese dolor comienzo a hacer preguntas acerca de si mi dolor tiene una causa fisiológica, una patología, lo que me asusta muchísimo. Me pregunto hasta qué punto ese dolor está relacionado con una época de trabajo muy exigente, que me genera ansiedad y luego me pregunto hasta qué punto eso que llamamos ansiedad y esas enfermedades patológicas se pueden separar de la presión laboral a la que estamos sometidos todos en el mundo en que vivimos. Y en qué medida nuestros dolores, a menudo, no son más que somatizaciones de esa sobreexplotación, de esa híper-exigencia, que creo además que nos afecta muy especialmente a las mujeres.

Leyéndote, es inevitable que cosas similares que llevamos adentro salgan, se materialicen frente a nosotros. ¿Es ese el efecto que buscas en el lector, o simplemente estabas hablando de lo tuyo, una especie de catarsis personal?

Son las dos cosas a la vez. Es verdad que es un libro autobiográfico que surge de una persona que tiene confianza en la capacidad de la escritura para poder aliviar las neuralgias personales. En un primer momento nace de una pulsión completamente egoísta; a mí me duele algo y voy a utilizar la escritura  para intentar poner orden en el caos mental y existencial que en mí produce el dolor. Pero a medida que voy escribiendo me voy dando cuenta exactamente de lo que tú has dicho, que esa pulsión egoísta tiene un reflejo en muchas personas de la comunidad a la que yo pertenezco y entonces me empecé a dar cuenta de que lo que estoy escribiendo desde este yo aparentemente personal e intransferible, concierne a la comunidad. De modo que la autobiografía, hasta cierto punto, se empieza a convertir en un género político y la terapia, lo que hubiera podido ser terapéutico o exclusivamente catártico, se convierte para mí en un reto literario. Tengo que buscar las mejores palabras para comunicar esa verdad, esa experiencia femenina diferenciada que estoy viviendo, a todos mis lectores.

Lo que me gustaría mucho subrayar es que, en la época en que vivimos, en que parece que todos los relatos, todas las ficciones, todo el lenguaje se aborda desde la desconfianza, desde la posibilidad de la mentira de los relatos, lo que intento trabajar en este libro es que el lenguaje todavía puede ser un depósito de autenticidad y de verdad, que nos puede servir para contar las cosas que nosotros sentimos que nos han pasado. Que puede servir para contar la verdad y comunicarnos con los que están más allá de nosotros. Creo que es un libro en el que se fusiona de una manera bastante razonable esa primera pulsión egoísta de la escritura con esa conciencia del otro, que ya tiene que ver más que con la escritura, con la literatura como institución.

En Clavícula hablas del cuerpo de las mujeres y dices “que es el que más se rompe y más se fractura en la medida en que somos las primeras víctimas de la precariedad”. 

Lo que conozco muy bien sobre este tema es la realidad española. Y lo que te puedo decir  es que cuando en España empezamos a sufrir las primeras “cornadas” por decirlo así, de la crisis, las primeras que cayeron en el riesgo de pobreza y exclusión fueron las mujeres. Está sociológicamente comprobado. Me refería a eso por un lado y luego lo quería relacionar con la fragilidad a todos los niveles. La fragilidad de las mujeres de mi edad, la fragilidad de las mujeres que están viviendo también la menopausia.  A esa fragilidad vital, fisiológica y a los miedos atávicos normales del ser humano respecto a la soledad, la muerte, la vejez y la enfermedad, en mi caso y en el de muchas mujeres españolas, se suma el miedo a un horizonte precario. Nosotros estábamos viviendo en un país donde no se cuestionaban las pensiones, donde la seguridad social era un colchón bastante sólido, y de pronto, esa seguridad se desmorona, se pone en tela de juicio. Con lo cual nuestra conciencia de la fragilidad se multiplica por mil.

Y en el caso de las mujeres, también lo que ocurre es que hay muchas enfermedades femeninas que no están lo suficientemente bien descritas. Entonces hay patologías femeninas que tardan mucho tiempo en ser diagnosticadas. Mientras tanto, en ese lapso de tiempo en el que tú todavía no concibes que todavía no te diagnostiquen, entras en lo que llamo en Clavícula “la caja de las locas”.  Te dicen, bueno, tómese un ansiolítico, lo que sucede es que está muy nerviosa, es el histerismo, la ansiedad. Y muchas veces no es así. Muchas veces lo que te ocurre es que hay enfermedades que tardan mucho en ser diagnosticadas, porque al final de todo, la medicina también es un relato. Y es un relato que se produjo a partir de un patrón heteropatriarcal. A la escritora inglesa Hilary Mantel le demoraron nueve años en diagnosticarle una endometriosis, y estuvo a punto de morir. Y mientras se consideraba que ella era una escritora híper sensible y loca, ella estaba a punto de meter la cabeza en el horno, como Silvia Plath.

Las enfermedades femeninas transitan por un territorio que es por una parte lo mágico, por otra lo psicopatológico y por otra parte de lo sexual-histérico y eso a mí me parece tremendamente preocupante que suceda a comienzos del Siglo XXI.

cuando optamos por la máscara, cuando utilizamos personajes de ficción por no reproducir miméticamente la peripecia autobiográfica, en ese mecanismo incluso nos desnudamos más que cuando hablamos en primera persona.

A mí me interesa mucho cuando la variable de género se cruza con la variable de clase y entonces aparece un concepto de la debilidad que está sexualmente marcado, genéricamente marcado, económicamente marcado y también por una clase. A mí me gusta mucho lo que dijo una vez el empresario estadounidense Warren Buffett cuando se enteró de lo que estaba ganando su secretaria y lo que su secretaria pagaba a la hacienda pública y lo que pagaba él.  Dijo algo así como “me he dado cuenta de que la lucha de clase no solo no ha acabado, sino que la vamos ganando nosotros”.

¿Como ves el actual culto al cuerpo, no solo en el caso de las mujeres, sino también de los adolescentes y los hombres, y cómo interviene la tecnología en este fenómeno de ruptura de la división entre lo orgánico y lo artificial?

Bueno, para elaborarte esto tendría que escribirte una tesis casi doctoral (risas). Es un tema apasionante, a mí me interesa mucho y además lo he tratado en varios de mis libros. Por una parte, a mí me interesa hablar del cuerpo por dentro, de las hipocondrías, de las enfermedades, de las substancias orgánicas que nos componen, pero aparte también me interesa esa dimensión del cuerpo que tiene que ver con las apariencias, y que se relaciona con los dictados culturales. Y creo que, en este aspecto, aunque es verdad que los muchachos jóvenes empiezan a verse afectados por algo que tradicionalmente nos preocupaba a las mujeres, las mujeres seguimos siendo las mayores afectadas por ese “imaginario de la belleza” que al final lo que nos genera es una tremenda infelicidad que nos conduce a tomar decisiones que tienen que ver con la violencia quirúrgica.

Cuando una compañera o amiga me dice que se va a operar los pechos, la respeto porque es algo que ella quiere hacer. Aunque lo que yo reflexiono a través de ese tipo de decisiones es hasta qué  punto nuestra libertad tiene que ver con el cumplimiento de nuestros deseos, eso que nosotras creemos que son nuestros deseos,  o si nuestra libertad tendría que ver mucho más con formularnos preguntas como de dónde provienen nuestros deseos. Muchas veces esos deseos, sin darnos cuenta, están proviniendo de una expectativa masculina, de un canon de belleza que se relaciona con lo perpetuado en la literatura y las artes hace muchísimo tiempo. Y pienso que todavía vivimos en un mundo en el que las mujeres, hagamos lo que hagamos, nos equivocamos. Entonces procuro no juzgar a las mujeres porque tengo un poco la sensación de que si tú eres una mujer y decides no depilarte las axilas dirán que eres una guarra, y si decides someterte a un programa láser que cuesta mucho dinero, eres una frívola.

A mí lo que me preocupa es ese prejuicio permanente con respecto a las mujeres, que en el caso de Clavícula lo podríamos llevar al terreno del dolor. Porque yo veo dos tipos de relaciones de las mujeres con el dolor. Por una parte, están las princesas que se acatarran con una corriente de aire y hay que darle las sales, y por otra parte están las mujeres que pueden con todo, que se rompen la espalda y aunque estén enfermas cuidan a los hijos y los maridos, que no se quejan jamás y son resignadas. Creo que los dos modelos femeninos, el de la híper vulnerabilidad y el de la mujer abnegadísima y poderosa, si lo llevamos al terreno laboral me parece que son dos modelos muy conflictivos. Esto también quería abordarlo por debajo en un libro como Clavícula.

Hay otra intromisión cultural en el cuerpo humano. La de la ciencia y la tecnología, que prevé que en el futuro el hombre va a ser tecnificado físicamente. ¿Cómo ves el concepto de que la ciencia puede usar el cuerpo humano como pivote para implantar la tecnología y hacerlo funcionar?

Mira, te soy sincera, sobre este asunto me cuesta mucho manifestar una opinión porque no creo disponer de una información suficiente. Pero, pese a ello, me arriesgo y creo que lo que tenemos que encontrar en este caso, de una manera muy aristotélica, es un punto medio en el que se encuentre la virtud. Soy partidaria de los avances tecnológicos, en especial los que repercuten en la felicidad y la ausencia de dolor en los seres humanos. Al mismo tiempo creo que no podemos sacralizar la naturaleza, y decir que hay que hay que respetar lo natural y vincularlo a unas esencias humanas intangibles.

Todos tenemos muchas cosas que decir y queremos imponer nuestra voz y nuestro criterio, pero estamos perdiendo un poco nuestra capacidad de escucha…

Creo que, entre el extremo de la mecanización absoluta que puede enturbiar nuestro concepto de la condición humana y la vuelta a las cavernas mamíferas, tenemos que encontrar un punto medio de equilibrio. Creo que además esto es un reto para las personas que escribimos, los pensadores y los intelectuales, porque se están produciendo cambios de una manera vertiginosa. Y esto nos obliga a pensar de un modo que no sea apocalíptico, que no vaticine el fin de los tiempos, pero a la vez creo también que esto no puede neutralizar nuestra conciencia crítica. En esa franja intermedia es donde  procuro moverme, y reflexionar en textos como Clavícula, y sobre todo en la anterior novela que se llama Farándula y que hablaba de eso, de cómo resultaba inquietante para las personas de los círculos culturales ese cambio vertiginoso de lo analógico a lo digital. También creo que esta transformación nos envejece prematuramente porque hay muchas cosas de ella que no entendemos.

Dices en Clavícula que todos los textos son autobiográficos y que “a veces las máscaras o las telas sinuosas que cubren el cuerpo son menos púdicas que una declaración en carne viva”.

Esto se relaciona un poco con lo que te comentaba al principio. Yo tengo un concepto de la invención literaria en la que ella tiene más que ver con cómo el lenguaje puede servir para iluminar momentos vulgares de las vidas comunes. Eso es para mí la invención literaria, mucho más que el hecho de inventar caballeros templarios o tramas sofisticadísimas en las que sacas un conejo de la chistera. Esa idea, especie de conciencia que he ido adquiriendo a través de los años de lo que la literatura es para mí, me ha llevado por una parte a sentirme cansada de las ficciones convencionales y también a darme cuenta de que en la literatura siempre contamos una cosa a través de otra cosa y que elegimos nuestra metáfora. Yo en este momento me siento más cómoda habiendo elegido la metáfora de la carne, del encarnizamiento, que es el pensamiento de Marguerite Duras y el epígrafe con que se abre el libro Clavícula, “Uno se encarniza. No se puede escribir sin la fuerza del cuerpo”. Pero a lo largo de mi vida utilicé la metáfora de la máscara y entonces representé sentimientos, insatisfacciones o preguntas que a mí como ser humano me interesaban, a través de personajes de ficción.

Creo que muchas veces, cuando optamos por la máscara, cuando utilizamos personajes de ficción por no reproducir miméticamente la peripecia autobiográfica, en ese mecanismo incluso nos desnudamos más que cuando hablamos en primera persona. Es un poco la sensación que he tenido al revisar todos los libros que yo había escrito hasta ese momento. Por eso digo que toda la literatura es autobiográfica, porque creo que al final, nuestros vestidos, nuestras máscaras literarias están revelando lo que nosotros somos, nuestra posición en el mundo, nuestra ideología, lo que pensamos de las cosas y estamos revelando las chinas que nos duelen en el zapato.

¿Cuándo sentiste que debías dejar la ficción tradicional en tu narrativa y cómo fue que encaraste tu actual franqueza frontal?

La primera vez que me sucedió fue cuando cumplí cuarenta años, cuando escribí La lección de anatomía. Después de haber escrito novelas sentimentales, o algunas un tanto raras como El frío, Lenguas muertas, Los mejores tiempos o Animales domésticos, que es una novela netamente social, de pronto pensé que me apetecía muchísimo escribir un texto autobiográfico. Un texto donde echara la vista atrás y viera como me había convertido en la mujer que era, a través de mis relaciones con los relatos de otras mujeres de mi entorno: mi madre, mi abuela, mis compañeras de trabajo y mis amigas. Y cómo mi cuerpo, y aquí volvemos a la metáfora del cuerpo como texto y el texto como cuerpo, se había convertido en el papel donde se habían caligrafiado los momentos más importantes o más repetidos de lo que había sido mi experiencia vital. Surge con los cuarenta años la necesidad de escribir ese libro, y fíjate que pensé que me iba a costar mucho trabajo escribirlo y me llevé la sorpresa de que me salió de la manera más natural.

Al enfrentarme a la memoria, me di cuenta que la memoria es un músculo que lo vas ejercitando que crece, y te da mucha información.  En esa novela relato extensivamente mi vida, no como una sucesión de anécdotas ejemplares, no como una sucesión de hechos singulares que me separan del resto de las personas sino todo lo contrario. Todo lo que mi vida tiene de rutinario de común y de compartido con los otros me interesa mucho, y me interesa ver cómo todo eso puede tener interés para los demás por la manera de utilizar el lenguaje y la palabra.  A partir de ese momento me puse a trabajar un poco en esa dirección de contar la “normalidad”, con todas las comillas del mundo, para reivindicar que desde la “normalidad” se pueden aprender un montón de cosas y se puede tener nivel literario.

Esto tiene que ver con decir la verdad, que tú asociabas con la cultura actual, en la que la separación entre la mentira y la verdad se ha convertido en una cosa difusa.

Esto tiene que ver con que desde hace muchos años, y creo que a nivel global,  se perdió de manera absoluta la confianza en lo que se llamaban los meta-relatos, y también se perdió la confianza en la capacidad del lenguaje para ser el depósito de autenticidad. Solo se abordaba la creación literaria desde las posibilidades más mañosas o juguetonas del lenguaje. A mí me apetece utilizar la lengua literaria, no para hablar de la verdad como algo único, algo teológico o sacralizado, sino para hablar de la posibilidad de las verdades de las experiencias individuales que pueden de algún modo unirnos de manera fraterna con los demás. Creo que estamos muy necesitados de esto en la época de las post-verdades y en la época de las mentiras manifiestas, y creo que en este sentido la literatura puede ser un espacio para la resistencia y para el desarrollo de la conciencia crítica. Un lugar donde tener la posibilidad de mirar el mundo con unos ojos diferentes a la de los medios de comunicación o a la manipulación a la que todos estamos sometidos en mayor o menor medida.

Creo que vivimos rodeados de ruidos, y que muy pocas veces paramos a escucharnos los unos a los otros. Todos tenemos muchas cosas que decir y queremos imponer nuestra voz y nuestro criterio, pero estamos perdiendo un poco nuestra capacidad de escucha, de escucha silenciosa de las contribuciones interesantes que pueda aportar el otro.  Creo que tenemos la necesidad de reflexionar, de pensar las cosas dos veces, de recuperar la capacidad de argumentación, de recuperar la empatía con el otro. De no asociar el pensamiento a las cosas veloces, a lo efímero, a lo publicitario. Creo que todas esas cosas que tenemos que contrapesar se asocian con ciertos avances tecnológicos y un lugar muy bueno para ejercer ese contrapeso es la literatura.

Otra cosa que me preocupa muchísimo y que de algún modo indica lo hipócrita que son las sociedades en las que vivimos, es que por una parte cuando la gente insulta esgrime el concepto de la libertad de expresión, confundiéndola con el exabrupto y el insulto. Por otra parte, somos una sociedad con la piel finísima, donde utilizamos cada vez más el concepto de la corrección política. Entonces, en qué quedamos. ¿Cómo se compatibiliza lo uno con lo otro?  Creo que estamos en un momento muy  delicado, en el que tenemos que formularnos muchas preguntas e intentar responder a ellas de manera literaria.

¿Estás trabajando en un nuevo libro?

Te voy a ser completamente sincera, no. No estoy trabajando en ningún nuevo libro porque saqué bastante seguido Farándula y Clavícula y he llegado a la conclusión de que este último y lo que estoy contando ahí, lo que le pasó a mi cuerpo y que reflejo en este libro, fue un poco la consecuencia del estrés al que me sometió el hecho de haber ganado el premio Herralde con Farándula. Estoy encantada y agradecidísima a Anagrama y al premio Herralde que ha conseguido que sea visible para escritores y lectores latinoamericanos, que antes no lo era. Pero por otra parte el premio me colocó bajo un foco al que no estaba acostumbrada. Yo era una escritora más modesta, y estar bajo el foco frente a tantas personas me fragilizó. Habrá otras personas a las que la experiencia las puede envalentonar, pero a mí me hizo tomar conciencia de mi pequeñez, y de ahí probablemente vino la experiencia de escribir Clavícula.

Ahora tengo que pararme y pensar. Porque además creo que soy una escritora que nunca ha escrito por escribir, que siempre su escritura ha nacido de una necesidad de contar lo que podía tener que ver con sus experiencias intelectuales o vivencias físicas. De modo que en este momento tengo que parar y decidir si verdaderamente merece la pena que tome la palabra y que los lectores dediquen su tiempo a un texto que yo haya escrito.

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