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Edición
13

El cuarto de la vida

Barranquilla
El recrudecimiento de la dolorosa y prolongada guerra en el Medio Oriente nos hace reflexionar sobre el sentido mismo de esta, e igualmente, sobre la mayoría de las guerras que se han desencadenado en la humanidad por diferencias de tipo religioso, racial o nacional. Ante tales circunstancias, la memoria individual evoca experiencias muy íntimas y personales que corroboran lo absurdo y banal que representan las mismas. Esta es una de esas historias que podrían servir de reflexión y cuestionamiento sobre la justificación de dichos conflictos.

Considerando la situación de guerra que vive una vez más el Medio Oriente, no puedo evitar evocar las memorias de esa otra guerra, la guerra privada que luchaba mi hijo de catorce años junto con toda su familia, la guerra contra la Leucemia. El escenario ha perdurado en mi mente a través de los siete años ya transcurridos desde su muerte; se ha convertido en una obsesión. Tuvo lugar durante las últimas dos semanas de su vida en el cuarto de un hospital cancerológico pediátrico de la ciudad de Houston, Texas en Enero del 2002. Me pregunto por qué a dichos cuartos les llaman «habitaciones», cuando su función no es habitar sino simplemente proporcionar un espacio para recibir tratamientos médicos.

Para describir este escenario, me gustaría mencionar algo acerca de mi hijo. Era el segundo de tres hermanos que nacieron y crecieron en el seno de una familia con profundos arraigos a la tradición y cultura Judía. Era un muchacho alto, delgado, de piel morena, cabellos oscuros, dientes blancos grandes y unos expresivos ojos negros con gigantescas pestañas que siempre suscitaban algún cometario de las chicas. Debido a los prolongados tratamientos que requieren este tipo de enfermedades, el hospital estaba dotado, entre muchas otras cosas, de un colegio y una cancha de básquetbol interna para el uso de los «pacienticos». Habiendo sido mi hijo deportista desde que aprendió a caminar a los 10 meses de edad, uno de sus lugares favoritos del elegante hospital era precisamente aquella cancha.

Abdulmayid trata de transmitirle toda la fuerza necesaria para el camino que habría de tomar mi hijo por sí solo. La puerta del cuarto esta entreabierta. Afuera una pequeña pantalla de televisión transmite las noticias del día; la Intifada en el Medio Oriente en todo su esplendor, muertos por todas partes,judíos y musulmanes abatiéndose unos a otros…

En una de las tantas ocasiones que pasamos jugando básquetbol, entra a la cancha, soportado por muletas, un muchacho de mediana altura, moreno, con gruesas cejas y dientes muy blancos. Abdulmayid (lo escribo como se pronuncia ya que nunca supe cómo se deletreaba) era musulmán y originario del Líbano. Tenía en su cara una sonrisa gigantesca y enseguida empezó a tomarle el pelo a mi hijo. Se colocó una botella vacía de Coca-Cola en lugar de la parte inferior de su pierna, amputada hacia un par de meses debido a un cáncer de hueso y habiendo perdido su cómodo hogar, pretendía buscar algún otro órgano en el cual instalarse. Mi hijo, que estaba siempre dispuesto al humor aun en las peores circunstancias, le respondió también con alguna suspicacia, y desde ese momento se volvieron como hermanos. Asistían juntos al colegio y molestaban a todas las enfermeras, camilleros y prestigiosos doctores. Cualquiera que se les atravesara por el camino seria presa de sus bromas.

Cuando mi hijo ya no resistió más la quimioterapia y la radiación que tuvieron a bien darle para lograr hacer un segundo trasplante de medula, Abdulmayid se acercó a mí para hacerme una pregunta. Quería permiso para acompañar a su amigo en su última travesía y rezarle a su Dios para que no sufriera. Después de consultar con mi hijo y con el rabino que me había acompañado a través de todos estos momentos difíciles, le informé a Abdulmayid que tanto él como su Dios estarían bienvenidos. Menciono lo del rabino porque como suele suceder en momentos de impotencia total, recurrimos a la religión y nos aferramos a sus creencias y leyes para poder sobrellevar el miedo a la muerte.

Retomo pues la escena que vivirá en mi mente por siempre. Estoy sentada en una silla en una esquina del cuarto donde mi hijo se encuentra ya sin fuerzas para continuar su atrevida y prolongada hazaña. Abdulmayid esta sentado en su silla de ruedas con un pequeño libro del Corán. La mano de su amigo reposa entre sus manos. Con lágrimas en los ojos, Abdulmayid trata de transmitirle toda la fuerza necesaria para el camino que habría de tomar mi hijo por sí solo. La puerta del cuarto esta entreabierta. Afuera una pequeña pantalla de televisión transmite las noticias del día; la Intifada en el Medio Oriente en todo su esplendor, muertos por todas partes, judíos y musulmanes abatiéndose unos a otros…

En estos momentos cuando se ha recrudecido la guerra con tanta violencia y dolor para ambos lados, reflexiono y recuerdo. No olvido como dos muchachos jóvenes en la plenitud de sus truncadas vidas se unen ante el dolor sin importar el color, la raza o la religión. Para ellos no existen rencores ni odios. Ese día se unirían para siempre, como en un pacto que no contempla ese pasado que debe quedar atrás.

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