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Si la infancia se caracteriza por una necesidad de explorar su cuerpo y el mundo, ¿Cuál sería ésta necesidad? ¿Qué pretende explorar el niño a través de sus búsquedas y movimientos? ¿Dónde se origina ese impulso por conocer lo que lo rodea? Y finalmente: ¿Qué cuerpo y qué mundo le ofrece la globalización cultural para conocer, experimentar y explorar?
El primer mundo, la globalización cultural y económica sin frontera encabezada por Estados Unidos, nos da algunas respuestas a los interrogantes que acabamos de enunciar. En las diferentes fiestas de fin de año muchos padres norteamericanos se encontraron frente a la compleja decisión de elegir regalos para sus bebés recién nacidos. La oferta de objetos y juguetes era tal que ellos tenían que elegir entre: “la Baby Einstein Library” una video estimulante del cerebro para bebés de seis meses, las cintas magnetofónicas de “Baby Mozart” y las tarjetas electrónicas de “Baby Webster”. Los anuncios televisivos informan: “Los padres inteligentes quieren dar a sus hijos el mejor aprendizaje inicial posible”.
Según un grupo de investigadores de mercado de Estados Unidos, en los últimos años, las ventas de estos productos científicos que cada año se renuevan y complejizan técnica y tecnológicamente para bebés se multiplicaron, a la vez que los productos “clásicos” de juguetería han disminuido.
No nos extraña que bajo el lema “Ropas para niños y bebés. Expresamente diseñadas para adultos”, se le ofrezca a los padres que compren para su hijo recién nacido, bikinis, cinturones, alhajas, pijamas de odaliscas, gorros de baño, botitas de explorador, vestidos para jugar al tenis, trajecitos, shorts, etc. Además de una nueva serie de “cosméticos especiales” para el primer año de vida del bebé, ofertas todas acompañadas de un moderno mobiliario imprescindible para ser una buena y exitosa madre que culmina en un extenso catálogo de cunas, cuyo último modelo se balancea sola con diez diferentes melodías y canciones infantiles que se pueden programar de acuerdo a las preferencias de cada uno.
Desde esta globalización cultural el bebé ocupa una posición de objeto a estimular, a tecnificar, a adecuar, a domesticar de acuerdo a parámetros supuestamente inteligentes y eficaces.
A partir de esta nueva realidad globalizante y técnico-científica volvamos a los interrogantes: ¿Qué realidad virtual le ofrece el primer mundo al bebé para que explore, investigue, juegue y represente?
Nos atrevemos a conjeturar que desde esta globalización cultural el bebé ocupa una posición de objeto a estimular, a tecnificar, a adecuar, a domesticar de acuerdo a parámetros supuestamente inteligentes y eficaces, que como ya lo hemos propuesto en el libro “La función del hijo. Espejos y laberintos de la infancia”, funcionan como un espejo para los padres; dicho de otro modo, si los niños responden al estímulo dado, transforman al estimulador, en este caso a los padres, en una persona inteligente.
Ser inteligente como padre, y podemos extender este concepto al ambiente clínico, o como terapeuta estimulador de bebés, en este mundo global, es estimular con la última tecnología, que dice cómo hacerlo, de qué modo, con qué frecuencia y de acuerdo a que proceso, en la denodada búsqueda de la eficacia y los resultados objetivos para obtener un brillante o armónico desarrollo temprano autónomo.
Videos y juegos electrónicos que terminan por transformar o determinar los gestos, las posturas, el modo de caminar o hablar de los niños, a la vez que se infiltra en sus deseos, sus gustos y decisiones.
Hoy en día los padres norteamericanos se obsesionan por criar hijos inteligentes, brillantes y triunfadores, transformándolos desde el nacimiento en objetos de mercado, exportando a todo el mundo sus nuevos productos tecnológicos para estimular la inteligencia. No es de extrañar entonces la impresionante influencia de los programas de TV, los videos y juegos electrónicos que terminan por transformar o determinar los gestos, las posturas, el modo de caminar o hablar de los niños, a la vez que se infiltra en sus deseos, sus gustos y decisiones. En esta cultura global el bebé o el niño con alguna problemática orgánica en su desarrollo, se presenta como un objeto-sujeto mucho más vulnerable e indefenso frente a semejante invasión tecnológica y productiva. Mucho más si pensamos que en la primera infancia los espejos del niño son los que el Otro, padres, sociedad, docentes, cultura, le ofertan, le ofrecen y le permiten realizar.
Para el bebé recién nacido, recordemos que etimológicamente la palabra bebé es un galicismo empleado por los romanos y significa: “Niño muy pequeño que aún no habla”, el mundo existe como algo amorfo, caótico, desordenado, desorganizado, sin límites y, por lo tanto, sin sentido. Al mismo tiempo sabemos que toda experiencia humana esta determinada por el lenguaje y la cultura, justamente es allí, donde se origina la aventura del niño recorriendo sentidos que el Otro otorga para que él pueda ir apropiándoselos. Pero cuando el Otro le ofrece una fórmula, una rutina, unos ejercicios, una respuesta mecánica-repetitiva para ser más inteligentes y mejores, el mundo del bebé queda cerrado, despojado de misterios, de enigmas, de ficción, de invención. El bebé anónimo encarna así la cruel reproducción de la supuesta inteligencia moderna y global.
Cuando el Otro le ofrece una fórmula, una rutina, unos ejercicios, una respuesta mecánica-repetitiva para ser más inteligentes y mejores, el mundo del bebé queda cerrado, despojado de misterios, de enigmas, de ficción, de invención.
Muchas veces es esta inteligencia, sus parámetros, sus supuestos y performances las que a algunos profesionales les permite evaluar y diagnosticar un fracaso escolar, un síndrome de falta de atención, un retraso madurativo -donde a veces determinan hasta la cantidad de meses y días del retraso, por ejemplo: unos padres que consultan porque les dijeron que su hijo tenía un “retraso madurativo de un año, cuatro meses y quince días”- o un problema en el desarrollo, TGD (Transtorno General del Desarrollo), autismo y psicosis infantil, con la incertidumbre y la estigmatización que semejante sentencia acarrea, tanto para el funcionamiento parental, como para el filial.
A partir de esta globalización nos preguntamos cuál es el lugar que esta cultura otorga para que el bebé y sus padres construyan un espacio ficcional, lúdico, de creación, artificios y experiencias donde el niño al jugar con su cuerpo, y el de sus padres, construya sus representaciones conquistándolas para posteriormente llegar a representarse.
Tanto el cuerpo, como la palabra, serán representaciones para el niño sólo si él puede explorarlas y fundamentalmente inventarlas, y sabemos que el niño ejerce esta libertad al jugar con ellas, el desbordarse con sus sonidos que poco a poco se transforman en palabras o al jugar con el cuerpo del otro, con la piel, los bordes corporales, para reencontrarse con los suyos y culminar apropiándose de su cuerpo a partir de la construcción de su imagen.
Como vemos claramente la supuesta inteligencia no depende de la estimulación, ni de las respuestas mecánicas, ni en el otro extremo, de la libertad, la espontaneidad y el ilusorio desarrollo autónomo del niño, si no que depende en gran parte de la escena y el escenario que en su deseo de sujeto monta ese Otro, factor esencial para la creación de la estructuración y el desarrollo del sujeto-niño.
Los padres son los primeros Otros de los niños, y lo son pues al bebé le suponen un saber, tan es así que, aunque los bebés no hablan, los padres o quien ejerza esa función, actúan como si hablara, o sea, construyen una ficción. Es así que le preguntan si le gusta o no la comida, si tiene frío o calor, si quiere pasear o salir de la casa, si tiene sueño o quiere comer, si desea bañarse o estar en la cuna jugando. Preguntas todas que suponen en el recién venido un saber y su respuesta.
Ante estos interrogantes, ¿cómo responde el bebé si no habla? El pequeño hablará a través del Otro, o sea de lo que sus padres traduzcan e interpreten de sus gestos, sus posturas, sus reacciones tónico-reflejas, su gestualidad facial, sus gritos o sonidos corporales que se reflejarán como un espejo donde ambos terminarán re-conociéndose, el hijo en su funcionamiento y el padre en el suyo.
A diferencia de la cultura mediática y global que nos plantea en el bebé un saber efectivo y ya sabido acerca de su inteligencia y la de sus padres que se tendrán que desarrollar partiendo de la estimulación, la respuesta y el estímulo, nosotros, desde una concepción opuesta, planteamos que los padres suponen en el bebé un saber hacer ficcional, que es un puro supuesto, pues se inventa en la escena y el escenario creado en la experiencia con el niño. En ese encuentro, de deseos, demandas, placeres y amores se estructurará un bebé como niño deseante y se inventará a la vez, un nuevo saber que con cada bebé será diferente. Esta diferencia esencial entre un sujeto-bebé y otro sujeto-bebé, se debe a que con cada hijo un padre se re-conoce en otra posición y por lo tanto inventará otro saber-hacer con cada nuevo hijo y al hacerlo lo nombra a él como nuevo padre.
La supuesta inteligencia no depende de la estimulación, ni de las respuestas mecánicas, ni en el otro extremo, de la libertad, la espontaneidad y el ilusorio desarrollo autónomo del niño.
En esta escena dialéctico amorosa los padres inventan un saber-hacer acerca de su hijo, el hijo sin darse cuenta, inventa un saber-hacer sobre sus padres. De allí que un nuevo hijo representa siempre asombro, creación, descubrimiento, sorpresa e invención, cualidades todas que rompen la uniformidad de la inteligencia eficaz y moderna.
Este juego de saberes y haceres escénicos entre padres e hijos enuncia un desconocimiento originario: del lado de los padres desconocen cómo será ese recién nacido, qué le gustará, cómo reaccionará, a quién se parecerá, cómo se desarrollará, cuándo se sentará, caminará, hablará, escribirá, leerá… Del lado del hijo, es el desconocimiento acerca de su origen, de sus padres, del deseo y la demanda del otro, de las cosas, de su cuerpo, del mundo, el que lo impulsará a querer y desear conocer.
En definitiva, es el des-conocimiento el que funda e impulsa el deseo de conocer, y con él, su incipiente demanda de curiosear y saber. Es este el gran viaje que emprende el bebé. El es pasajero de su propio viaje que no está programado y mucho menos estandarizado pues se trata de un camino, de una historia a inventar y, al realizarla, él se inventa viajando, gestándose en relación al Otro como sujeto deseante. ¿Cuál es el secreto que lo lleva al bebé a explorar, a inventar, a representar, a jugar y de este modo a conocerse?
El secreto no es otro que un laberíntico enigma indescifrable que el pequeño no podrá encontrar, pero justamente como le resulta imposible descifrarlo continuará curioseando, inventando y aprehendiendo. Esa es la gran aventura. Ocurre entonces que, para un bebé, la mano y sus movimientos , lo sorprenden, lo agitan o lo calman, a la vez el repertorio de posturas son para él una novedad, la sinestesia acaricia sus sensaciones nacientes y al tocarse casualmente su cuerpo, descubre que al tocar es tocado al mismo tiempo que toca. Es un toque en lo intocable del acariciar.
En ese encuentro, de deseos, demandas, placeres y amores se estructurará un bebé como niño deseante y se inventará a la vez, un nuevo saber que con cada bebé será diferente.
El descubrimiento del bebé es activo, emocionante, discontinuo y disarmónico, plagado de nuevas sensaciones perceptivas -propioceptivas, interoceptivas, cenestésicas, térmicas, táctiles, visuales- que en tanto tales no tienen el más mínimo sentido si no se resignifican a su vez como llamado o demanda a ser descifrada y correspondida por otro. Toda esta efervescente actividad choca frente a un límite corporal si no llega a resignificarse como producción de sí. Para que ello suceda el niño tendrá que instituirse y constituirse en una imagen corporal que en un primer momento es la imagen del cuerpo del Otro.
Para instalar esta primera imagen el Otro deberá ofrecerle al niño no sólo la palabra o la imagen, si no su propio cuerpo en escena para ser explorado, jugado, desbordado e identificado como si fuese el suyo. A su vez este Otro que encarna la función materna, tendrá que dejarse explorar, tocar, babear, oler, mamar por el bebé, o sea dejarse desbordar por él (función del hijo) para luego colocarle un borde, un límite (función paterna) al desborde impulso del niño. Es esencial comprender que es necesario dejarse desbordar por el niño para colocarle el borde escénico. Posteriormente esta actitud del bebé podrá resignificarse para él como exploración o toma de conciencia de sí.
Esta extraña dialéctica del desborde y el borde, del desconocimiento y el conocimiento le posibilitará al bebé que su cuerpo sea objeto de una revelación y una conquista. El niño se dará cuenta que el cuerpo es de él, y por lo tanto habrá conquistado dos espacios: por un lado, el de su imagen, en la cual se reconoce y es él, y por otro lado, el de su cuerpo que a partir de allí, de su imagen corporal, le pertenece y lo diferencia de otros, construyendo de este modo su esquema corporal haciendo uso de él. Se estructura así una conquista imaginaria, donde el niño es conquistado y cautivado por una imagen para luego desarrollarse, separarse y apropiarse de ella -conquista simbólica- y de ese modo procurar dominar y controlar el indomable impulso corporal-pulsional -conquista real- lo que determinará y delineará su deseo de explorar y conquistar al mundo.
Al hacerlo se explorará a sí mismo tomando conciencia de su espacialidad, su corporalidad y sus límites. El cuerpo de un bebé es el lugar escénico de revelaciones y conquistas cuya fuente es el Otro y él mismo.
El des-conocimiento el que funda e impulsa el deseo de conocer, y con él, su incipiente demanda de curiosear y saber.
En este contexto si el cuerpo del niño (por una patología de base o por la posición que el niño ocupa en el mito familiar o en el discurso de la globalización cultural) no revela nada, o sólo revela la organicidad, o simplemente es un objeto cognitivo a estimular inteligentemente, o a dejar que se desarrolle “libremente”, no habrá escena simbólica, ni conquista de sí posible. La sensación corporal sin significación carece de sentido y peor aun, el niño existe en esa pura sensación cenestésica (balanceos, automutilación, estereotipias, pellizcos, babeos, rítmias) sin imagen, sin escenario y sin escena. El niño existe así en sus sensaciones por fuera del sentido, en un espacio abismal y siniestro, sin límites ni bordes.
Creemos comprender así la concepción aristotélica de la sensibilidad cuando en “De anima” afirma extensamente que: “Existe la sensación en potencia y en acto.” Desde el punto de vista del recién nacido si la sensación estuviera sólo en acto sin potencia, se sentiría sin imagen, sin referencia, carente de significación. Allí la sensación no se sentiría, si al contrario sólo hubiera sensibilidad en potencia la misma sería una entelequia, un espectro pero sin actualidad, o sea, sin que el recién llegado sea afectado por lo sensible. Podríamos conjeturar que un bebé en potencia objeto anónimo-inteligente a estimular, como nos propone la globalización cultural, sería como un alma sin cuerpo.
Paradójicamente, un recién venido en el que prevalece anónimamente su patología, su organicidad o discapacidad, en ese exceso, sería un cuerpo sin alma. Tal vez, estas metáforas nos ayuden a comprender la apertura del mundo del bebé, cuando al dejarnos desbordar por él en ese azaroso itinerario, vislumbramos la afirmación de Paul Valery: “Al cabo del espíritu, el cuerpo. Pero al cabo del cuerpo, el espíritu”. Puntos de encuentro, de aventura, donde se estructurará un bebé deseante y se articula la plasticidad simbólica con la neuronal.
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