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El espectáculo era doble: la ilusión de un tren que entrara al mar, y la realidad en nuestra tierra… Alberto Abello Vives
Se queda mirando a lo lejos, en silencio. De pronto, una sonrisa se dibuja en sus labios. Como si se acordara de algo por primera vez, me cuenta que nunca aprendió a hablar bien el español, y la gente en la calle le preguntaba, «Doña, ¿usted es de por allá?»
En realidad la abuela es de por allá. De más allá del Gran Mar, que cruzó de jovencita, soltera aún, huyendo de la guerra. Ella está aquí con nosotros, pero su corazón se quedó por allá, en un miserable pueblecito de Polonia… por allá se quedó con su hermanita menor, una chiquilla apenas, de largas trenzas rubias, a la que los nazis sacaron de la casa y fusilaron… así se lo contó un vecino de su pueblo muchos años más tarde, cuando ella viajó a buscar lo que había quedado de su familia. Sólo encontró las cenizas de un pasado no tan lejano… De por allá, donde su padre murió siendo ella una niña, dejando a su madre con 9 hijos y una tienda donde vendía arenques para mantener, apenas, a su numerosa familia.
Foto: Lizette Daza
La abuela es de por allá. Y cuando alguien le pregunta «¿cómo está?» contesta siempre, «¡cada día más vieja!» Y se acuerda más de los arenques que su mamá vendía que de lo que desayunó esta mañana, sentada a la mesa de la cocina.
Cuando la abuela llegó a nuestra ciudad aún no había pavimento. Las calles estaban llenas de arena, y las fuertes brisas hacían revolotear las faldas de las chicas. Sólo las chinas, en las granjas, usaban pantalones. «Los mismos pantalones sucios todos los días» repite la abuela, cada vez que cuenta el cuento. «Y vendían los huevos a calentaicinco».
La abuela llegó a Barranquilla junto a muchos otros inmigrantes. Entraban por Puerto Colombia. Desembarcaban ahí con los ojos llenos de ilusiones, sueños, y recuerdos de un ayer que habían dejado atrás para siempre. Apenas bajaban del barco, veían el ferrocarril. Parecía como si hubiera entrado al mar y les esperara al final del muelle… este viejo muelle que algún día fuera el más largo del mundo.
Aquí encontró el amor de su vida, otro joven inmigrante de ojos claros, transparentes.
Siendo yo muy niña mi abuela y yo salíamos a buscar conchitas a la orilla del mar. Correteábamos por la playa, sintiendo como la fina arena se pegaba a nuestros pies descalzos. A veces llegábamos hasta el Hotel Esperia, donde la abuela pasó su luna de miel. Todavía se ruboriza cuando se acuerda del abuelo, de sus noches de amor, en esta vieja casona dilapidada….
Yo no le creía cuando me mostraba las fotos y me señalaba a esa hermosa jovencita con su larga cabellera flotando al viento… Ella lloraba a veces cuando recordaba … Es difícil reconocerla en esta vieja amargada y arrugada que camina a mi lado… Ya no llora… Ahora, un rictus agrio adorna su cara…
Esta mañana salimos a caminar, la abuela y yo. Como todos los domingos, fuimos hasta Puerto Colombia. El muelle estaba ahí, como siempre, abandonado a su suerte… un dinosaurio arcaico y gris tumbado al sol…
Buscamos conchitas, como hace tiempo, pero ya no se encuentra ninguna por estos lados. La abuela no se resigna a dejar perder sus recuerdos una vez más. Está decidida a limpiar estas playas de la desidia y el olvido en que se han sumido. Limpiarlas de las basuras que arrastran los arroyos los días de lluvia torrenciales de Barranquilla…. las basuras que el Río Magdalena acarrea y que vienen a templar aquí, a las antes bellas playas de Puerto Colombia.
De pronto, mientras recogíamos trozos de botellas viejas, papeles y toda clase de basuras, sentimos un ruido aterrador. La brisa se desató con violencia. Las garzas levantaron el vuelo, espantadas. Las olas comenzaron a golpear la orilla con más fuerza que de costumbre. Cuando volteamos a mirar, el muelle había desaparecido. A lo lejos se veía la vieja garita, sola y abandonada en medio del oleaje, desconectada de la tierra, como una foca perezosa que asoma a contemplar el cielo….
El muelle se hundió en las aguas turbias del Mar Caribe. Con él se hundieron los recuerdos de la abuela, las risas de mamá y sus hermanos, los chinos con sus hortalizas y sus huevos «a calentaicinco», la desidia y el abandono de mi pueblo…
¡Sopla brisa, sopla!
Y la brisa sigue soplando como en aquellos días aquí en La Arenosa.
Pero ya no levanta las faldas como en aquel entonces. Las niñas hoy en día usan pantalones, pantalones que, como los de aquellas chinas de sus memorias, aún tropiezan con la mirada de censura de la abuela…
Barranquilla, Colombia, marzo 28, 2009
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Una invitación provocadora: Un relato en tercera persona cargado de recuerdos, como aquellos de cuando contemplábamos esa mole larga de cemento y hierro que se perdía en la inmensidad del mar, o de cuando nos tirábamos en la playa, empuñando en las manos mojadas piedritas con olor a marisco para soñar `sueños´ que nunca quizás se realizaron por temor a que se cumplieran; un estremecedor clamor decidido y valiente en defensa de un ambiente sano y el eterno problema de los inmigrantes. Felicitaciones por esa evidente y mu mexicana preocupación mostrada por aquellos que un día se fueron de su país, por el «viejo muelle de mi tierra, triste atracadero…», por el mar Caribe y por el río Magdalena. Saludos. Leonardo Gutiérrez Berdejo