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Una ley que llevaba ya debatiéndose desde 2014 entró en vigencia el 1 de enero de 2017 en Francia, según ella los trabajadores tienen el derecho a ignorar un email, WhatsApp, u otro tipo de comunicación de las empresas cuando se está fuera del horario de trabajo.
El derecho a la desconexión laboral cobija ahora a los trabajadores galos. Pero, lo cierto es que este rimbombante estatuto sólo es aplicable para empresas de más de 50 trabajadores y, dado que no castiga a quienes incumplan, sino que invita a conciliar entre las partes al respecto de la “intromisión aceptable” sobre los espacios post laborales, resulta ser más una enunciación de derechos que un cambio en prácticas que dependen del uso – y abuso. Además, hay que tener en cuenta que se trata de una problemática que afecta a sólo parte de los trabajadores franceses ya que son mayoritariamente los mandos intermedios y la alta dirección de las compañías quienes participan de esta relación con su oficio, que los lleva a estar quemados y continuamente subordinados por su rol laboral.
La aparición de esta legislación nos abre la puerta a varias reflexiones. La primera es la evidencia de que la realidad precede siempre al derecho y por ello es necesario que el mismo se adecue a las circunstancias que ella impone. Los avances tecnológicos, la globalización de las relaciones comerciales y de servicios, la ubicuidad de las comunicaciones, así como su inmediatez, deviene en un mundo que funciona 24 horas los 7 días de la semana.
La existencia de la interconexión en red modifica nuestra relación con el tiempo social local y global, establecemos un nuevo contrato de uso con el reloj.
Entre los pueblos primitivos el tiempo se medía en relación al quehacer, por los procesos habituales de las tareas y necesidades domésticas, así como por los ciclos naturales que ordenaban el ritmo social. El reloj no ocupó el centro de la vida común hasta el siglo XVI, cuando comenzó a erigirse en iglesias y lugares públicos. Sin embargo, fue ya en la era industrial cuando el reloj mecánico y el de bolsillo, que luego se trasladaría a las muñecas de la gente, resultó funcional a las necesidades de una época de trabajo sincronizado y disciplinado, donde pasó a ser un decir común que “el tiempo vale oro”, y ello se tradujo en paga y dinero. Si en las sociedades primitivas el tiempo pasaba, en las modernas el tiempo se gastaba. El reloj impuso una percepción del transcurrir medido en horas que no fue habitual antes del SXIX.
La jornada laboral sincronizada fue funcional al modelo de trabajo de la fábrica. En las últimas décadas del siglo XIX fue imponiéndose en la cultura occidental el consenso respecto de que debería respetarse una faena de ocho horas, en el Congreso de Ginebra de 1866 lo avaló la Asociación Internacional de los Trabajadores y se sostuvo este ideal en Estados Unidos, en Australia y, en las primeras décadas del siglo XX, también se impuso en España y América Latina.
Sin embargo, en el siglo XXI el mundo del trabajo va adoptando nuevas modalidades, entonces este tipo de reclamos y triunfos parecen quedar descolocados. Los cambios en las condiciones tecnológicas han ido penetrando en las últimas décadas todos los resquicios de la sociedad. La faena se ha internacionalizado y globalizado, y los ciudadanos empezamos a vivir en carne propia que la jornada laboral activa se extiende tal como la circunvalación del planeta, sin principio ni fin. En alguna parte de nuestro universo laboral, siempre es de día.
Esparcimiento y creatividad, ocio y eficiencia, pueden convivir en un positivo balance.
Las nuevas generaciones que nutren buena parte de los puestos laborales de hoy en día aprecian el trabajo en organizaciones más flexibles y comunicativas que las que predominaban otrora, a las cuales perciben cercanas a modelos autoritarios y verticales. Muchos actualmente dan prioridad al abanico de oportunidades que abre el trabajar desde la casa u otras localizaciones en las cuales logran sentirse más productivos sin necesidad de estar sujetos a un horario externo impuesto y pudiendo hacer coexistir en buen equilibrio la vida personal, de los hobbies, la afectiva o familiar, junto con el cumplimiento de los objetivos productivos-laborales. Esto nos habla de novedosas maneras de apreciar lo que incumbe al mundo del trabajo, que no remite sólo aquello que uno hace para ganarse la vida, sino que tiene además un rol central en tanto que motor y articulador social.
Como conclusión, cabe acordar que siempre es bueno y digno de celebrar cuando los estados cumplen con su función primigenia de proteger de sus ciudadanos, promulgando códigos, dándoles herramientas para poder marcar límites frente a abusos posibles, mejorando la calidad de vida de todos. Pero también resulta evidente, dado que los hechos siempre anteceden al derecho, que hace falta pensar y reflexionar mucho para elaborar nuevas y mejores leyes adecuadas al mundo del trabajo del siglo XXI que tengan en consideración las necesidades de los ciudadanos en esta etapa global contemporánea. ¿O acaso tiene sentido una legislación que hable de un mundo de trabajo que está siendo tan radicalmente modificado?
El poder que tienen las palabras para dar sentido a nuestras vidas y solidez a las instituciones.
Julia DeForest Tuttle junto a Marjory Stoneman Douglas, ambientalista e hija del editor del Miami Herald, y la política de María Leopoldina Grau forjaron la identidad de una ciudad que podía haber quedado destinada a ser un pantano donde juegan los caimanes.
La escritora Carolina de Robertis habla sobre el desafío de construir una identidad auténtica siendo parte de una minoría, de fundar una familia elegida y de no resignar la libertad, aunque la cultura no tenga lugares disponibles para ser diferente.
Ante los frecuentes cambios que enfrentamos, lo disruptivo se ha convertido en una forma de describir el mundo en que vivimos.
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