Desde nuestros ancestros más remotos, la humanidad se ha dividido en dos polos sexuados: hombres y mujeres. En nuestros tiempos convulsivos, esa distinción está siendo puesta en tela de juicio por algunos movimientos feministas, desde cuya óptica los roles sociales deben ser deslindados de las determinaciones orgánicas.
Mientras que tradicionalmente se adoptó un punto de vista puramente biologista, y se designó como sexo lo que compete al cuerpo sexuado, masculino o femenino -diferencia anatómica para nada trivial, pues ella es, por lo general, determinante en casi todas las prácticas biológicas y no biológicas), en la actualidad, la palabra “género” alude a la significación sexual del cuerpo en la sociedad –masculinidad o femineidad–. Así, en el marco de esta distinción, el género no depende de la diferencia anatómica, pues es tenido por un constructo.
La teoría queer, radical e iconoclasta, impulsó con fuerza inusitada la idea de que, puesto que las nociones de identidad sexual y de identidad de género son el producto de una construcción social, no existen roles sexuales esencial o biológicamente inscriptos en la naturaleza humana, sino formas socialmente variables de desempeñar uno o varios papeles sexuales.
La deconstrucción de la normatividad tiene su límite en lo real y que la diferencia sexual no puede ser asimilada a un rol meramente social.
Coautor de Cuerpxs equivocadxs: hacia la comprensión de la diversidad sexual (Paidós), el médico psiquiatra Adrián Helien declara que «la sexualidad es una construcción que tiene una base biológica, pero también es un fenómeno cuerpo-mente. La conformación de la sexualidad de cada uno va a ser aprehendida en un contexto social, vincular y afectivo que va a terminar de tallar ese cuerpo y esa mente. Hoy entendemos que hay distintas formas de expresión sexual, prácticamente inabarcables. Lo que creíamos que era una estructura fija, que no podía cambiar, hoy lo leemos como una construcción más flexible y fluida”.
Sin embargo, en esa jugada en defensa de la deconstrucción de la normatividad –sostenida en la tesis de una presunta plasticidad del sexo que lo tornaría mudable–, se pasa por alto que esa deconstrucción tiene su límite en lo real y que la diferencia sexual no puede ser asimilada a un rol meramente social. En El sexo y la eutanasia de la razón, Joan Copjec observa que mientras las diferencias raciales, de clase o étnicas se inscriben en el orden simbólico, la diferencia sexual es una diferencia real, “no puede ser reconstruida, ya que la deconstrucción es una operación que sólo puede aplicarse a la cultura, al significante”, mientras que la diferencia sexual es real y escapa al dominio del orden significante.
La partición binaria de los géneros nació con Adán y Eva y perduró hasta hace unas pocas décadas –aun cuando fuera a veces una identificación identitaria al servicio de la transmisión de las propiedades en el seno de la familia. En dichos términos la retrató el marxismo clásico, el que propondría una atractiva teoría sobre las políticas que habrían regulado la sexualidad a lo largo de la historia.
Los defensores de esta nueva forma de vivir la sexualidad sostienen que el género neutro ofrece la oportunidad de reinventarse a sí mismo todo el tiempo, sin las obligaciones de cumplir con las expectativas sociales sobre los roles de género.
Con el advenimiento de los estudios de género y el apotegma de que absolutamente todo es una construcción cultural, las distinciones entre el género, entendido como las actitudes y conductas que la sociedad asocia con el sexo biológico, el sexo biológico con el que venimos al mundo y la orientación sexual que se refiere a si nos gustan los varones o las mujeres, ya no alcanzan para etiquetar a los géneros que se multiplican como los panes y los peces.
Una vez salidas del closet, las diferencias identitarias se multiplicaron desconociendo límite alguno: hombres, mujeres, gays, lesbianas, transexuales, bisexuales… Reconociendo esa diversidad, la ley de identidad de género sancionada la Argentina en el 2012 autorizó a que las personas trans (travestis, transexuales y transgéneros) sean inscritas en sus documentos personales con el nombre y el género según el cual se autoperciben, independientemente de su sexo biológico. Pero, a juzgar por las nuevas tendencias, ya sufrió el proceso de obsolescencia: la aparición de los “género neutro” compatibiliza con la ley, porque depende de la autopercepción, pero discrepa de la letra de la ley, en cuanto para una persona que se autopercibe como “agénero” o “pangénero”, la elección radica en la no elección.
Desafiando a la gramática a partir de la pragmática, esto es, de los usos del lenguaje, el pronombre para llamarlos no es ni femenino ni masculino ni singular: no es ni “él” ni” ella”, sino uno más general: “ellos”. Acuñado el término en 1995 como una autodescripción, a partir de febrero de 2014 es una de las 50 opciones de identidad disponibles en Facebook y ya es admitido por universidades estadounidenses. Los defensores de esta nueva forma de vivir la sexualidad sostienen que el género neutro ofrece la oportunidad de reinventarse a sí mismo todo el tiempo, sin las obligaciones de cumplir con las expectativas sociales sobre los roles de género. En verano pueden desear un voluptuoso cuerpo femenino o unos músculos varoniles bien trabajados (si cuentan con esos atributos) y en invierno ocultarlos bajo vestimentas andróginas.
la construcción de la identidad nunca se hace de manera egológica, sino a partir de la mirada de otro.
Cada vez más personas deciden no definirse en relación con una determinada identidad sexual. Y desde el respeto a la autonomía, podría reconocerse el derecho inalienable de cada persona a definir o, en su defecto, a no definir su identidad sexual. Pero lo cierto es que, mal que nos pese, no vivimos aislados, sino que convivimos en una red con otros individuos con los que nos relacionamos afectivamente. De allí que la construcción de la identidad nunca se hace de manera egológica, sino a partir de la mirada de otro. Y dicha fluidez puede causar equívocos y hasta provocar un daño en quienes se resisten a admitir esta permeabilidad cuando se vinculan con esos otros.
Si adoptamos una posición agnóstica de los cambios sociales, advertimos que las tendencias tapan a las tendencias, como capas geológicas que se van sedimentando, ocultando lo que subyace a la superficie. Sólo así se comprende que haya salido a la venta un pegamento para adherir moños y pompones a las cabezas de las bebés llamado Girlie Glue. “Nunca es demasiado pronto para ser femenina”, insta el argumento marketinero que aspira a contracorriente a hacer de las nenas, “nenas” y, en un giro de vuelta a lo binario, distinguirlas de los varones con moños y pompones. El final de la historia, si ganará la madre naturaleza o si vencerán las construcciones humanas, lo ignoramos. Tal vez sea, de ahora en más, como el “pangénero”: una cuestión de modas.
Para los wayuu el mundo está lleno de seres atentos al universo, algunos son humanos y otros no. La noción de personas en el cristianismo, el judaísmo y otras religiones de occidente ubican a los humanos como los seres centrales del universo. ¿Cuál es la riqueza de una cultura sin esa jerarquía?
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