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Desde tiempos inmemorables los hombres y mujeres forman grupos en los cuales establecen lazos, disponen deberes y derechos, ejercen posiciones y jerarquías, donde todas las partes involucradas en la relación tienen sus lugares y, en cierto punto beneficios, por el mero hecho de ser parte de la comunidad. Esto fue así en los reinos más primitivos y en los imperios antiguos; fue evidente en el mundo medieval, donde los señores feudales prestaban protección a sus siervos a cambio de lealtades y trabajo en las tierras comunales. Lo mismo, con particulares matices, se perpetuó en los reinos del Mundo Moderno a través de la relación de los reyes con sus súbditos y, con el surgimiento de los Estados Nacionales, nuevas pertenencias identitarias unieron a los miembros.
Dicho esto, ser y sentirse parte de un gran grupo, pueblo, reino, o nación, no es nada nuevo. Los individuos se auto-perciben como parte de estas comunidades imaginadas[1], donde es dudoso que todos los componentes de la misma se crucen entre sí, aunque en la mente de sus miembros exista la idea de comunión; y a pesar de que existan al interior de las sociedades infinitas desigualdades y diferencias, de todas formas, sus elementos se perciben como hermanados en esa unidad por la cual, en circunstancias precisas, muchos están dispuestos a dar sus vidas.
Desde fines del siglo XVIII y hasta nuestros días el mundo se fue organizando en Estados Nacionales, unidades políticas que se proclaman limitadas y soberanas, que enarbolan libertad, igualdad y fraternidad entre sus slogans fundacionales, y que operan como grandes sistemas culturales que acuden a mecanismos diversos para generar en los habitantes imaginarios o ficciones verdaderas[2] que les permitan reconocerse enlazados a la comunidad.[3]
Los individuos se auto-perciben como parte de estas comunidades imaginadas , donde es dudoso que todos los componentes de la misma se crucen entre sí, aunque en la mente de sus miembros exista la idea de comunión…
Pero además, instituciones como la familia donde se transmiten valores morales, las relaciones con la gente más cercana, donde se comparten sentidos comunes y naturalizaciones; todos aquellos lugares donde se pone en práctica lo que hace a las costumbres y lo aceptable de un tiempo histórico social concreto, allí también operan los aparatos culturales de una época/lugar. A cuestas con todos estos mandatos los individuos construyen sus subjetividades, entienden sus formas de ser y estar en el mundo, y se instituyen como ciudadanos, esos seres protegidos por las leyes y representados por sus gobernantes, que son la médula de los Estados Nacionales modernos.
con todos estos mandatos los individuos construyen sus subjetividades, entienden sus formas de ser y estar en el mundo, y se instituyen como ciudadanos…
En las últimas décadas estamos asistiendo a un cambio profundo que se viene dando en forma concomitante en varios frentes entrelazados. Por un lado, tenemos la expansión del mundo global, de las economías transnacionales, la internacionalización de la oferta y la demanda. Pero a esto debemos sumarle el innegable desarrollo tecnológico, que agiliza esta globalidad y se entromete en todos los aspectos de la vida, facilitándola, cambiándola, posibilitando avances en las ciencias y el conocimiento, difundiéndolo, transformando las comunicaciones, abaratando los transportes y acercando individuos. Así las distancias físicas ya no se perciben como problema, porque la tecnología desrealiza sus dificultades. También, cada vez más las personas se interconectan a través de novedosas redes virtuales y desde ellas, y lo que en ellas circula, construyen sus identificaciones y pertenencias, desde donde se perciben a sí mismos y a los otros como iguales o diferentes, donde se aceptan o excluyen cual miembros de una misma comunidad.
Con el crecimiento del mundo global y sus tecnologías también se dan cambios en los lazos sociales. Los hombres, que anclaban sus subjetividades identitarias en su condición de ciudadanos de los Estados Nacionales, empiezan a saberse ciudadanos globales, lo cual impacta directamente en las formas de relacionarse entre las instituciones, los individuos y sus representaciones. Asistimos a un cambio o sustitución de ficciones (o imaginarios) que se corresponde con un cambio de época, y el espacio por excelencia donde se generan, potencian y multiplican las adhesiones a este nuevo status identitario, hoy en día, es internet.
El ciudadano global se realiza como tal interactuando en las redes con otros individuos con quienes comparte intereses que los ligan. Pero toda vez que hace esto, sus apetencias son leídas y archivadas, sus preferencias se convierten en pautas de consumo -lo mismo de bienes materiales o culturales- que pronto le serán ofertadas a medida. La web que da sustento de realidad, de veracidad, a este tipo de comunidad imaginada, desrealiza a la vez la fortaleza de esta unión. En tanto expone cual consumidores a sus miembros, posibilita que lo social pase a un segundo plano.
Asistimos a un cambio o sustitución de ficciones (o imaginarios) que se corresponde con un cambio de época, y el espacio por excelencia donde se generan, potencian y multiplican las adhesiones a este nuevo status identitario, hoy en día, es internet.
Repitamos: La gran diferencia entre la ficción identitaria nacional y la global es que la condición de ciudadano enlazaba a los miembros a un conjunto, a una pertenencia grupal y esta actual ficción identitaria que nos conecta por sobre las banderas locales, como ciudadanos del mundo, nos iguala en tanto todos y en cualquier parte somos potenciales consumidores, nos empareja al individualizarnos. (O nos iguala desarticulándonos como sociedad e incorporándonos al conjunto cual target de consumos a medida). Un ciudadano global es, antes que nada, un consumidor.
Las nuevas tecnologías atesoran nuestros perfiles y retroalimentan nuestras preferencias, nos ofrecen opciones a medida de nuestros gustos previos y los foguean. Son los tan mentados algoritmos de nuestras visitas a la red que van dejando nuestras huellas. Y el mercado global y sin fronteras, que va por su maximización, nos tiene siempre en cuenta, nos recuerda y encuentra. Incluso, lo que antes nos daba la plaza pública, la calle, el vecindario y el mercado, aquello que las madres se enteraban en la puerta de la escuela cuando recogían a los niños tras la jornada educativa, resulta que hoy en día esa información de la vida cotidiana es provista por las redes. Facebook es el ágora de nuestros tiempos, pero también allí dejamos nuestras huellas de intereses y visitas, y cada vez que unimos los lazos desde donde construimos nuestras propias subjetividades de ciudadanos globales, el mercado vuelve a tener nuevos datos de nuestras predilecciones y posibles consumos. Convierte en algoritmos aquello que nos acerca a temas y grupos de afinidad.
Un ciudadano global es, antes que nada, un consumidor.
Transitamos ahora una etapa de incertidumbre, que es también, probablemente, un momento privilegiado de creación, de acontecimiento de la novedad. De a poco nuevos imaginarios nominan nuestras relaciones, las familias incorporan los nuevos lazos familiares, los medios de comunicación sustentan remozados discursos, valores y morales parecidos a los previos (aunque no exactamente coincidentes) van siendo compartidos, como siempre las leyes se adaptan a las nuevas necesidades, y aggiornadas instituciones instituyentes son el soporte de relatos verdaderos. El poder se reacomoda. Pero esta vez, por sobre cualquier otro, el poder es del capital.
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