Por
¿Es posible extraer una cosmovisión de las tragedias shakesperianas? ¿Podemos percibir al autor en alguna de las líneas de las mismas? ¿Son sus personajes fácilmente abordables?
Shakespeare es un misterio que el lector no logra descifrar leyendo su obra. Y algo de ese misterio pasa a sus obras, no maniqueas, tampoco burdas caricaturas del bien y del mal, sino múltiples y sobredeterminadas, fieles reflejos de la complejidad humana en su imposibilidad de lograr la abolición de las diferencias, y en la presencia del deseo, especialmente cuando se configura como vehículo de cierta perversidad o maldad, incluso de inclinaciones asesinas y criminales.
Ante estas y otras preguntas que podrían formularse infinitamente sobre las tragedias de Shakespeare no obtenemos más que respuestas parciales, infinitamente diversas como las preguntas; todas igualmente válidas en tanto interpretativas y por ende, no absolutas.
Al aproximarnos a su obra tenemos la percepción de estar ante un talento único en creatividad y en capacidad de absorción y crítica del medio socio-económico de la Inglaterra de su época para transformarlo en arte, elevarlo a la categoría de arte de la palabra. Del mismo modo que capta la época, capta con extrema lucidez lo invariable, lo que en cierta manera es constitutivo del ser humano, provenga de la nación que provenga, y de la época que sea, volviéndose así paradigmático de todas las épocas.
Sin embargo, Shakespeare es un misterio que el lector no logra descifrar leyendo su obra. Y algo de ese misterio pasa a sus obras, no maniqueas, tampoco burdas caricaturas del bien y del mal, sino múltiples y sobredeterminadas, fieles reflejos de la complejidad humana en su imposibilidad de lograr la abolición de las diferencias, y en la presencia del deseo, especialmente cuando se configura como vehículo de cierta perversidad o maldad, incluso de inclinaciones asesinas y criminales.
Deseo que acecha a la espera de la ocasión propicia para manifestarse, en todo su poderío y con toda su capacidad de destrucción.
Es por su complejidad que resulta una vía interesante de investigación tratar de extraer rasgos comunes, elementos que se repitan en las cuatro tragedias mayores, para así tener un esclarecimiento, un acercamiento no interpretativo a su obra, sosteniendo así la ilusión de «conocer» un poco más el genio «trans-histórico» que descansa al abrigo de su letra.
Hamlet: el héroe trágico y el amor a la verdad
«(…) ¿Qué es más levantado para el
espíritu: sufrir los golpes y dardos de la
insultante Fortuna, o tomar las armas
contra un piélago de calamidades y,
haciéndoles frente, acabar con ellas?
(…)» Hamlet. Escena I, Acto III
En Hamlet encontramos una aparente excepción al tinte «azaroso» del desencadenante de la tragedia, ya que Claudio, hermano del rey, da la impresión de haber calculado y deseado con fervor sustituir a su hermano en sus dos ocupaciones, como rey y como esposo de Gertrudis. Al llevarlo a cabo, no hace más que cometer dos crímenes en uno: un magnicidio y un fratricidio a la vez. Crímenes para los que la palabra traición parece no alcanzar para significarlos del todo. Allí está lo horroroso y lo imperdonable de Claudio. No se trata de que el rey, como el mismo le confiará a Hamlet como espectro, no hubiera cometido crímenes; pero lo inadmisible, lo antisocial, la ruptura brutal que lleva a cabo Claudio es cometerlos alevosa y calculadamente, en el seno de su propia familia.
Sin embargo, de no haber habido encuentro de Hamlet con la sombra de su padre asesinado, la tragedia que termina con la muerte de casi todos los involucrados, incluido Hamlet, no se hubiera desencadenado.
Probablemente el duelo hubiera opacado todo. Hamlet presentaba ciertas características de estar atravesando el duelo por su padre de mala manera, pero el rápido casamiento de su madre con su tío, despreciado por él, y la certeza de que éste había asesinado a su padre para sustituirlo, lo envuelven en un padecimiento insoportable.
En la escena II del Acto I, ante las exhortaciones de Claudio y de su propia madre para que olvidara la tristeza por la muerte de su padre y lo tomara como un hecho del orden natural de la vida, Hamlet replicará:
«(…) ¡Solo dos meses que murió!… ¡No, no tanto; ni dos! ¡Un rey tan excelente, que, comparado con este, era lo que Hiperón a un sátiro! ¡Tan afectuoso para con mi madre, que no hubiera permitido que las auras celestes rozaran con demasiada violencia su rostro! ¡Cielos y tierra! ¿Habrá de recordarlo? ¡Cómo! ¡Ella, que se colgaba de él, como si su ansia de apetitos acrecentara lo que los nutría! Y, sin embargo, al cabo de un mes… (…) ¡Fragilidad, tu nombre es mujer! (…) ¡Oh ligereza más que infame, correr con tal premura al tálamo incestuoso! ¡Esto no es bueno, ni puede acabar bien!».
…es obvio que su arrojo y coraje no eran suficientes, ya que implora a su amigo Horacio que él como testigo sea el portavoz de los sucesos verdaderos. Es decir que para restablecer el orden en el reino no era suficiente que Claudio muriera, sino que además debía saberse la historia de traición que lo llevaba a la muerte.
«¡No consientas que el tálamo real de Dinamarca sea un lecho de lujuria y criminal incesto! Pero de cualquier modo que realices la empresa, no contamines tu espíritu ni dejes que tu alma intente daño alguno contra tu madre. Abandónala al Cielo y a aquellas espinas que anidan en su pecho para herirla y punzarla!»
Como príncipe se ve llevado a actuar a partir de ese momento, de cierta manera, creando intrigas, trampas -como cuando hace montar la obra La Ratonera- incluso siendo cruel con quién más amaba, Ofelia, que evidentemente estaba reñida con sus principios humanísticos, y que lo arranca brutalmente del proceso de duelo mencionado más arriba.
Hamlet, prendado por un amor ciego a la verdad, no se detiene hasta desenmascarar a su tío, aún cuando casi pudiera intuir que perseguir la verdad hasta las últimas consecuencias podía costarle la vida, «Esto no es bueno, ni puede acabar bien», reducir su vida a vengar la muerte de su padre implicaba su sacrificio, y traicionar sus principios, ocasionando él mismo, varias muertes.
Hamlet muere con la esperanza de restaurar su nombre y el de su padre asesinado en el afecto del pueblo, y de que la verdad se sepa. Encontramos aquí de trasfondo en el discurso y los actos de Hamlet, los elementos del honor y del buen nombre, propios del humanismo, ausentes completamente de la visión tanto de su padre como de su tío.
De todas maneras es obvio que su arrojo y coraje no eran suficientes, ya que implora a su amigo Horacio que él como testigo sea el portavoz de los sucesos verdaderos. Es decir que para restablecer el orden en el reino no era suficiente que Claudio muriera, sino que además debía saberse la historia de traición que lo llevaba a la muerte.
Dice Hamlet al final de quinto acto:
«(…) Yo muero, Horacio; tú vives; explica mi conducta y justifícame a los ojos del que ignore…»
Y más adelante, cuando Horacio quiere suicidarse para morir junto a él:
(…) ¡Qué nombre más execrable me sobrevivirá, de quedar así las cosas ignoradas! Si alguna vez me albergaste en tu corazón permanece ausente de esa bienaventuranza, y alienta por cierto tiempo en la fatigosa vida de este mundo de dolor para contar mi historia»
En cierto modo, el fracaso de la empresa de Hamlet es que el reino quedaría en manos de Fortinbrás.
Respecto de la operación que Shakespeare realiza con el tiempo, es claro que a partir del retorno de Hamlet a Dinamarca, él en cierta forma, se hace «amo» del tiempo dramático, propiciando y acelerando los acontecimientos, el ejemplo más claro a mi entender, es cuando pide a los actores que representen para su tío Claudio y su madre, «La ratonera». Hamlet no espera que las cosas decanten solas. El las provoca, con una inteligencia y una astucia pavorosas, diferencia notable con las tragedias griegas, en las que el héroe queda a merced del tiempo y la voluntad de los dioses.
Macbeth: el individualismo a ultranza y la ferocidad femenina
«(…) Me atrevo a lo que se atreva un
hombre; quien se atreva a más, no lo es».
(…) ¡Un rostro falso debe ocultar lo
que sabe un falso corazón!» Macbeth.
Escena V, Acto I
En Macbeth el orden impuesto está vinculado con el reinado de Duncan, rey de Escocia. En un ambiente cargado de resonancias feudales y medievales, Macbeth destrozará brutalmente el sentido de vasallaje y del honor de todos y cada uno propio del feudalismo, para dar paso a una ambición desenfrenada, alimentada por la voracidad y la ferocidad de Lady Macbeth en sus ansias de poder y de figuración, propia del incipiente capitalismo que comenzaba a surgir en Inglaterra.
Macbeth destrozará brutalmente el sentido de vasallaje y del honor de todos y cada uno propio del feudalismo, para dar paso a una ambición desenfrenada, alimentada por la voracidad y la ferocidad de Lady Macbeth en sus ansias de poder y de figuración, propia del incipiente capitalismo que comenzaba a surgir en Inglaterra.
Volviendo Macbeth de cumplir su deber de valiente guerrero (junto a Banquo), y habiéndole otorgado el rey el título de thane de Candor, título feudal equiparable al de barón, por su coraje y valentía, tiene el encuentro fatal con las brujas, the weird sisters, las hermanas fatídicas) que le vaticinan que será rey (así como le anticipan el nuevo título de thane, aún ignorado por él. Así mismo le vaticinan que no tendrá descendencia, en cambio Banquo sí la tendrá y será «padre de reyes», aquí el apego a la época de Shakespeare se traduce en que trata especialmente bien a Banquo, ya que Jacobo I, rey ante el que se estrenó la obra, era descendiente directo de él.
Ese encuentro, descrito por Shakespeare en términos casi casuales, será el que despierte la ambición de Macbeth por acceder al trono, y la ferocidad de Lady Macbeth para empujarlo a lograrlo. Luego toda la tragedia se teñirá de sangre (morirá el propio Rey, asesinado por Macbeth en su propia casa, sus sirvientes, que serán inculpados por Macbeth, Banquo por iniciativa de Macbeth, Lady Macduff y su hijo, la propia Lady Macbeth envuelta en su locura, el propio Macbeth, a manos de Macduff, devolviéndole la corona al hijo del rey Duncan, Malcolm).
En la escena III del Acto I, sucede este diálogo entre Banquo y Macbeth:M:
«(…) ¿No tenéis la esperanza de que vuestros hijos serán reyes, toda vez que las que me dieron el título de Cawdor no les prometieron menos que a mí?»
B: «De aferrárseos al alma esa creencia, bien podrían elevarse vuestros deseos hasta la corona, por encima del título de thane y de Cawdor…Pero esto es extraño; frecuentemente para atraernos a nuestra perdición los agentes de las tinieblas nos profetizan verdades y nos seducen con inocentes bagatelas para arrastrarnos pérfidamente a las consecuencias más terribles…(…)»
Más adelante dice Macbeth:M:
» (…) ¿Por qué ceder a una sugestión cuya espantable imagen eriza de horror mis cabellos y hace que mi corazón firme bata mis costados, en pugna con las leyes de la naturaleza? (…) ¡Mi pensamiento, donde el asesinato no es aún más que vana sombra, conmueve hasta tal punto el pobre reino de mi alma, que toda facultad de obrar se ahoga en conjeturas, y nada existe para mí sino lo que no existe todavía!»
Vemos aquí claramente planteado el conflicto de discursos, que incluso llega a atravesar el alma de Macbeth, corrompiéndola.
En la escena V del Acto I, Lady Macbeth leerá la carta que le enviara su esposo contándole el encuentro con las brujas, y en un parlamento que llena de horror al lector, declara:
«(…) ¡Corred a mí, espíritus propulsores de pensamientos asesinos!… ¡Cambiadme de sexo, y desde los pies a la cabeza llenadme, haced que me desborde de la más implacable crueldad! (…)»
Luego, lo acusará de no tener agallas para actuar conforme a sus deseos, y degradará el amor que se tenían, incluso degradará su hombría.
Es en la escena VII del Acto I, en la que Macbeth vacila, en pos del agradecimiento y la lealtad que debe a su rey (primo de él, por otro lado), inclinándose finalmente por el asesinato, la ambición y la codicia. Dirá entonces, en la última escena del I Acto:
«(…) ¡Un rostro falso debe ocultar lo que sabe un falso corazón!».
Aquí es clara la elección ética de Macbeth, elección que sellará su destino.
A partir de aquí, el brutal matrimonio tomará en sus manos el desencadenamiento de la tragedia que produce el asesinato del Rey Duncan, precipitando tanto en hechos como temporalmente, el final hacia lo peor, con la clara incidencia de Lady Macbeth.
Será Macduff, vengando el asesinato de su esposa e hijo, el que finalmente ajusticiará a Macbeth, entregándole la corona a Malcolm, hijo y heredero de Duncan, al precio de todas las muertes descriptas anteriormente.
Estas palabras certificarán lo expuesto.
Si Hamlet pone en escena el conflicto entre la lealtad, el amor fraternal y familiar, el nombre y el honor por un lado, valores retomados por el humanismo renacentista, la traición y la lujuria por otro ejemplificadas en Claudio; Macbeth da cuenta el conflicto entre el bien común, el vasallaje y el honor que son la base de una organización feudal, y la ambición personal, pero sobre todo, ambición desmedida, encarnada en el matrimonio Macbeth.
Más adelante, Macduff declara:
– «¡Salve, rey, pues ya lo eres! ¡Mira dónde traigo la cabeza maldita del usurpador! ¡El mundo es libre! ¡Te veo rodeado de perlas del reino, que pronuncian mi salutación en sus almas, a cuyas voces invito a gritar con la mía: ¡Salve rey de Escocia!»
Si Hamlet pone en escena el conflicto entre la lealtad, el amor fraternal y familiar, el nombre y el honor por un lado, valores retomados por el humanismo renacentista, la traición y la lujuria por otro ejemplificadas en Claudio; Macbeth da cuenta el conflicto entre el bien común, el vasallaje y el honor que son la base de una organización feudal, y la ambición personal, pero sobre todo, ambición desmedida, encarnada en el matrimonio Macbeth.
El Rey Lear: el poder arbitrario, la palabra como apariencia y ornamento, y la incipiente burguesía.
«(…) ¿No es más que esto el hombre? (…) Tú eres el ser humano mismo. El hombre, sin las comodidades de la civilización, no es más que un pobre animal desnudo y ahorcado, como tú. (…) ¡Fuera, fuera, prestados! Vamos, desabotonémonos aquí». Lear. Escena IV, Acto III
Esta tragedia nos presenta dos historias paralelas que se entrecruzan, la del Rey Lear y la de Gloucester y sus respectivos hijos.
En cierta forma pone en primer plano el conflicto filial, dando a entender que el mismo atraviesa todas las capas sociales, incluida la realeza.
Lear se propone repartir su reino entre sus hijas, en «equivalencia» con el amor que le profesen, puesto en palabras. Es decir, poner en ecuación tierras por palabras elogiosas y de un amor obsecuente. Ejerce de manera absurda su poder de rey ante sus hijas, y en cierta forma, degrada el amor que ellas pudieran tenerle como padre. Reduce el amor a términos de intercambio.
La primera línea dramática concierne al Rey y a sus hijas: Lear se propone repartir su reino entre sus hijas, en «equivalencia» con el amor que le profesen, puesto en palabras. Es decir, poner en ecuación tierras por palabras elogiosas y de un amor obsecuente. Ejerce de manera absurda su poder de rey ante sus hijas, y en cierta forma, degrada el amor que ellas pudieran tenerle como padre. Reduce el amor a términos de intercambio, valiéndose del poder que le daba su investidura, y de ciertas licencias propias de su avanzada edad. Ante este planteo se revela Cordelia, la hija más pequeña y la más querida del rey. Ella declara, en la escena I del Acto I, que:
«(…) estoy segura de que mi amor es más rico que mi lengua».
Que habrá de:
«(…) Amar sin pronunciar palabra».
Esta posición de desprecio a las palabras que van dedicadas al rey presente en Cordelia, en otro plano que las que podrían dirigírsele a un padre, es sentida por el rey como un desaire y una afrenta, lo que lo lleva a desheredarla y a casarla con un extranjero, el rey de Francia. Aunque la posición asumida por Cordelia tiene más que ver con mostrarse radicalmente diferente de sus hermanas, ella no se detiene a pensar, o si lo hace desestima la situación, que su posición radical le significará el odio de su padre y la desgracia para ambos. Entre ellos tiene lugar este diálogo:
C: «Suplico todavía a Vuestra Majestad, si la razón de mi ofensa es la falta de este arte fluido y untuoso de hablar sin razonar, ya que lo que bien me propongo lo cumplo antes de decirlo, declaréis que no es la mancha de un vacío ni otra infamia, ni acción impura o paso deshonroso lo que me ha privado de vuestra gracia y favor; sino precisamente la carencia de aquello por lo cual soy rica: un mirar constantemente persuasivo y una lengua que me siento dichosa de no poseer, aunque el no poseerla me haya costado la pérdida de vuestra estimación».
L: «¡Más te valiera no haber nacido antes de no saber agradarme más!
A partir de aquí entonces, Lear dividirá su reino entre sus otras dos hijas, casadas con hombres ambiciosos y pusilánimes. Y al ver que éstos dejan de responderle y de venerarlo una vez heredadas sus tierras, sufre una gran crisis subjetiva que lo lleva a vagar sin rumbo por el páramo, «viaje» del que saldrá transformado, por ir más allá de las apariencias, aunque ya sea tarde para modificar los hechos y sus consecuencias. Lear entonces representa el discurso antiguo, relativo a la naturaleza y a la influencia de los astros sobre la voluntad de los seres y sus vidas, pero sobre todo representa la idea del vínculo de necesariedad entre la naturaleza y la realeza; sus hijas, por su parte, parecen tener en claro, incluida Cordelia, que las palabras tienen valor de acto, y su ausencia también lo tiene, y que la naturaleza tiene poco que ver con las decisiones humanas. Cordelia se resiste a responder al reclamo de su padre en tanto rey, y en ese punto desconoce su autoridad, se revela y por ello es sancionada. Las hermanas, falsas e hipócritas, parecen entender mejor lo que el padre está pidiendo, y lo satisfacen sin mayor culpa de que sus sentimientos no se correspondan con sus palabras.
Cordelia de este modo, no se constituye en una villana declarada ni decidida, pero no puede obviarse que es su posición la que desencadenará la tragedia de Lear y la suya. Será tal vez porque no decide concientemente comportarse como una villana, que Shakespeare les brinda a ella y a su padre, un final trágico, pero de encuentro en el amor y redención.
Muy diferente es lo que ocurre con el villano Edmundo, hijo ilegítimo de Gloucester, nacido de una noche de lujuria de su padre con una mujer vulgar.
Será esta cualidad de ilegítimo lo que lo dejará al margen de la herencia de su padre, destinada por completo a su hijo legítimo Edgar.
…las palabras tienen valor de acto, y su ausencia también lo tiene, y que la naturaleza tiene poco que ver con las decisiones humanas.
Esta situación que Edmundo vive como una tremenda injusticia lo llevará a ejercer su maldad contra su padre y su hermano, con el propósito de quedarse con sus tierras.
En la escena II del Acto I, dice:
«(…) ¿Bastardía? ¿Ilegitimidad? ¡A nosotros, que en el hurto lascivo de la Naturaleza extraemos mejor sustancia y calidad más vigorosa que las que entran en la procreación de toda una tribu de mequetrefes engendrada en un lecho desabrido…(…) Así, pues, legítimo Edgardo, he de poseer vuestro patrimonio. (…)»
Entonces, comenzará su conspiración para involucrar a su hermanastro Edgar en un supuesto intento de asesinar a su padre.
Gloucester comparte desde esta perspectiva, el discurso del antiguo poder de la naturaleza de Lear; en contraste con él, Edmund introduce brutalmente el discurso de la burguesía, es decir, la idea de que los derechos de cada uno no están dados por la cuna, sino por lo que cada uno sepa lograr con la responsabilidad que a cada uno le quepa a partir de sus actos.
Entre Edmundo y su padre acontece el siguiente diálogo, en la escena citada más arriba:G: «Estos últimos eclipses de sol y de luna no nos presagian nada bueno; aunque el conocimiento de la Naturaleza pueda explicarnos así y asá, ella misma, no obstante, se encuentra azotada por los efectos consiguientes; el amor se enfría, la amistad se disuelve, los hermanos se dividen. (…) los lazos entre los hijos y los padres, rotos. (…) El rey abandona la propensión de la Naturaleza; he aquí el padre contra el hijo. Hemos visto lo mejor de nuestro tiempo. Maquinaciones, falacias, traiciones y todos los desórdenes ruinosos nos seguirán inquietamente a nuestras tumbas. (…)»
E: «¡He aquí la excelente estupidez del mundo; que, cuando nos hallamos mal con la Fortuna, lo cual acontece con frecuencia por nuestra propia falta, hacemos culpables de nuestras desgracias al sol, a la luna, y a las estrellas; como si fuésemos villanos por necesidad, locos por compulsión celeste; pícaros, ladrones y traidores por el predominio de las esferas; beodos, embusteros y adúlteros por la obediencia forzosa al influjo planetario, y como si siempre que somos malvados fuese por empeño de la voluntad divina! ¡Admirable subterfugio del hombre putañero, cargar a cuenta de un astro su caprina condición! Mi padre se unió con mi madre bajo la cola del Dragón y la Osa Mayor presidió mi nacimiento; de lo que se sigue que yo sea taimado y lujurioso. `¡Bah! Hubiera sido lo que soy, aunque la estrella más virginal hubiese parpadeado en el firmamento cuando me bastardearon.(…)»
E: «(…) Si no por nacimiento, tenga yo tierras por ingenio. Hallaré bueno todo cuanto se amolde a ese resultado».
Vemos entonces, la voluntad decidida de Edmundo de hacerse de lo que le correspondía a su hermano, y en justificar todo acto, por más horroroso que fuera, con tal de conseguir dicho propósito. El contraste de discursos es evidente en este punto.
Así, de maneras diferentes y con propósitos diferentes, lo que hace que no podamos catalogar a Cordelia de villana, tanto Cordelia como Edmundo deciden imprevistamente romper con el orden de cosas natural para instaurar uno diferente, desencadenando de ese modo la tragedia, centrada básicamente en la errancia tanto física como mental del rey Lear, y la batalla con sus propias hijas y yernos, instigados por Edmundo.
Gloucester comparte desde esta perspectiva, el discurso del antiguo poder de la naturaleza de Lear; en contraste con él, Edmund introduce brutalmente el discurso de la burguesía, es decir, la idea de que los derechos de cada uno no están dados por la cuna, sino por lo que cada uno sepa lograr con la responsabilidad que a cada uno le quepa a partir de sus actos.
El final asume tintes catastróficos: Cordelia ahorcada, Lear muerto de tristeza al verla, Gloucester muerto ante el relato que su hijo Edgar, el pobre Tom en el páramo, de todo lo ocurrido, Regan y Goneril muertas por el amor de Edmundo, Edmundo muerto por Edgar. Para tomar las palabras de Edmundo agonizante, en la escena III del Acto V:
Edgard: «Intercambiemos caridad. Mi sangre no es menos noble que la tuya Edmundo; (…) Al que te engendró en tinieblas y lugar vicioso, le ha costado los ojos tanto vicio».
Edmundo: «Hablaste cuerdamente, en verdad; la rueda ha descrito su círculo completo. Heme aquí».
Es Edgar el encargado de poner punto final a la tragedia, rescatando lo que tanta sangre le hubo dejado de enseñanza:
«Preciso es que nos sometamos a la carga de estas amargas épocas; decir lo que sentimos, no que debiéramos decir. El anciano ha sufrido muchísimo; nosotros, que somos jóvenes, no veremos tantas cosas ni viviremos tantos años».
Otelo: la idealización del amor desexualizado y el siniestro saber de Yago
«¡El infierno y la noche deben sacar esta
monstruosa concepción a la luz del
mundo!» Yago. Escena III, Acto II
«(…) I´am not what I am!» Yago.
Escena I, Acto I
He dejado para el final esta tragedia por considerarla la más absurda de las cuatro y por ello, la más brutal. La desproporción que presentan los hechos con lo que en apariencia los ha originado es muy grande, casi hasta el límite de lo incomprensible. También es fundamental que en Otelo, tal como lo señalara H. Bloom en Shakespeare: La invención de lo humano, no hay ni el menor atisbo de humor. Tampoco encontramos la figura que usualmente es el contrapeso del villano en sus tragedias: el bufón. En Otelo Shakespeare parece no haber dejado margen para la risa que alivia de la mortificación del mal, de la opresión que implica la presencia de un deseo criminal.
Y Yago, el villano de esta tragedia, más allá de la supuesta afrenta del moro (no darle el nombramiento que él hubiera esperado), no parece necesitar excusas ni principios en los que justificar su maldad, gratuita e irradiada sin discriminación. La reacción de venganza y de resentimiento de Yago, que arrasa con todo el que se ponga en su camino y esté vinculado al moro es absolutamente desproporcionada en relación con el no nombramiento.
Ese exceso, esa desproporción es lo que a mi juicio, convierte a Yago en el villano por excelencia de las tragedias de Shakespeare. A diferencia de los otros villanos, en tensión o en ejercicio de una suerte de «contra-poder» que ataca y desgasta el poder legítimo, Yago ocupa toda la escena y se constituye en el agente indiscutido de todo lo que ocurre en la obra, sin contra-figura.
El desprecio por el amor y por sus semejantes son algunas de las características con las que Shakespeare delineó este personaje, de inusitada y alarmante vigencia en nuestros días.
El comienzo de Otelo nos pinta una Venecia de contrastes, o, para servirnos de otra imagen, una Venecia comparable a una olla a presión, pero que no ha estallado aún.
Tenemos por un lado, la presencia de un amor en apariencia tan grandioso como infantil: el de Otelo y Desdémona. El, moro y negro, ella cristiana, blanca, bella e inmaculada. Todo parece estar en armonía entre ellos.
Ese exceso, esa desproporción es lo que a mi juicio, convierte a Yago en el villano por excelencia de las tragedias de Shakespeare. A diferencia de los otros villanos, en tensión o en ejercicio de una suerte de «contra-poder» que ataca y desgasta el poder legítimo, Yago ocupa toda la escena y se constituye en el agente indiscutido de todo lo que ocurre en la obra, sin contra-figura.
Se reconocen mutuamente como ciudadanos equiparables en sus derechos, arrasando con las evidentes diferencias que los separan; reconocimiento que el resto de la comunidad no parece aceptar de buena gana, sobre todo el padre de ella, Brabancio, quién se ve tan afectado por el intempestivo casamiento de su hija con el moro, que Shakespeare lo hace morir del disgusto.
Ese amor, sublime para los enamorados pero incomprensible para casi todos los demás, es como todos los amores, idealizante. Pero a éste se le agrega otro factor fundamental que es el que Yago explotará para lograr la destrucción de Otelo: es desexualizado. Entre Otelo y Desdémona no ha habido aún consumación del matrimonio. Otelo no sabe, por no conocer en ese sentido a Desdémona, que ella es virgen. No ha «habido tiempo» aún para que el esposo, olvidando por un rato sus obligaciones militares, estuviera a solas con su mujer. Yago, herido en su amor propio por no haber sido nombrado teniente, se servirá de las características de ese amor para sembrar la insidia, la desconfianza en Desdémona, y las ansias de venganza en Otelo.
En estas palabras se define Yago, en la escena I del Acto I:
» (…) Hay otros que, observando escrupulosamente las formas y visajes de la obediencia y ataviando la fisonomía del respeto, guardan sus corazones a su servicio, no dan a sus señores sino la apariencia de su celo, los utilizan para sus negocios, y cuando han forrado sus vestidos, se rinden homenaje a sí propios. Estos camaradas tienen cierta inteligencia, y a semejante categoría confieso pertenecer. (…) ¡No soy lo que parezco!»
El plan de Yago, en mi opinión, va mucho más lejos que tratar de devolver el orden de cosas «natural» para la Venecia de la época (deshacer el matrimonio de Otelo y Desdémona por improcedente). Su plan incluye servirse de todos los que le sean útiles (por ejemplo el crédulo de Rodrigo), y luego aniquilar a todos los que fuera necesario, incluida su propia esposa.
Para llevar adelante su plan maquiavélico de venganza, Yago tendrá una estrategia discursiva impresionante: Jamás revelará sus verdaderas intenciones, y siempre se dirigirá al interlocutor de turno expresándose según lo que éste querría oír. El único deseo que anima a Yago es el de destrucción, aún de sí mismo, lo que lo hace un deseo bastante inhumano. No existe en él ningún deseo que lo amarre a la vida, a diferencia de los demás, que con sus limitaciones y puntos ciegos, sí los tienen.
Hará arder de celos injustificables a Otelo, relativos a Cassio, y despertará las sospechas de infidelidad de Desdémona. Otelo dirá en la escena II del Acto III:
«Por el universo, creo que mi esposa es honrada y creo que no lo es; pienso que tú eres justo y pienso que no lo eres. ¡Quiero tener alguna prueba! Su nombre, que era tan puro como el semblante de Diana, está ahora tan embadurnado y negro como mi propio rostro (…)»
Tal será la confusión que Yago inocule en el espíritu algo voluble de Otelo que le mandará asesinar a Cassio, sospechado de cometer adulterio con su esposa.
Vemos que si en lugar de dejarse embaucar por el palabrerío astuto de Yago, Otelo hubiera acudido al lecho con su esposa, hubiera podido comprobar por sí mismo que las sospechas eran infundadas, y hubiera asumido la traición de Yago. Pero el amor que lo unía a Desdémona parecía no incluir el goce sexual, sino estar «hecho» simplemente para otorgarle un status social de aceptación completa, al ser elegido por la doncella que tantos otros ofrecimientos de mejores bodas había rechazado.
Las cosas manejadas por Yago hasta lo increíble se precipitan, y en la escena II del Acto V Desdémona será ahorcada por las mismísimas manos de Otelo, en su lecho. Otelo clama:
«(…) ¡Oh maldito, maldito esclavo! …¡Demonios, arrojadme a latigazos de la vista de esta aparición celestial! ¡Hacedme rodar en los vientos sin reposo! ¡Asadme en azufre! ¡Sumergidme en las simas profundas del fuego líquido! ¡Oh Desdémona! ¡Desdémona! ¡Muerta! ¡Oh, oh, oh».
Una vez que Yago es apresado, tiene lugar una escena que deja sin palabras al lector. Cuando el moro interroga a Yago respecto de sus motivos para semejante ensañamiento, Yago, en la última escena del Acto V, responde:
«No me preguntéis nada; sabéis lo que sabéis. A partir de este momento, no pronunciaré ni una palabra»
¿A qué se referiría Yago? ¿Qué es lo que cada uno supo de sí a partir de la tragedia? Sabemos lo que Otelo supo, saber que lo lleva irremediablemente a la muerte. Dirá:
«(…) hablad de mí tal como soy; no atenuéis nada, pero no añadáis nada por malicia. Si obráis así, trazaréis entonces el retrato de un hombre que no amó con cordura, sino demasiado bien; de un hombre que no fue fácilmente celoso; pero que una vez inquieto, se dejó llevar hasta las últimas extremidades; de un hombre cuya mano, como la del indio vil, arrojó una perla más preciosa que toda su tribu; (…)»
…hay anteriormente al desencadenamiento de la tragedia, un orden impuesto, un discurso en equilibrio, un estado de cosas socialmente aceptado que es azarosa e inesperadamente, casi «contingentemente» vulnerado, en general la contingencia se viste de destino fatal en Shakespeare: las brujas de Hamlet, el no nombramiento de Yago por parte de Otelo, el desprecio por la palabra de Cordelia ante el reclamo de su padre. En definitiva un quiebre de discurso, entendiendo por discurso la modalidad de apropiación y distribución de los bienes y goces entre los sujetos.
Por haber asesinado a su esposa, el moro es destituído de su cargo, y Ludovico le dice que deberá detenerlo, ante lo cuál Otelo se expresa en los términos ya mencionados, y muere, víctima de las puñaladas que él mismo se infringe.
Yago por su parte, es condenado a sufrir los peores suplicios, sin intentar esbozar la menor defensa.
Frente al discurso del honor, de la hombría de bien y de la dignidad y la valentía, presentes en Otelo, Yago encarna el cinismo, la traición, la crueldad sin límites, la canallada sin motivo aparente. Con su inteligencia, vulnera el ser de las personas, se vale de sus limitaciones y de sus debilidades, para explotarlas al máximo, llevándolos hasta su destrucción.
Es desde esta perspectiva que el «saber – hacer» con los otros de Yago se nos vuelve dramáticamente contemporáneo y no nos deja de asombrar, por ello, que Shakespeare lo delineara hace más de tres siglos.
Los villanos: agentes del quiebre de discurso
Al leer Hamlet, Otelo, Macbeth y El Rey Lear , cierta estructura se vuelve evidente y participa de todas ellas: hay anteriormente al desencadenamiento de la tragedia, un orden impuesto, un discurso en equilibrio, un estado de cosas socialmente aceptado que es azarosa e inesperadamente, casi «contingentemente» vulnerado, en general la contingencia se viste de destino fatal en Shakespeare: las brujas de Hamlet, el no nombramiento de Yago por parte de Otelo, el desprecio por la palabra de Cordelia ante el reclamo de su padre. En definitiva un quiebre de discurso, entendiendo por discurso la modalidad de apropiación y distribución de los bienes y goces entre los sujetos.
Es como si Shakespeare hubiera sabido varios siglos antes de Freud, que intentar anular un acto, por más injusto que sea, con otro acto, por más justo que sea, no vuelve las cosas a su estado inicial, no restaura el estado de cosas, sino que inscribe un acto nuevo, consecuencia de los actos precedentes, que inevitablemente llevará la marca de todo lo ocurrido.
Los agentes de dichos actos son los villanos, seres aparentemente similares a los demás, que en determinada encrucijada se ven tentados, incitados por deseos propios o por factores externos, a cometer todo tipo de crímenes.
Comenzando por el crimen que en principio les daría el acceso a lo más deseado, pero continuando luego en una escalada de violencia de la que en última instancia terminan siendo víctimas también.
Crímenes que al poner en entredicho el discurso imperante y la autoridad (ya sea la del rey y/o padre- en Hamlet, en Macbeth y en El Rey Lear- o la de un general- en Otelo-) transforman a los criminales en seres profundamente antisociales.
Ese acontecimiento inesperado desencadena la tragedia, que termina de la peor manera posible; con la vida de muchos de los protagonistas como precio a pagar por restablecer el equilibrio y la paz social, que una vez restituida lleva la marca de dicha vulneración, de dicho quiebre. Es como si Shakespeare hubiera sabido varios siglos antes de Freud, que intentar anular un acto, por más injusto que sea, con otro acto, por más justo que sea, no vuelve las cosas a su estado inicial, no restaura el estado de cosas, sino que inscribe un acto nuevo, consecuencia de los actos precedentes, que inevitablemente llevará la marca de todo lo ocurrido.
Lo que se hace evidente en las tragedias es que el villano siempre elige libre y voluntariamente el camino del mal, para llamarlo de algún modo, y a la hora de pagar sus deudas con la sociedad siempre encuentra algún camino si no de redención, de alivio gracias a que termina haciéndose responsable públicamente de todas sus fechorías y lamentando en alguna medida todo lo ocurrido (hay una excepción clara que es Yago), llegando a pagar los crímenes cometidos con su propia vida.
Hay por otro lado, y a partir del desencadenamiento de la tragedia, una operación con el tiempo. Tiempo que comienza a funcionar no como tiempo cronológico, sino como el partenaire del villano de turno; su testigo y su cómplice (a diferencia de la tragedia griega donde el héroe vive pasivamente el tiempo de los dioses).
Shakespeare nos enseña que los actos de los villanos los trascienden, ya que se trata de hechos de discurso. Es por ello que sus muertes no solucionan las cosas, sólo la instauración de los principios de la vida en común, y del respeto por la autoridad logran restablecer la tranquilidad del pueblo. Shakespeare nos enseña que los actos de los villanos los trascienden, ya que se trata de hechos de discurso. Es por ello que sus muertes no solucionan las cosas, sólo la instauración de los principios de la vida en común, y del respeto por la autoridad logran restablecer la tranquilidad del pueblo.
La irrupción de un deseo malévolo (que ataca los fundamentos de lo que liga a un pueblo) nunca es sin consecuencias, no solo por el acto que ese deseo realiza sino por las consecuencias que como hecho de discurso instala en el seno de la sociedad.
Los villanos de Shakespeare experimentan en carne propia que romper con el discurso imperante produce, siempre e inevitablemente, efectos.
Los mismos podrán ser variados: calamidades, locura, extravío; efectos de amor o de odio. Efectos que dependerán de la voluntad que anime el deseo de aquél que quiebra el discurso.
Deseo que en las tragedias de Shakespeare hunde sus raíces en los más oscuros designios: la ambición desmedida, el desamor, el resentimiento, la lujuria, y en el peor de los casos, el placer por perseguir el mal como fin último, siendo todas estas características, profundamente humanas a la vez.
Para los wayuu el mundo está lleno de seres atentos al universo, algunos son humanos y otros no. La noción de personas en el cristianismo, el judaísmo y otras religiones de occidente ubican a los humanos como los seres centrales del universo. ¿Cuál es la riqueza de una cultura sin esa jerarquía?
Cinta Vidal presenta por primera vez sus murales y pinturas en diálogo en la Galería Zink de Alemania. MELT explora la interacción entre arquitectura y paisajes, destacando la conexión entre ambos y las relaciones humanas de los protagonistas.
¿Nuestras conductas son el resultado predeterminado por la biología y el ambiente que nos toca? El dilema del determinismo está más vigente que nunca.
“Abstenerse de sexo no es suicida, como lo sería abstenerse del agua o la comida; renunciar a la reproducción y a buscar pareja…con la decisión firme de perseverar en este propósito, produce una serenidad que los lascivos no conocen, o conocen tan solo en la vejez avanzada, cuando hablan aliviados de la paz de los sentidos”.
SUSCRIBIRSE A LA REVISTA
Gracias por visitar Letra Urbana. Si desea comunicarse con nosotros puede hacerlo enviando un mail a contacto@letraurbana.com o completar el formulario.
DÉJANOS UN MENSAJE
Imagen bloqueada
2 Comentarios
muy interesante =)
Excelente gracias.