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Edición
33

Sobre la narración oral: Texto sagrado. O no.

Buenos Aires
La tradición oral es fluida y sin estructuras predeterminadas, por ello se presta a modificaciones. ¿Es siempre así, o es que hay narraciones inamovibles?
Ana María Shua

¿El texto escrito es un texto sagrado? Buena pregunta. Como escritora de ficción, las buenas preguntas no me provo­can ninguna respuesta, sino más preguntas.

Toda narración oral es una interpretación, todo traspa­so a la oralidad es una traducción, una traición, lo es incluso en el caso de que no se modifique una sola palabra. Lo saben y sienten y sufren todos los días los dramaturgos, que tienen una doble trasposición de la palabra a la carne, a través del director primero y después a través del actor. Aunque la letra se respete rigurosamente, las interpretacio­nes son enormemente variadas. Una famoso ejercicio que Stanis­lavsky proponía a los actores era el de pronunciar las palabras «Esta noche» con veinte significados distintos. Así, aún la más fiel lectura de un texto es ya una traición, una traduc­ción.

Entonces, si la perfecta santidad no existe, ¿todo está permiti­do? ¿No hay culpa, no hay infierno ni paraíso para los narradores? ¿Es lícito trabajar sin límites en la trans­formación o recreación del texto? Nada de eso. Aunque la traducción sea inevi­table, el pecado es posible. Solo que, como estamos hablando de arte, no hay forma de establecer cuáles son los diez mandamientos. Todo depende, de modo per­ceptible pero no cuantificable, de la inteligencia y la sensibilidad de quien narra.

Sin embargo, difusamente, es posible establecer ciertos parámetros. Hay cuentos para ser contados. Otros no. Hay cuentos que han sido pensados solamente para ser leídos y que sufren incluso en la lectura en voz alta, pero mucho más cuando quien narra los modifica para contarlos a su manera. Eso duele. En la duda, es preferible leer un cuento de autor antes que destriparlo para poder contarlo. En la duda: porque el que narra también es un artista y tiene derecho a sostener sus certezas.

Aunque no hay reglas fijas, en los cuentos de autor muy breves cada palabra está calibrada para producir cierto efecto. Los cambios no suelen ser para bien.

En cambio hay cuentos que ganan en la interpretación oral. Son cuen­tos que a veces no interesan a los buenos lectores de lite­ra­tura por ciertas fallas en el lenguaje o en la cons­truc­ción y que sin embargo tienen un núcleo argu­mental valioso, o personajes fascinantes, cuentos que el autor no ha logrado llevar a la perfección, en los que, sin embargo, un buen narra­dor descubre cierto brillo que vale la pena trans­mitir. Bienve­nidos sean, en ese caso, todos los cambios necesarios.

Hay grandes, geniales cuentos en los que el arte del autor no está en la exacta secuencia de palabras, sino en cierta forma de organizar el significado y que se prestan perfectamente a modificaciones de traducción sin perder esencia ni substancia.

Hay características literarias que marcan ciertas épocas, como las minuciosas descripciones que aparecen en la literatura de los siglos XVIII y XIX, que las artes visuales han hecho desaparecer de la litera­tura actual. Vale, por cierto, saltear o resumir las descripciones cuando el cora­zón del que narra las siente innecesarias.

Hay grandes, geniales cuentos en los que el arte del autor no está en la exacta secuencia de palabras, sino en cierta forma de organizar el significado…

Hay cuentos en los que el lenguaje es tan importante como el argumento. En ese caso es preferible no tocarlos. Esto es muy claro cuando se trata de poesía: ningún intér­prete modifica­ría una poesía de autor para decirla «con sus propias pala­bras». Muchos cuentos son tan sutiles como un poema y los buenos narradores los conocen y los tratan con delicadeza.

Entonces, ¿podríamos establecer, como punto extremo, que la poesía es un texto sagrado?

No. Porque incluso en la poesía hay dos casos en que los cambios son acepta­bles y suceden.

Por una parte, la poesía traducida: teniendo a la vista el texto en su idioma original, un narrador tiene tanto derecho a modificar la traducción como el traductor que ha transfor­mado e incluso recreado necesariamente el texto del autor.

Pero además, todos conocemos las mil variantes de la poesía popular. Manteniendo rigurosamente la métrica y el ritmo, muchas versiones coexisten simultáneamente. Bicho Colorado mató a su mujer, de eso no hay duda, pero ¿»la cortó en pedazos y se puso a vender» o «le sacó las tripas y se puso a vender»?. Lo que se puso a vender fue ¿»a veinte los bifes de mi mujer» o «a veinte las tripas de mi mujer»?  Y llegamos, entonces, al otro extremo de la escala, al cuento que ha nacido para ser contado, el texto que no es de nadie porque es de todos y que cada uno puede contar a su manera: el cuento popular.

Frobenius fue un extraordinario folklorista que trabajó en Africa, entre otras obras es autor de esa maravillosa compilación de cuentos popula­res africanos que conocemos como «El decamerón negro».  Parte de su método de trabajo consistía en escuchar a un narrador, tomar nota de la histo­ria y repetírsela después para asegurarse de que había entendido bien. Cuando los narradores de cuentos populares escuchaban las versiones que Frobenius repetía, se indigna­ban y enfurecían, porque había modificado las palabras del relato.

No sólo el texto escrito puede ser un texto sagrado. A veces el texto oral es sagrado también, para la cultura en la que ha sido creado. Por ejemplo, porque está dotado de una sacralidad divina, cuando se trata de una leyenda que relata sucesos aconteci­dos en tiempos remotos y sagrado, in illo tempore, leyendas que explican alguna circunstancia del mundo actual. Pero también porque se considera que son muestras de absoluta perfección narrativa: el cuento es así, con esas palabras, y no podría ser distinto ni siquiera para ser mejor.

No sólo el texto escrito puede ser un texto sagrado. A veces el texto oral es sagrado también, para la cultura en la que ha sido creado.

Cuando un chico ha escuchado un cuento contado muchas veces con las mismas palabras, no tolera cambios. Quiere que el placer vuelva a repetirse exactamente de la misma manera, sin variantes. Es el caso de un texto que tal vez ha empeza­do por ser una variante personal y se convierte en sagrado, en intocable.

Pero en la práctica suele suceder que la persona que narra no descubre el cuento en su fuente misma, no se lo transmite otro narrador o narradora, sino que lo encuentra escrito. Y los cuentos populares, al escribirse, se tradu­cen, interpretan y modifican. Exactamente igual que en el caso opuesto, esta traducción no siempre es para bien. Hay versiones pésimas, hechas por folkloristas que tienen más sensibilidad para la fonética que para la estructura litera­ria. Hay versiones pésimas hechas por escritores que toman excelentes trabajos de folkloristas y los destrozan. Hay cuento que se encuentran en versiones escritas penosas, deformadas, a las que les faltan elementos lógicos para que se entienda el decurso de la narración, o que están dados vuelta, con la sorpresa final en el primer párrafo. Es noble tarea de quien narra tomarlos en su voz, curarlos de sus heridas, remendar sus deformidades y convertirlos otra vez en seductoras criaturas listas para atrapar a chicos y grandes en las redes del placer.

En resumen, el texto escrito ¿es sagrado?

Sí. Cuando es sagrado, es sagrado.

No. Cuando no es sagrado, no lo es.

¿Está claro? Espero que no.

Me gustaría terminar esta exposición con un texto mío, sacratísimo, un microrrelato del que no quisiera que se modifique absolutamente nada.

En estas palabras está encerrado todo el espíritu de su autora: «Socorro, socorro, sáquenme de aquí».

 

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