La abismal advertencia de Nietzsche Dios ha muerto pronunciada en el siglo XIX –cuyos ecos llegan hasta hoy– hizo temblar a Occidente. De un modo u otro atravesó e influyó en el pensamiento de filósofos, escritores y gente de la cultura posteriores a él. Leerlo fue insoslayable. Hoy parece haber llegado a su fin esta voz en el desierto, como se lo llamó alguna vez. ¿Podemos decir que Dios ha regresado, entonces? La desacralización de nuestra civilización fue una premonición certera de lo que sería el siglo XX. Una racionalidad lúcida y despiadada –que Nietzsche puso en evidencia–, hizo posible poner un hombre en la luna tanto como perfeccionar las técnicas de tortura y exterminio en los campos de concentración. El siglo XX cobijó también una Iglesia poderosa, a veces demasiado humana, que se olvidó del creyente y dejó apagar el fuego de lo Sagrado alejando a Dios de los más necesitados.
Nietzsche clama en el Fragmento 125 de la Gaya Ciencia: “Busco a Dios, busco a Dios. ¿Donde está Dios? Ante la risa de los presentes, explicita: “Lo hemos matado: ¡vosotros y yo! Todos somos sus asesinos” y continúa “¿Cómo hemos podido bebernos el mar? ¿Quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hicimos al desencadenar la tierra de su sol?”. Y concluye ante la incredulidad de sus oyentes: “He venido demasiado pronto”.
Cuanto más precaria siente el hombre su existencia, cuanto más insegura es su vida, tanto más recurre a ideas absolutas que florecen, precisamente, de esas arraigadas creencias.
Preguntamos con el filósofo: ¿hacia dónde iremos lejos de todos los soles?, Nietzsche se siente un profeta y lo que anuncia es el avance del caos, la desacralización del mundo, tal cual aconteció. “Dios ha muerto” no implica un saber certero, pero tiene la fuerza de lo simbólico y la pretensión de interpretar la cultura del siglo XX, una cultura en progresiva pérdida de lo sustancial y de lo ético del hombre y la sociedad.
Ahora bien, esta secularización anunciada por Nietzsche parece haber finalizado junto al siglo. ¿Es posible que haya terminado? Una fuerte paradoja mantiene expectante al siglo XXI: justamente, en nombre de ese Dios que se creía muerto, se ha desatado la violencia y la irracionalidad a nuestro alrededor. Las motivaciones –al menos en las declaraciones públicas que nos llegan– que mueven los ataques de los terroristas y la autoinmolación es un asunto inquietante. En uno de los nombres de Dios, Alá, se cometen homicidios masivos ¿Dios no ha muerto, entonces? ¿Quiere decir que ha regresado con furia y desatando demonios?
Veamos. Nadie muere por una idea, se muere por una creencia, ellas, como silenciosos arroyos fertilizan la tierra dónde germinarán, más tarde, las ideas; las creencias son el suelo nutricio de todo pensar. Cuanto más precaria siente el hombre su existencia, cuanto más insegura es su vida, tanto más recurre a ideas absolutas que florecen, precisamente, de esas arraigadas creencias. Es una natural inclinación a refugiarse en la omnipotencia divina como la contraparte de su radical finitud. La única manera de soslayar la muerte es refugiase en la eternidad. De allí a abrazar un absoluto hay sólo un paso. Y toda idea absoluta es peligrosa; por su propia naturaleza, no soporta la presencia de lo distinto y tiende a aniquilarlo. Y las ideas absolutas están ganando terreno en el planeta. El siglo XXI ha retrocedido en su racionalidad, somos testigos de asesinatos masivos en nombre de Dios y de un sospechoso absoluto.
Nunca el hombre podrá apropiarse del absoluto porque él es relativo, limitado. Ante la experiencia de fragilidad y desamparo que vive –hoy más profundamente que antes por la desacralización que señaláramos–, se busca el salto al absoluto para resolver las incertezas.
Nuevamente se ha desatado la tierra de su sol. Pero esta vez no porque Dios haya muerto, ni porque lo hayamos olvidado envueltos en la banalidad del mundo actual, sino por buscarlo equivocadamente en gestos absolutos reñidos con la finitud de la condición humana. Nunca el hombre podrá apropiarse del absoluto porque él es relativo, limitado. Ante la experiencia de fragilidad y desamparo que vive –hoy más profundamente que antes por la desacralización que señaláramos–, se busca el salto al absoluto para resolver las incertezas.
Algo inexplicable y tal vez inevitable, nos impide ejercer lo único que nos está permitido como seres racionales y finitos: frenar los dogmatismos, que siempre son irracionales, cultivar la fe en los otros hombres y en una razón amplia y flexible –que acepte al diferente– a la que debemos retornar. Creo con fervor que tenemos la obligación de hacer de la tolerancia un modo de vida y de pensamiento para recuperar un mundo equilibrado que, peligrosamente, se aleja de nosotros cada vez más raudamente.
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