Por
–I–
Hay elaboraciones provenientes de la filosofía, de las teorías sobre la comunidad, que explican esas formas en que se manifiesta la angustia en el entramado social actual, a través del miedo y el vértigo.
Roger Caillois, en su libro Fisiología de Leviatán, plantea en relación al siglo XIX: «Ninguna prohibición se halla bien delimitada, y en un universo en el que todo parece sólido, en realidad todo se encuentra secretamente alterado. Las palabras ya no responden a los actos ni las conductas a los discursos». Y continúa más adelante: «La sociedad no existe, más que para el control y la administración. Sólo actúa entre límites forzosamente indecisos y sin que su vigilancia pueda revelarse siempre eficaz. Su función no consiste más que en prohibir. Eleva barreras, deja abiertas ciertas vías, prohíbe el acceso a otras … Uno se encuentra en verdad ante una extravagante y peligrosa aventura: las palabras usadas no por el sentido que tienen, sino por el efecto que producen». Caillois se pregunta algo así: cuando las palabras pierden su claridad, cuando se emplean unas por otras, ¿qué punto de referencia, qué medida común permite a los hombres el menor intercambio en que la mala inteligencia no esté presente? Ya no hay enseñanza que pueda transmitirse o aprenderse. Es lo que Graciela Musachi, en su libro Pos o CPC, define como una era donde la palabra es libre, «es decir que nada de lo que ustedes dicen, puede tener consecuencias», como efecto del desencadenamiento de la palabra anunciado por Lacan en 1968, y que nos ubica frente a la encrucijada de operar con esa palabra que ya no tiene el efecto que sugería Freud en los comienzos de este siglo.
Una leyenda dice que preguntaron a Confucio qué medida aconsejaría al príncipe Ling de Wei para restaurar la paz y las buenas costumbres en su reino, donde la anarquía había llegado a su colmo: «Corregir las denominaciones» –respondió. Y explicó después–: «Cuando las denominaciones son incorrectas, las razones son incoherentes; cuando las razones son incoherentes, los negocios están comprometidos; cuando los negocios están comprometidos, no se cultiva la música ni los ritos, cuando no se cultiva la música ni los ritos, las penas y castigos son inadecuados, el pueblo no sabe con qué pie bailar ni qué hacer con sus diez dedos».
Y Caillois agrega: «Vence aquel que, por los procedimientos más groseros, sabe mejor servirse de ellos (de esas palabras hechas signo), no en lo que significan, sino como otros tantos incentivos para provocar las pasiones y todo lo que pueden administrar para un fin determinado. Todo se reduce a la técnica». Pero además: «Un tirano instruido y bien equipado sabrá darle cuerda como a un reloj y ponerlo a la hora que le plazca», empleando esos signos «con la mayor ingenuidad, sin reflexionar que es imprudente hacerlo sin haber antes circunscripto su sentido … Sólo con esta condición la palabra es realmente adquirida. Sin ello, sólo se tiene de prestado. Es éste, por desdicha, el caso de la mayoría de las palabras para la mayoría de los hombres. No hicieron más que oírlas, leerlas y repetirlas de la manera que les parece más verosímil. Tal vocabulario no representa de ningún modo un aumento de instrucción. Al contrario, constituye un grave peligro. Desarma al hombre. Embrolla su juicio. Hace al mismo tiempo, de esa criatura desconcertada, una presa fácil para el charlatán o para el ingeniero».
–II–
Es así que se puede llamar adicto a aquel que consume drogas, más allá de su particularidad como sujeto, que lo nomina en relación al objeto de goce; o fóbico a aquel que teme a los aviones, sin tener en cuenta que teme a algo más inaprehensible que un objeto de la técnica, e incluso, también se lo puede agrupar en un grupo de fóbicos que lo identifican.
Varios son los que acusan a la civilización actual de echar a perder las costumbres, en un llamado a un padre terrorífico y siniestro, pero el diccionario sostiene que desmoralizar no significa corromper, sino desalentar, podríamos agregar, ‘perder las esperanzas’, y es de ese modo que el miedo se vuelve una constante de la vida cotidiana, dominando el escenario público de la ciudad.
La clínica psicoanalítica nos revela, en dichos síntomas, un papel menor o un fracaso de la represión tal como Freud lo planteaba, represión que permite la sustitución de un significante por otro, que permite el retorno de lo reprimido en el síntoma como una satisfacción pulsional sustituta y conveniente, alteración del proceso de la represión que determina gran parte de la subjetividad actual, bajo dos mecanismos que definen a la clínica de la época: la inhibición y el pasaje al acto, como últimos modos de defensa frente a la angustia. Pero también tenemos las fobias, e incluso más, actualmente proliferan las polifobias, que intentan localizar en el mundo un objeto a temer, cada vez más inespecífico.
Varios son los que acusan a la civilización actual de echar a perder las costumbres, en un llamado a un padre terrorífico y siniestro, pero el diccionario sostiene que desmoralizar no significa corromper, sino desalentar, podríamos agregar, ‘perder las esperanzas’, y es de ese modo que el miedo se vuelve una constante de la vida cotidiana, dominando el escenario público de la ciudad. «En el miedo no sólo nos protegemos: se nos da la posibilidad de saber ‘qué hacer’ con una existencia que por estructura es injustificable y sin excusas» (J. Alemán).
El miedo organiza una topografía del miedo en el marco de lo social. Ubica con precisión aquello a qué temer, y crea en ese acto al objeto de temor, localizando y precisando la angustia en un punto definido y claro. La seguridad se convierte así en el motor de lo social, y de allí, a la paranoia generalizada, hay un sólo paso. Caillois se pregunta: «Pero si esa seguridad es lo que hace muelle al hombre, si lo que lo retiene es el miedo, ¿dónde está su mérito?». Nosotros diríamos, «¿dónde queda el sujeto de ese miedo, en relación a qué…?».
El miedo localiza lo amenazante identificándolo con un objeto del mundo, mientras que la angustia, es lo que no engaña, un punto de captura del sujeto en aquello más propio, en esa extimidad que lo define, aquella falta estructural, esa falta de fundamento en el lenguaje como seres sexuados y parlantes.
Pero qué sucede cuando ese miedo atrae, cuando en vez de huir, el sujeto se ve conminado a caer en él, a buscarlo, a sentirse atraído por ese fuego, como el pájaro cuando se refleja en los ojos de la serpiente y queda paralizado. Cuando el vértigo es lo que manda. Así, el ser se halla arrastrado a su pérdida, y convencido, por la visión misma de su propio anonadamiento, de no resistir a la potente persuasión que lo seduce por medio del terror. En su extremo, es la esclava posición del sonámbulo, que no tiene voluntad ni posibilidad de decidir, quedando seducido sin más por el consentimiento en lo irremediable.
Vértigo que destruye la autonomía del ser, que la sociedad capitalista, en su way of life dice proteger. Aspiración por un abismo, que ya ni el miedo puede detener, inoportuna parálisis que invade al que se entrega a su fascinación.
Vértigo que destruye la autonomía del ser, que la sociedad capitalista, en su way of life dice proteger. Aspiración por un abismo, que ya ni el miedo puede detener, inoportuna parálisis que invade al que se entrega a su fascinación. Se quieren hacer los movimientos que separan del peligro, y se hacen los que acercan al mismo a pesar del sujeto. En infinidad de ocasiones, el hombre corre así hacia el objeto de su espanto, en un pasaje al acto hoy a la orden del día.
No se puede dejar de pensar en las llamadas patologías actuales: ataque de pánico, toxicomanías, anorexias, e incluso, porque no, algunos enamoramientos…
Este vértigo puede apoderarse hasta de las sociedades y puede pensarse que tal vez la guerra se deba a una sorpresa de esta clase, el verse glorificada, deseada y a veces quizás recibida con fervor como una consagración suprema, como una deliberada elección por lo peor, una verdadera caída hacia la catástrofe, un movimiento que se acelera sin que se le ayude, cuya velocidad no se puede ni desea disminuir. Es la santificación de la catástrofe misma.
Lacan sostenía que «El deseo, el hastío, el enclaustramiento, la rebeldía, la oración, la vigilia […], el pánico en fin están ahí para darnos testimonio de la dimensión de ese Otro sitio, y para llamar sobre él nuestra atención, no digo en cuanto simples estados de ánimo que el piensalascallando puede poner en su sitio, sino mucho más considerablemente en cuanto principios permanentes de las organizaciones colectivas…» [1]
–III–
Pero de qué debemos cuidarnos y qué o quienes nos proporcionan seguridad. La etimología proviene de securitas, que nombra la cualidad del cuidado de sí.
En las aldeas medievales, la seguridad provenía de la organización de los vecinos frente a las emergencias producidas por las catástrofes naturales y las criaturas salvajes, peligros externos frente a los cuales la ciudad amurallada era símbolo de seguridad, y la protección se garantizaba a través de la ayuda mutua.
La cuestión, es que mientras que en la ciudad medieval amurallada el peligro se encontraba extramuros, en las ciudades modernas lo peligroso se hallaba en la propia urbe. Foucault ejemplificaba la génesis del miedo en la ciudad y la gestión de la seguridad, con las estrategias empleadas frente a dos grandes epidemias que han acompañado la historia occidental: la lepra y la peste. Mientras que la lepra se combatió con la segregación fuera de la ciudad, la peste de la Europa de los siglos XIV y XV, se afrontaba disciplinando a la ciudad, estableciendo un sistema de control exhaustivo de personas, bienes y animales. Y es que «el exilio del leproso y la detención de la peste no llevan consigo el mismo sueño político. El uno es el de una comunidad pura, el otro el de una sociedad disciplinada. Dos maneras de ejercer poder sobre los hombres…» [Foucault]. Pero estas dos estrategias de seguridad, la segregación y la disciplina, no son en absoluto incompatibles.
De este modo, como se decía, el surgimiento de las grandes ciudades instala el peligro, el miedo, dentro de la ciudad, y es en el siglo XIX que se refuerza este cambio, momento en que la multitud comienza a ser vista como potencialmente peligrosa, y donde de lo que se trata es de dominar a las masas. Es entonces cuando las instancias informales de control social de las sociedades preindustriales son sustituidas por las agencias de control formal: la policía, los juzgados, las cárceles. El peligro ya no lo encarnan las bestias o las catástrofes naturales, sino «otros» ciudadanos.
Todos los relatos sobre el delito fundacional –crimen colectivo, asesinato ritual– que acompañan como un oscuro contrapunto la historia de la civilización, no hacen otra cosa que citar de una manera metafísica la falta, la carencia, que nos mantiene juntos. La grieta, el trauma, la laguna de la que provenimos.
Esto es la llamada ruptura del lazo social que define a la comunidad actual. La vida es sacrificada a su conservación.
–IV–
Roberto Esposito, en su libro Comunnitas, sostiene que si la comunidad amenaza en cuanto tal la integridad individual de los sujetos que relaciona, la única alternativa es inmunizarse refutando sus propios fundamentos. Debe romperse el vínculo con la dimensión originaria del vivir en común, instituyendo otro origen artificial que coincide con la figura del contrato. Lo cual es llenar el vacío de la grieta originaria con un vacío aún más radical. Así, el Estado-Leviatán coincide con la disociación de toda atadura, con la abolición de toda relación social extraña al intercambio vertical protección-obediencia. Si la comunidad conlleva delito, la única posibilidad de supervivencia individual es el delito contra la comunidad. Aquí se delinea por primera vez, esa «pirámide del sacrificio», que en cierto sentido, constituye el rasgo dominante de la historia moderna. Lo que se sacrifica es precisamente la relación entre los hombres, y por lo tanto, en cierto modo, a los propios hombres. Paradójicamente, se los sacrifica a su propia supervivencia. Viven en y de la renuncia a convivir. Esto es la llamada ruptura del lazo social que define a la comunidad actual. La vida es sacrificada a su conservación. En esta coincidencia de conservación y sacrificialidad de la vida, la inmunización moderna alcanza el ápice de su propia potencia destructiva.
Una vez que se identifica el vacío con un pueblo, una tierra o una esencia, la comunidad queda amurallada dentro de sí misma y separada de su exterior. «Hoy más que nunca, nos encontramos saturados de comunitarismos, patriotismos, particularismos que no sólo difieren de la comunidad, sino que constituyen su más evidente negación». La segregación, junto a la tolerancia, quedan a la orden del día.
Así, podemos definir al miedo como lo que nos vincula y enfrenta con algo que está dentro de nosotros, pero tememos que pueda extenderse hasta conquistarnos por entero.
Así, podemos definir al miedo como lo que nos vincula y enfrenta con algo que está dentro de nosotros, pero tememos que pueda extenderse hasta conquistarnos por entero. «Tenemos miedo de nuestro miedo, de la posibilidad de que el miedo sea nuestro, de que seamos justamente nosotros los que tenemos miedo».
El miedo es lo terriblemente originario: el origen en lo que éste tiene de más terrible. La angustia originaria, el trauma, la inmersión del sujeto en ese agujero que implica la pulsión, el goce, ese primer Otro primordial.
Pero además, el miedo está en el origen de la política, en el sentido literal de que no habría política sin miedo. Sabemos que el Estado que Hobbes describe en su libro Leviatán (1651) es infinitamente autoritario en relación a la cuestión de la agresión de un hombre en guerra con otro: mientras un hombre no dañe a otro, el estado debe mantener sus manos alejadas de él. En una frase, la doctrina política de Hobbes se resume a «No hagas daño», en una versión negativa de la regla de oro de la ley del Talión («Ojo por ojo»): «No haga nada a otro, que no quisiera que le hicieran a usted».
Para Esposito, la intuición de Hobbes es haber puesto al miedo en el origen no sólo de las formas defectuosas de Estado, sino y sobre todo, de las legítimas y positivas. Es el lugar fundacional del derecho y la moral en el mejor de los regímenes. En suma, el miedo tiene una carga no sólo destructiva, sino también constructiva. No determina únicamente fuga y aislamiento, sino también relación y unión. No se limita a bloquear e inmovilizar, sino que, por el contrario, impulsa a reflexionar y a neutralizar el peligro: no está del lado de lo irracional, sino del lado de la razón. Pero también podemos distinguir el miedo del terror, donde el primero sería un elemento de fuerza que obliga a pensar cómo salir de una situación de riesgo, mientras que el terror, paraliza.
Hobbes prescribe en sus textos ese tránsito desde el miedo originario hasta el miedo derivado, artificial, a un Estado que puede proteger sólo en razón de la continua amenaza de sanción.
Pero también podemos distinguir el miedo del terror, donde el primero sería un elemento de fuerza que obliga a pensar cómo salir de una situación de riesgo, mientras que el terror, paraliza.
Así se realiza la dialéctica del miedo, según la cual, con la intención de huir de un miedo inicial e indeterminado, los hombres generan un miedo segundo y determinado, organizando las condiciones de estabilización racional del miedo a través de su definición como estado normal, es decir, poder legítimo. Lo que distingue a un estado despótico de uno legítimo no es, por tanto, la presencia o ausencia de miedo, sino la incertidumbre o la certidumbre de su objeto y sus límites, con lo cual, el Estado tendría el deber no de eliminar el miedo, sino de hacerlo «seguro», seguridad que se exige aquí y allá. Es así que el Estado moderno no sólo no elimina el miedo a partir del cual se genera, sino que se funda precisamente en él, haciéndolo motor y garantía de su propio funcionamiento.
-V-
Ya Freud en «Inhibición, síntoma y angustia» planteaba que la angustia es el fenómeno fundamental y el problema capital de la neurosis, pero también es esencial, ya que es el afecto a partir del cual emergen todos los efectos de la subjetividad.
¿Pero qué es la angustia? Desde Freud repetimos incansablemente teorías acerca de las modalizaciones de lo que llamó la angustia de castración, ese agujero irreductible en la realidad donde se constituye el objeto.
Pero Lacan, en el seminario sobre La angustia, la define como el efecto de la relación del sujeto con el lenguaje, allí donde el lenguaje se convierte en el infranqueable Rubicón que separa al hombre de la bestia. Dar nombre a una cosa significa dar vida a una idea, sustituirla a la cosa y utilizar esta sustitución para comunicarse con los otros, barrera al positivismo científico.
Pero también define Lacan a la angustia como la llave que introduce en la doctrina freudiana del «qué me quiere el Otro», los efectos subjetivos de la confrontación del sujeto con la cabeza de Medusa que ataca los desvelos del niño, en la relación con su madre real. Como lo dice Jorge Alemán: «Hay en la madre y sus demandas, también una mujer que desea, y el problema que esto supone, el padre no parece estar en posición óptima para darle solución».
Pero lo simbólico se estructura en torno a la ley, con la introducción del padre simbólico, instaurando la terceridad y la posibilidad de pasar a un otro objeto pulsional en el marco del Edipo. El padre freudiano de la época victoriana era el guardián del sentido, creación basada en la esperanza de una buena regla y una buena Ley. Es, de últimas, un Otro simbólico que hoy se define por faltar, vacío que produce lugares sucesivos que vienen a marcar, todos, el fracaso por encontrar el buen reglamento. Esto tiene como consecuencia la multiplicación de códigos y comités de ética, y de comunidades de goce, de psicopatologías diversas (en un relativismo clínico disparado al infinito), la instauración de normas particulares, la búsqueda de modos de gozar con los cuales identificarse, y una tolerancia mayor, producto de la caída de las grandes narrativas o ideologías del significante amo, que engendra los peores monstruos que intenta combatir. Y en la época del Otro que no existe, se produce la aparición de la tecnociencia, como respuesta universalizante frente a la diversidad clínica. Es lo que Guy Trobas llama el «momento del ocaso del Edipo».
Así podemos pensar qué ocurre con este malestar actual, que no es más que lo fallido de ese programa de la civilización y de sus reglas. Es decir, aquello que es inasimilable por lo simbólico, y que se manifiesta en la angustia, como referencia al carácter de desamparo esencial de nuestra existencia, injustificable y sin excusas, donde la palabra se encuentra desencadenada. Lacan dice: «El deseo del neurótico […] es, en tanto está enteramente suspendido en esta garantía mítica de la buena fe del significante en la cual es necesario que el sujeto se prenda para poder vivir de otra forma que en el vértigo» [Seminario 6, Clase 26].
Roberto Esposito, Communitas, Origen y destino de la comunidad, Amorrortu editores, Bs. As., 2003.
Roger Caillois, Fisiología de Leviatán, Editorial Sudamericana, Bs. As., 1946.
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