Cortázar no emplea la figura del dos en el sentido habitual de duplicación de la personalidad ni tampoco como imagen. Tanto uno como el otro poseen el mismo nivel de relevancia, es decir, no se subordinan. De esta manera, la imagen doble permite «posibilidades de enriquecimiento vital, asomarse a zonas ignoradas o remotas, como si las viviéramos, no como mera visita extraña y ajena a esa atmósfera».
El tema de la dualidad, el doble o el dos, numéricamente hablando, ha sido abordado por variados escritores e indagado por los estudiosos de la literatura con extraordinaria frecuencia.
No es nuestra intención profundizar en las próximas líneas sobre esta temática. Simplemente, deseamos presentar, de manera comparativa, cómo Leopoldo Marechal y Julio Cortázar lo han expuesto, a través de sus obras. Partimos, por tanto, del concepto simbólico de esta cifra, la que suele vincularse con ideas de separación, desdoblamiento de la unidad, reflejo. El dos expresa una oposición que puede ser contraria e incompatible, tanto como complementaria y fecunda.
Según la definición dada, precedentemente, en el caso de Julio Cortázar, Marta Morello-Frosch [2] (1972, 331-37) ha señalado con precisión de qué forma el doble se hace visible en sus textos. Para la investigadora, Cortázar no emplea la figura del dos en el sentido habitual de duplicación de la personalidad ni tampoco como imagen. Tanto uno como el otro poseen el mismo nivel de relevancia, es decir, no se subordinan. De esta manera, la imagen doble permite «posibilidades de enriquecimiento vital, asomarse a zonas ignoradas o remotas, como si las viviéramos, no como mera visita extraña y ajena a esa atmósfera» (1972, 332).
Por otra parte, si reparamos en los conceptos dados por Joan Hartman en su artículo «La búsqueda de las figuras en algunos cuentos de Cortázar» (1972, 341350), encontramos que a partir de la dualidad se genera la ruptura de las categorías espacio-temporales, las cuales son representadas por medio de la figura circular. Según Hartman, «la idea que Cortázar viene a expresar de las figuras es que el destino de cada hombre, sin que él lo sepa, está unido en el tiempo y en el espacio, al destino de otros hombres o figuras en una serie infinita de concatenaciones» (1972, 343).
En cuanto a Leopoldo Marechal, el sentido de la dualidad se percibe, en primera instancia, a través del principio platónico de división entre lo celeste y lo terrestre. Esta dualidad es manifiesta en Adán Buenosayres como en los demás textos marechalianos, tanto los escritos líricos, narrativos como dramáticos en concordancia y correlación entre significado y estructura [3].
Como señala Norma Carricaburo en su trabajo «El doble y su función estructurante en la narrativa de Leopoldo Marechal» (1996, 103-111) existe en su escritura una constante «dada por el juego de dobles» (1996,103). Como marca la estudiosa en el artículo mencionado, estos dobles se entienden al modo de Derrida, es decir, que se da en la obra un «desplazamiento de un texto hacia otro, formando un tramado laberíntico», encontrando de esta forma, en cada uno de ellos, referentes «intertextuales o autotextuales» (1996, 103).
…el dos, entendido como dualidad o doble, en Marechal, genera lo múltiple en movimiento expansivo, cuya figura representativa no es el círculo en su sentido acabado y cíclico, sino que proyecta una imagen espiralada.
Por consiguiente, el dos, entendido como dualidad o doble, en Marechal, genera lo múltiple en movimiento expansivo [4], cuya figura representativa no es el círculo en su sentido acabado y cíclico, sino que proyecta una imagen espiralada. Norma Carricaburo señala que esta figura «se abre centrífuga por el amor a las criaturas y a la belleza terrena y se cierra centrípeta en el deseo de la unidad con Dios». (1993, 59). Este movimiento circular como nos dice la investigadora tiene su «paralelo en la posición astronómica» expresada en el autor por la danza [5]:
¡Bien! Adán giraba locamente, abrazado a su manojo de huesos: al girar sorprendía una rotación de caras lucientes, gestos vívidos, pedazos de risas, virutas de diálogos, polleras voladoras, luces que daban tumbos como los cuerpos, como las almas, como las testas humeantes […]. Los bailarines tenían fuego en los pies y el salón entero bailaba como si estuviera demente. ¡Bravo! Afuera la ciudad bailaba entre un millón de focos encendidos. En el espacio inmenso bailaba la tierra (Marechal, 1992, 179).
Siguiendo a la estudiosa, sabemos que el astrólogo Schulze es el constructor de Cacodelphia, cuya figura espiralada va en proyección descendente hasta llegar a la Gran Hoya. Esta ciudad es el desdoblamiento de la Buenos Aires visible. Todos los personajes y temas de los cinco primeros libros reaparecen especularmente desdoblados y distorsionados.
Tanto en Cortázar como en Marechal, sus protagonistas son personajes en busca. En el caso del primero, el individuo se fusiona con el destino de otros hombres. En el caso del segundo, el hombre es el que forja la figura expansiva y múltiple, al alejarse del Centro Unitivo.
Como vemos, la dualidad en ambos autores concibe respectivamente dos figuras: el círculo y la espiral, como consecuencia, en primera instancia, de la presencia dual. El círculo simboliza generalmente la perfección, pero también implica la eternidad (Cirlot, 1992, 130). De esta manera, muchos de los personajes de Cortázar se reproducen de forma infinita, según indica Hartman, «como parte de un ciclo de dramas humanos continuamente reproducidos» (1972, 343), lo que les permite participar de la inmortalidad, superando de esta forma los límites temporo-espaciales. Leemos en Continuidad de los parques:
Como vemos, la dualidad en ambos autores concibe respectivamente dos figuras: el círculo y la espiral, como consecuencia, en primera instancia, de la presencia dual. El círculo simboliza generalmente la perfección, pero también implica la eternidad (Cirlot, 1992, 130). De esta manera, muchos de los personajes de Cortázar se reproducen de forma infinita.
Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos […]. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes […] fue testigo del último encuentro de la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora entraba el amante […]. El puñal se entibiaba bajo su pecho y debajo latía la libertad agazapada […]. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla […]. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza de un hombre en el sillón, leyendo una novela (Cortázar, 1994, 291-292).
La doble imagen de un lector que se lee genera un círculo inacabable, donde los personajes logran eternizarse.
Para Marechal superar lo múltiple (dualidad) radica en un retorno al centro unitivo, como lo han manifestado reiteradamente numerosos autores y seguidores de la obra marechaliana, tales como Graciela Maturo (1999, 119), entre otros, en un juego de cifras donde el uno y el tres representan la superación del dos.
Este movimiento doble de expansión y concentración genera también una imagen circular, pero no de las características cíclicas que posee la circularidad en Cortázar. Para Marechal, el círculo es la figura que envuelve al centro, al punto de encuentro con el Otro, en tanto Principio. Y solo a través del movimiento centrípeto es que se llega a él, dibujando ya no una imagen circular sino espiral, como hemos mencionado, pero concéntrica en este caso. Así nos dice Marechal, en Adán Buenosayres:
Y declaro ahora que la misma fuerza gravitante debió mi alma, no solo al término de su dispersión, sino también la voluntad de su regreso, el cual fue iniciado según la trayectoria de una espiral centrípeta, cuyos efectos no tardaron en mostrarse. Porque si el alma se había dividido en la multiplicidad de sus amores, al evadirse ahora de la prisión que le doraban las criaturas iba recobrando sus despojos y reconstruyendo su graciosa unidad (Marechal, 1992, 442).
Por otro lado, siguiendo la explicación que nos da Hartman y que es coincidente con lo que hemos expuesto en otros trabajos sobre Cortázar [6] podemos marcar que las figuras cíclicas en él provienen por su interés en la filosofía oriental, especialmente del Budismo Zen y el Vedanta (1972, 344). La preocupación de Cortázar por el tiempo y la realidad se vincula con su inquietud hacia la muerte. Lo que le atrae al escritor del mundo oriental es la concepción de un tiempo «fuera del tiempo» o de un tiempo «sin tiempo» que proporciona «un sentido de orden y continuidad al mundo externo que cambia constantemente» (1972-344).
Para Marechal, el círculo es la figura que envuelve al centro, al punto de encuentro con el Otro, en tanto Principio. Y solo a través del movimiento centrípeto es que se llega a él, dibujando ya no una imagen circular sino espiral, como hemos mencionado, pero concéntrica en este caso.
En la filosofía Vedanta, la muerte se concibe como un «salto» fuera del tiempo hacia la inmortalidad. Así también, las teorías cíclicas, como dice Hartman, son una manera de resolver la progresión del tiempo hacia la muerte. Al nutrirse Cortázar de estas ideas, es que surge la figura circular.
El autor de Adán Buenosayres, por su parte, concibe la muerte como el reposo necesario, después de la ardua tarea que implica el retorno del alma a la unidad:
Era un cansancio que nacía más allá de su cuna y se aliviaba en la promesa de una muerte definitiva como un regreso a la quietud original y al dichoso principio de los principios […] (1992, 150).
Marechal, a través de sus lecturas, sobre todo las de René Guènon, también conoció el mundo Vedanta6, pero no fundamenta su concepción ni literaria, ni estética ni filosófica en dicho conocimiento, sino que lo sustenta a través una visión cristiana. Toda la obra de Leopoldo Marechal se halla traspasada por un mundo metafísico, como señala Graciela Maturo. Marechal es un autor «heleno-cristiano» como nos dice la misma investigadora, que nos muestra la supervivencia en Cristo. La muerte no es un salto ni un puente, sino el «domingo inacabable» (Marechal, 1992, 454). Es la concreción y aspiración de todo cristiano, al saberse ya invitado a la Vida Eterna.
La muerte, entonces, para Marechal, no representa una visión trágica e inmanente, como en el caso de Cortázar, sino el paso a la Unidad, en su absoluta concentración. Es la vida en plenitud, expresión de la perfecta armonía entre Dios y el hombre.
…de qué manera cada uno de ellos resuelve planteos profundamente humanos. Para Cortázar el dos parece disipar su inquietud, al someter a muchos de sus personajes a una continua proyección de ellos mismos […] para lograr así, superar la barrera espacio temporal. Para Marechal, en cambio, el dos genera no por división, sino por participación con la Unidad, la multiplicidad.
Para esbozar este trabajo, tomamos como punto de partida la dualidad en ambos autores y vimos, a través de un breve análisis, de qué manera cada uno de ellos resuelve planteos profundamente humanos. Para Cortázar el dos parece disipar su inquietud, al someter a muchos de sus personajes a una continua proyección de ellos mismos (Continuidad de los parques, La isla, la flor amarilla, Lejana, entre otros) para lograr así, superar la barrera espacio temporal. Para Marechal, en cambio, el dos genera no por división, sino por participación con la Unidad, la multiplicidad. En ella, habita el hombre que por vocación está inclinado a regresar a la Unidad Primera.
Finalmente, si concebimos que el espacio es curvo, las paralelas pueden unirse, hecho que nos permite descubrir palabras como las siguientes: «Me divierte pensar que Horacio Oliveira se ha juntado alguna noche con el grupo de porteños que vagan por los suburbios [7], y que lo han recibido como a un amigo» (Cortázar, 1965)
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