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Eso está allí. Lo tenemos a la mano, esta próximo, es cómodo, resolvemos rápido, le hacemos lugar.
Optamos por la comida rápida, aunque no sea tan saludable y en algunos casos, ni siquiera tan rica pero esta allí, resuelve. Nos envolvemos en las redes de información, nos llega, nos abruman las noticias que no se alcanzan ya a procesar. Compramos lo que es nuevo en el mercado, lo que se renueva, aunque muchas veces no tenemos en claro su utilidad o no nos es necesario.
Vamos tomando a cada paso lo que se nos ofrece y quedamos rodeados más de tecnología que de palabras, disponiendo más de los gadgets que de la compañía humana y se prefiere el confort al antes que el gusto o el movimiento.
El vértigo, el ruido y las imágenes saturan la escena del mundo donde un torrente de experiencias inhabilita nuestros sentidos. No hay escapatoria a la inmersión en el universo tecnológico. No es posible sustraerse de allí pero, tampoco es dramático ya que nadie lo desea. La fascinación que producen las imágenes captura el interés de los adultos y los niños y con esos elementos, se teje la realidad contemporánea.
¿Qué implicancias tiene para el sujeto de hoy estar tan extremamente tocado por las imágenes tecnológicas?
En la actualidad, el mundo se representa por una iconografía particular. La imagen que impregna nuestra vida cotidiana tiene una característica que la diferencia de aquellas que fascinaban cuando apareció el cine o la fotografía. Esas antiguas imágenes eran analógicas, es decir que reflejaban un objeto existente. Hoy las imágenes son digitales, es decir que no necesariamente reflejan la realidad sino que tienen la eficacia de inventarla.
Merleau-Ponty pensaba «lo visible tallado en lo tangible», como si el acto de ver se correspondiera con el de tocar algo existente. Esa correspondencia hoy está alterada y se va imponiendo la excitante posibilidad de ver objetos que aun no existen, de suspender el sentido sensible del tacto a cambio de «movernos» dentro de espacios virtuales.
Ya nos hemos acostumbrado a los beneficios de ver un edificio que aun no se ha construido y visitar un lugar sin estar en él y sin que el lugar mismo esté en el mundo todavía. Estas formas contemporáneas de lo visible no solamente tienen el aspecto de mejorar la calidad de vida, sino que introducen un profundo cambio en su estilo.
Por estar inmersos en un universo digitalizado donde todo es posible, se produce una desconexión de lo que real, de lo que no nos deja trazar bien el límite entre la simulación y lo que existe.
También desde la perspectiva estética, estas condiciones de la época tienen consecuencias. Se ha ido afirmando un estilo minimalista, una tendencia donde se destaca el carácter desnudo que cobra el elemento. La estructura se esboza mínimamente, hay en este movimiento una reducción o simplificación de los componentes.
Por un lado, es posible observar, que estas condiciones de la época no nos habilitan a tocar y experimentar, reduciendo así el sentido sensible, por el otro, este mismo contexto alcanza a tener consecuencias a nivel del conocimiento.
Son muchos las evidencias que nos dejan pensar que las reglas bajo las cuales se construye nuestra representación del mundo se han modificado. Hoy ocurre que no solo lo visible se ha afectado sino que también nuestro saber, nuestro capital simbólico se reduce o se contrae a un elemento básico.
Los niños de nuestro tiempo sufren generalizadamente los problemas de aprendizaje. Una característica de este síntoma es la lentitud o el impedimento para procesar información. Una observación remarcada por los expertos en educación es que estos niños presentan «agujeros» en el conocimiento, lo que da cuenta de una falta de conexión ya que cada elemento está desarticulado. La escuela requiere una habilidad para entender procesos, para conectar sus partes y producir algún sentido o una forma.
Para lo que sí nuestra cultura entrena, y no solamente a los niños, es para captar estímulos a velocidad, para percibir el torrente de imágenes sin que medie tiempo para significarlas. Desde la infancia se incorpora el ritmo del video game donde se hace la guerra, se mata, se lastima, se detonan bombas y se experimenta un nivel de violencia que corre absolutamente sin sentido para quien acciona la máquina.
Entonces, quizás haya que pensar que el verdadero riesgo de esto no sea la violencia en si misma, como usualmente creemos, sino el vacío de sentido respecto de ella. La muerte, la perdida, el riesgo y el horror, se vuelven insignificantes.
Reina una imagen falta de contenido, por un lado porque no se sostiene en un objeto real, por el otro porque no hay quien la signifique. La imagen funciona congelada, no hay nada que decir o que pensar de ella, simplemente se ve lo que se ve.
Sin embargo estas imágenes son creadas y consumidas de este modo por el hombre, entonces cabe una pregunta ¿qué es lo que nos motiva a ello?
Cuando la realidad se reduce a lo evidente, sacando del camino cualquier inquietante significación hay un alivio. Se cierra la brecha entre lo que se ve y el sentido. Esta grieta que separa lo visible de su sentido indica la dimensión de una pérdida, de lo que no está allí viéndose y entonces, si esto que la imagen soporta es impugnado, no nos afecta, es posible jugar con cualquier imagen.
Cuando la realidad no llama a ninguna interpretación y se explica por lo evidente del «es lo que es» se explica por lo mismo, por sí misma. Ese es el punto donde no tenemos nada que pensar, simplemente dejamos entrar eso, consumimos sin sentido.
Esta modalidad actual contribuye a superponer la falta de sensibilidad, la apatía y la indiferencia es decir, la exclusión de nuestros sentidos, conjuntamente con una inhibición del sentido.
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“Abstenerse de sexo no es suicida, como lo sería abstenerse del agua o la comida; renunciar a la reproducción y a buscar pareja…con la decisión firme de perseverar en este propósito, produce una serenidad que los lascivos no conocen, o conocen tan solo en la vejez avanzada, cuando hablan aliviados de la paz de los sentidos”.
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