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Edición
27

Friedrich Nietzsche Pensador intempestivo

Tucumán
El hombre, a principio de Siglo XIX, dejó de ser hijo de Dios y esa realidad llega hasta nosotros. Un cambio radical en Occidente que no tiene que ver con el ateísmo y da otra esperanza.

Un inactual

“Vengo demasiado pronto…aún no es mi tiempo”, dice en la Gaya Ciencia. Y fue cierto. La potencia de las ideas que encontramos en este filósofo del siglo XIX–cuya sombra se prolonga hasta hoy– proviene de haberse atrevido a pensar desde el hombre, en una época en que la mayoría de los hombres intentaban, tercamente, pensar desde Dios. Y Dios, en este contexto, es la gran metáfora de un modo particular –y propio del Occidente cristiano– de percibir el mundo bajo una óptica platónica y falsificadora de la realidad que Nietzsche se propuso poner en evidencia. Pocos pensadores posteriores a él pudieron sustraerse a su arrasadora influencia, sus ideas produjeron un cierto vértigo. Seguirlo significó, en su momento, acercase a un abismo.

Dos grandes convicciones atesoradas durante siglos por la cultura occidental fueron objeto de sus fuertes y despiadadas críticas: a) El desprecio del cuerpo –propio del platonismo– que rigió nuestra cultura por veinticinco siglos, proponiendo, por el contrario, el amor a lo sensible, a la vida misma como pura fuerza de la tierra. b) La creencia ilusoria en otra realidad de carácter metafísico– más allá de los fenómenos sensibles– que serviría de fundamento al mundo y al yo. Esta creencia es falsa, declara, la realidad es sólo apariencias, formas ilusorias que rodean al hombre.

La metafísica occidental –a la que combate– afirma la existencia de dos realidades de las cuales sólo una era la auténtica. La supremacía de aquella realidad –invisible a los sentidos y ajena a la temporalidad que servía de sustrato metafísico, sobre la otra– hacía que todo lo valioso fuese oculto para el cuerpo e inalcanzable por la sensibilidad; en consecuencia, se daba a lo meramente inteligible un lugar de privilegio. Nietzsche se alzó contra esta inútil duplicación de lo real y tuvo el coraje de traer a escena ideas revolucionarias, prohibidas, alejadas de lo canónico, contra todas las tesis predominantes en su tiempo y entre sus pares, quienes terminaron por desconocerlo. Auténtico intempestivo, su época no lo comprendió.

Dos grandes convicciones atesoradas durante siglos por la cultura occidental fueron objeto de sus críticas: El desprecio del cuerpo y la creencia ilusoria en otra realidad de carácter metafísico– más allá…

Nietzsche, un rebelde por naturaleza, se puso en la tarea de desmontar piedra por piedra la metafísica platonizante tradicional revalorizando el mundo sensible que Platón había olvidado y, al mismo tiempo, instaurando, con validez de principio universal, el nihilismo. El nihilismo se produce –en una de sus formas– cuando el sujeto niega este mundo material y sensible porque no se adapta a las expectativas humanas de trascendencia y en esa huida, inventa un mundo-verdad detrás de éste. El nihilismo surge cuando se descubre que la verdad no reside en ese universo escondido tras las apariencias ni en ninguna parte. No hay verdad. No hay nada que sea permanente en lo que el hombre pueda creer, salvo el hombre mismo arrojado a una realidad impiadosa, sin velos que oculten su condición originaria: su rotunda contingencia. Animal dotado de lucidez, solitario en un mundo en el que es sólo una especie más, vive de ilusiones de las que debe tener conciencia para no permitirse el autoengaño. El hombre, más que un animal de razón, es un animal lúdico que juega e ilusiona; el juego es una realidad que disloca nuestra condición de hombres comunes para permitirnos “inventar” o “ficcionar” el universo y sus leyes y así ser los demiurgos de nuestro mundo humano, demasiado humano. Dice en unas líneas del aforismo 480 de la Voluntad de Poder:

«No hay ni ‘espíritu’, ni razón, ni pensamiento, ni conciencia, ni alma, ni voluntad, ni verdad; éstas no son más que ficciones inútiles. No se trata de ‘sujeto y objeto’, sino de una cierta especie animal que no prospera sino bajo el imperio de un justeza relativa, ante todo de una regularidad de sus percepciones«.

Dios ha muerto

El hombre, más que un animal de razón, es un animal lúdico que juega e ilusiona; el juego es una realidad que disloca nuestra condición de hombres comunes para permitirnos “inventar” o “ficcionar” el universo y sus leyes.

Las ideas centrales alrededor de las cuales gira su obra son: la Muerte de Dios; la Voluntad de Poder; el Eterno Retorno y el Superhombre. Dada la densidad de su filosofía, me detendré en lo que considero su tema central y del cual, de algún modo, derivan los demás: la Muerte de Dios. Cito una parte del pasaje 125 de la Gaya ciencia dónde lo dice con belleza y dramatismo:

“El LOCO: -¿No habéis oído hablar de aquel hombre frenético que en la claridad que precede al mediodía encendió una linterna, corrió al mercado y gritaba incesantemente: “Busco a Dios! ¡Busco a Dios!” -Como allí se encontraban muchos de aquellos que no creen en Dios, provocó una gran risa. ¿Es que Dios se ha perdido? decía uno. ¿Se ha extraviado como un niño? decía otro. ¿O es que está escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Se ha hecho a la mar? ¿Ha emigrado? -así gritaban y reían en revoltijo. El frenético saltó en medio de ellos y los atravesó con sus miradas. “¿Dónde está Dios? -gritó-, ¡os lo diré!- ¡Nosotros lo hemos matado -vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos! Pero ¿cómo hemos hecho esto? ¿Cómo hemos podido bebernos el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte entero? ¿Qué hemos hecho que hemos soltado esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos? ¿Lejos de todos los soles? ¿No nos precipitamos más y más? […] ¿No erramos como a través de una nada infinita?[…] ¿No viene siempre la noche y siempre más noche? ¿No hace más frío? ¿Todavía no oímos nada del tumulto de los enterradores que enterraron a Dios? ¡Dios ha muerto y nosotros lo hemos matado![…]”

La fuerza de este texto reside en la pasión que esconde tanto como en la terrible verdad que insinúa: Dios ha muerto. Esta expresión tan desvirtuada en la cultura del siglo XX, no tiene nada que ver con el ateísmo vulgar, ni con la trivialidad de los que no creen en Dios. Dice algo mucho más grave y urgente: el mundo ha cambiado radicalmente. Con ello Nietzsche quiere advertirnos, anticipándose como visionario, lo que estaba gestándose históricamente en ese fin de siglo: un cambio de época radical, un giro en la ciencia de 180 grados con Einstein; el avance de ideas revolucionarias con Darwin y Freud; el dolor y la capacidad destructiva de las dos guerras mundiales que fueron, posiblemente, los acontecimientos más dramáticos para los europeos de comienzos del siglo XX. Nietzsche muere en el 1900, para entonces, el Dios del amor al prójimo, de la tolerancia, del perdón, el Dios Padre, se había debilitado. El hombre de ese principio de siglo ha dejado de ser hijo de Dios y esa realidad llega hasta nosotros. Todo el texto citado es, como siempre en el Nietzsche filólogo, una gran metáfora de la realidad.

En Europa –centro del mundo en ese momento–, se habían derrumbado los valores que habitualmente son el soporte de una sociedad y sobre los cuales se establecen las leyes y las formas de vida. Cree Nietzsche que el hombre vivió en una mentira que no puede sostener más. Ese autoengaño en el que se dejó acunar, le cuesta, ahora, la vida. Se acabaron las ilusiones, las esperanzas, la tarea para un mundo mejor. Se acabó el humanismo en el que creímos firmemente. La potencia de sus ideas y la fuerza y belleza de su lenguaje nos llega en frases de ese fragmento como: “¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho que hemos soltado esta tierra de su sol?” Con lo cual nos pone sobre aviso de la terrible crisis que se avecina, porque ese horizonte y ese sol son el antiguo Dios que ha dejado de ser un guía eficiente en la construcción de un mundo de paz y armonía, un mundo que se ha vuelto puramente humano y nihilista. Y el nihilismo es un proceso arrollador de desacralización del mundo, de salida de la religión, de retirada y ocultamiento de lo divino que nos alcanza hasta hoy.

Dios ha muerto. Esta expresión tan desvirtuada en la cultura del siglo XX, no tiene nada que ver con el ateísmo vulgar, ni con la trivialidad de los que no creen en Dios. Dice algo mucho más grave y urgente: el mundo ha cambiado radicalmente.

Lenguaje y metáfora

Nietzsche es un pensador con una rigurosa formación filológica. Ello le permite tener una gran conciencia del peso de las estructuras lingüísticas sobre el pensar mismo y de la fuerza de las metáforas sobre la comprensión y diseño de la realidad, como puede verse en sus textos. Por eso, gran parte de su crítica a la metafísica platónica la ejerce desde el lenguaje. Dice en Verdad y Mentira en sentido extramoral, texto clave para entender la potencia destructora del pensamiento nietzscheano –con respecto a la metafísica– desde la perspectiva lingüística:

«¿Qué es, pues, verdad? un vivaz ejército de metáforas[…]una suma de relaciones humanas que fueron realzadas de modo poético y retórico, transmitidas, adornadas, y que, después de un largo uso, a un pueblo le parecen definitivas, canónicas y obligatorias: las verdades son ilusiones con respecto a las cuales se ha olvidado qué son […]».

El lenguaje condiciona el pensar. Durante cientos de años gozó de consenso la idea contraria, la preeminencia del pensar sobre el habla –argumentos que ya usó Platón en el Cratilo– por lo cual, con algunas excepciones, el lenguaje era visto como un instrumento del pensamiento con el cual podía describirse –con toda exactitud– una realidad exterior. Sin embargo, no debemos engañarnos. No hay una verdad a la cual acceder a través del lenguaje, no hay una realidad externa. Toda palabra es metafórica porque no hay nada “en sí”, ninguna esencia debajo de las apariencias a la cual apunte el lenguaje. Hechos no hay, dice Nietzsche, sólo interpretaciones. Y esta idea que tuvo –a partir de él– una fuerte incidencia en el pensamiento filosófico del siglo XX, es hoy tema central en la filosofía del lenguaje.

En Verdad y Mentira en sentido extramoral consigna que así como la verdad no aprehende la cosa en sí, la mentira es un movimiento natural y necesario del intelecto. Mentir, en el sentido extramoral que le asigna Nietzsche, tiene que ver con la ilusión mencionada antes. Se trata de ficciones, de un dejarse seducir, a sabiendas de que ello sucede, por una quimera o un espejismo imprescindible para el espíritu humano porque de ello depende la posibilidad o imposibilidad de organizar el mundo circundante. Lo único reconocible con total certeza es el engaño en el que se está envuelto y ello transforma esta mentira en una ilusión. El hombre superior se permite a sí mismo el engaño y la ilusión porque eso le dará fuerzas para la vida. Todo nuestro lenguaje y nuestro pensamiento mismo se apoyan en una operación falsificadora, porque el espíritu humano no tiene ninguna chance de aprehender la realidad en sí; ésta es definitivamente inapresable. Se construye a partir de las ficciones y la ilusión que las hace posibles.

Toda palabra es metafórica porque no hay nada “en sí”, ninguna esencia debajo de las apariencias a la cual apunte el lenguaje. Hechos no hay, dice Nietzsche, sólo interpretaciones.

Maestro en el uso de la lengua y consciente de sus peligros, ha buceado en las profundidades hasta experimentar los límites del pensamiento y del lenguaje mismo en los cuales se desvanecen los rasgos confortables de las así llamadas por él «mentiras colectivas». «En todo conocimiento hay una gota de dolor» sostiene Nietzsche. Lo confirma con su propia vida; amante siempre insatisfecho de la sabiduría, lúcido pensador, experimentó con angustia la levedad de la existencia, lo azaroso de ésta y la fragilidad de las formas que rodean al hombre. El mundo es para él el gesto caprichoso de un incognoscible porque las estructuras gnoseológicas del hombre no son aptas para conocerlo ni descifrarlo. Nietzsche fue un pesimista, si entendemos por pesimismo una actitud pragmática ante la vida, más que una elucidación teórica. Su lucidez y escepticismo lo mantuvieron de pie.

Una esperanza

El pensamiento sin concesiones de Nietzsche tanto como la revolución y dureza de sus ideas genera temor y desconfianza del hombre común. Sin embargo, dio también otros frutos. Richard Rorty, filósofo norteamericano actual, nos propone, inspirado en él, una cultura postmetafísica en la cual el valor más importante no sea ya un bien absoluto –inalcanzable para nosotros después de Nietzsche– sino el de la solidaridad como producto de la imaginación de los hombres ejercida sobre sí mismos. Debemos pensar, para vivir mejor, en un mundo abierto, tolerante, sin estructuras trascendentes ni principios absolutos en el cual fuera posible una elaboración incesante de la libertad. 

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