Zygmunt Bauman (Polonia, 1925) es uno de los principales referentes en el debate contemporáneo sobre las sociedades de la información en un mundo global. Como sociólogo ejercita una perspicaz mirada sobre el mundo actual y sus múltiples problemáticas. Su caracterización de la cultura en la “modernidad líquida” –término acuñado por él– sostiene que “ninguna de las formas sociales puede permanecer durante un tiempo prolongado”. La “disolución de todo lo sólido”, ha sido la característica distintiva del mundo actual. Esa capacidad de disolución -o licuación- se ha acentuado sobremanera: ninguna estructura cultural, ningún valor, ninguna conquista espiritual, hoy, es permanente. Todo se transforma en obsoleto y debe ser descartado para dejar lugar a otra cosa. La gravedad de este diagnóstico impone una reflexión sobre él.
Recordemos que el concepto de cultura que prevaleció a partir del siglo XVIII –desde la Ilustración– tenía como eje significativo su carácter de fuerza civilizadora. La cultura fue concebida –a partir de allí– como una misión social que consistía en educar a las masas a fin de conducir al pueblo a sus más altos logros. Semejaba una especie de rayo de luz que ilumina la oscuridad e ignorancia de los menos favorecidos socialmente, de allí la importancia de la educación por la que tanto luchó en la Argentina del siglo XIX Domingo Faustino Sarmiento. Cultura, que viene de cultivar, tenía que ver con sembrar costumbres, principios y valores en los espíritus ávidos de formar parte de una sociedad progresista.
La “disolución de todo lo sólido”, ha sido la característica distintiva del mundo actual.
Este proyecto de la Ilustración fue muy útil en su momento como herramienta para la construcción del Estado nación que se consolidaba históricamente. Más tarde, la cultura pierde este perfil dinámico y se transforma en un conjunto de normas, en gran medida, coercitivas de la sociedad, lo que también ha fracasado. La idea de cultura como el medio de mantener el equilibrio del sistema social ha llegado a su fin.
Bauman analiza los cambios radicales en la cultura – y ese carácter efímero que es su sello– y su acción en la sociedad del siglo XXI. Todo en ella se vuelve obsoleto en brevísimo tiempo, nada tiene consistencia ontológica, nada perdura. Y no hablamos sólo de objetos, experiencia que todos conocemos, sino de valores, de modos de vida, de opciones espirituales. Dada esta situación se acentúa a grados inusuales el individualismo; si bien fomenta la libertad de elección, ya no hay paradigmas que marquen rumbos claros ni a la sociedad ni a los sujetos.
Se ha cambiado la cultura como norma, como prohibiciones, como modelos a seguir, por un espacio social dónde se privilegian las ofertas; cada cual elige la suya. La cultura de hoy busca seducir con bienes “deseables”. En esta sociedad de consumo, los bienes culturales, desde la moda, la literatura, el deporte, la música, hasta el arte, se los concibe para el consumo y por tanto duran sólo instantes. Su fugacidad permite esa flexibilidad de las preferencias que es, justamente, la insignia de pertenencia a una elite cultural: la máxima tolerancia y el mínimo rechazo.
La idea de cultura como el medio de mantener el equilibrio del sistema social ha llegado a su fin.
Si bien no ha desaparecido la elite cultural, hoy en día no es “elitista”, es decir, no discrimina entre asistir a una ópera de Verdi o ir a un concierto de heavy metal o el punk: ambos asuntos son de su interés y son consumidos indiferentemente. Esta elite cultural es omnívora: acepta y digiere todo tipo de acontecimiento cultural sin distinciones de alta o baja cultura, lo que en apariencia es algo positivo; sin embargo, la ausencia de valoraciones de los hechos culturales que nos rodean, hacen que nada sea privilegiado, atesorado y digno de ser conservado para las próximas generaciones.
Naturalmente, la economía entra en los bienes culturales que se han licuado; orientada al consumo, fomenta la rápida obsolescencia de los objetos que pueden ser adquiridos. Un corto televisivo muestra avisos que dicen comprar–tirar–comprar –tirar repetidos muchas veces. Somos clientes de una gigantesca tienda dónde cada objeto es “imprescindible”, pero también “instantáneo”, porque deberá ser reemplazado por otro, y otro y otro, y así indefinidamente. Lo grave es que, en este proceso de cambio constante, entran otros asuntos de mayor envergadura que la simple adquisición de objetos, como la identidad personal, desdibujada en ocupaciones urgentes y banales que impiden pensar sobre nosotros mismos y el sentido de nuestra existencia.
También el papel de la política –cuyo objetivo primordial debería ser el bien común– se ha licuado. El poder esta en manos de políticos desinteresados de sus pueblos, que no se involucran en los problemas sociales y toman distancia de los individuos. La tolerancia se transforma en indiferencia y ello permite vivir juntos sólo en apariencia. El orden social y las jerarquías que imponía la cultura tradicional han desaparecido. Hoy, la modernidad líquida, no acepta orden ni estructuras permanentes, la disolución está en camino.
…la ausencia de valoraciones de los hechos culturales que nos rodean, hacen que nada sea privilegiado, atesorado y digno de ser conservado para las próximas generaciones.
A este diagnóstico alarmante debemos agregar un asunto de mayor peso en el mundo globalizado: la interacción de diversos grupos culturales a raíz de las constantes migraciones. Esto produce una confrontación de tradiciones culturales diferentes difíciles de superar. A veces, la “cultura” de cada grupo étnico toma la forma de una “fortaleza sitiada” que debe defenderse, actitud que hace compleja la construcción de un mundo común dónde el otro sea bienvenido. Según los estudiosos del tema, cuanto más se respete la cultura del inmigrante, mejor se acomodará éste a lo que le ofrece el país que lo recibe; pero ello no sucede habitualmente.
Es notable que las ideas vertidas en este libro reciente de Bauman* tengan fuertes semejanzas con posiciones del Papa Francisco. Ambos alertan sobre el peligro de la exclusión y aniquilación del hombre mismo en este juego de bienes desechables o del “descarte”, como lo sostiene Francisco. La cultura “líquida” aquí descripta se devora a sí misma –y a sus hijos– en la fugacidad de sus logros.
Hoy, la modernidad líquida, no acepta orden ni estructuras permanentes…
Esta imagen del mundo globalizado no sólo es acertada sino seriamente riesgosa para la condición humana. Es tarea nuestra pensarla –denunciarla para revertir sus efectos– y cambiar su rumbo a fin de escapar a un destino empobrecido y sin sentido. Por cierto, no es sencillo lograrlo, de allí la incertidumbre y el desasosiego que anida hoy en el corazón de los hombres al encontrarse con las manos vacías de tantas cosas inútiles que pusieron en ellas.
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Qué triste que en esta cultura global se esté perdiendo la identidad nacional, personal, familiar. Se nos escapa como líquido entre los dedos. Gracias, Cristina, por compartir estas ideas.