Por
Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta
—no fue por estos campos el bíblico jardín—;
son tierras para el águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante la sombra de Caín.
Antonio Machado,
Campos de Castilla, XCIX,
«Por tierras de España», 1912, p. 5
La vida en general y la vida familiar en particular están puntuadas por encuentros y desencuentros. Estos adquieren a veces una intensidad que, aunque puede en ocasiones volverse rutinaria, asume otras veces el carácter de microeventos de cambio. En estos casos se presentan dilemas e incluso crisis ético-morales porque las normas establecidas, ya sean éticas implícitas, ya sean morales explícitas, no nos resultan fácilmente aplicables ni durante su transcurso ni durante su integración a las aguas más estables de las rutinas cotidianas. Lo ético-moral que experimentamos en estas circunstancias con aquellos con quienes las vivimos no es un mero agregado, sino que es constitutivo de estos dilemas o crisis. Confusiones, contradicciones, ambigüedades, traiciones y mentiras, sufrimientos y placeres son centrales a estas crisis cuya fuerza patética no se puede concebir solamente como dificultades lógico-racionales, determinaciones neurobiológicas, paradojas de la comunicación, dinámicas inconscientes o conflictos socioculturales ubicados en el lenguaje o la conversación. ¿Cuál es entonces el recurso ético disponible en esos momentos de cambio en los que nuestras hojas de ruta no sirven a su propósito? El sentido de lo justo es, en esas circunstancias, lo que se encuentra disponible para dinamizar las normas con las que pretendemos guiar nuestras vidas. Que el sentido de lo justo sea un recurso disponible no es azaroso, ya que constituye la raíz, inmanente a nuestra inserción vívida en el mundo, de las normas micropolíticas dominantes con las que pretendemos guiar nuestras vidas y es, al mismo tiempo, la expresión de una inclinación a una vida mejor.
Por lo demás, que la vida familiar humana sea una cuestión críticamente ética trae, con razón, motivos de inquietud para el terapeuta que se ocupa de las tribulaciones de sus protagonistas o, a veces, actores secundarios.
Lo ético-moral que experimentamos en estas circunstancias con aquellos con quienes las vivimos no es un mero agregado, sino que es constitutivo de estos dilemas o crisis.
Los procesos de domesticación ético-moral en el marco de micropolíticas dominantes, a los que el sentido, que es siempre sentido de lo justo, resiste, empiezan tempranamente. Recuerdo que durante mi infancia se había puesto de moda, durante encuentros sociales en los que participábamos, que adultos que no eran de la familia nos hicieran a los niños preguntas que nos ponían en aprietos. Una de las preguntas de ese interrogatorio, que sospechábamos que esos adultos hacían con el objetivo de ponernos incómodos, era: «¿A quién quieres más, a papá o a mamá?». La pregunta que seguía era: «¿Cuánto los quieres?». Cada una de esas preguntas tenía sus respuestas correctas que aprendíamos rápidamente. Un buen niño debía decir que quería a su mamá y a su papá por igual, lo cual era celebrado por los adultos presentes, incluidos nuestros padres, que también participaban del ritual con alguna ansiedad hasta que estaban seguros de que habíamos aprendido las reglas del juego y que no los expondríamos a ningún bochorno imprevisto, como decir que queríamos más a uno de ellos que al otro. La respuesta correcta a la segunda pregunta era que los queríamos «mucho». Algunos interrogadores, aún más tenaces en promover nuestra incomodidad, seguían adelante preguntándonos: «¿Cuánto es mucho?», y la respuesta correcta a esta tercera pregunta, que nos introducía al concepto de la cuantificación del afecto, era: «Hasta el cielo», una respuesta que reflejaba la magnitud del amor mientras traía, por contraste, la idea de algo que era, en última instancia, incalculable.
El sentido de lo justo es, en esas circunstancias, lo que se encuentra disponible para dinamizar las normas con las que pretendemos guiar nuestras vidas.
la racionalidad abstracta y las normas establecidas no bastan, porque las emociones, los sentimientos y las pasiones que nos mueven se resisten a la domesticación y expresan aún esa inclinación invencible hacia una vida que valga la pena de ser vivida.
Pero, para que pudiera darse ese aprendizaje de las normas y de sus transgresiones regladas que, por regla general, constituyen su contracara obscena (en este caso los elementos algo sádicos y la hipocresía que acompañaban a esta práctica supuestamente humorística), era necesario que se hubiera establecido ya esa dimensión temprana del sentido, que se encuentra conceptualmente a medio camino entre un mundo material supuestamente desprovisto de significados, por una parte, y el mundo del significado, por la otra. Pero hemos visto que también encontramos el sentido de lo justo entre un mundo supuestamente neutro desprovisto de valores y las normas éticas y morales establecidas con las que navegamos ese mundo. La dimensión del sentido es una y la misma con la del sentido de lo justo porque la ontología humana es una ontoética.
En relación con la micropolítica de la violencia, las emociones negativas, el pecado y el castigo que el sentido de lo justo viene a poner en entredicho, a cuestionar y a dinamizar en situaciones específicas cotidianas, el relato bíblico del asesinato de Abel por parte de Caín es en Occidente uno de sus mitos fundantes. El pathos de la escena ha capturado a lo largo de los siglos el interés de innumerables artistas que representaron aspectos de la misma, así como aún nos captura a nosotros mismos. Nuestra portada reproduce una de esas imágenes que un artista anónimo del siglo XVIII pintó en un icono griego católico, conservada en el iconostasio de la catedral griega de Hajdúdorog, en Hungría. La sombra errante de Caín, evocada por Antonio Machado en el epígrafe de este capítulo, nos ha acosado y servido para aludir a nuestras flaquezas, entendidas, o bien como una incapacidad para elevarnos por encima de nuestras emociones egoístas y sus dramáticas consecuencias, o bien como nuestro destino en cuanto herederos de su malévola naturaleza (Pakman, 2000). Las circunstancias que anteceden al asesinato de Abel por parte de Caín son así en general entendidas en el marco de que Abel era el favorito indiscutido de Dios, y muchas interpretaciones se esforzaron en justificar el motivo de esa preferencia con argumentos varios.
El relato bíblico ha asumido la Creación de un mundo en un «comienzo»[1] anómico, caracterizado como Tohu ba Bohu, informe y vacío o «sorprendentemente caótico», como lo entiende el comentarista medieval provenzal Rashi.[2] Cuando llegamos al episodio de Caín y Abel, que comienza con las circunstancias ya citadas, las interpretaciones suelen asumir que el Bien y el Mal, lo que Dios espera de los humanos, está ya claramente explicitado. De ser así, las emociones y las acciones de Caín tendrían una lectura ineludible, como si naturalmente se desprendiera del mito una moraleja sostenida en una visión de la violencia como resultado de la elección errónea de un individuo al cometer una transgresión ejerciendo su libre albedrío entre el Bien y el Mal: Caín se habría entregado a la violencia inducido por sus celos, dada la preferencia de Dios por la ofrenda de Abel, como se supone que muestra el relato ya visto sobre lo que precedió al crimen, o sea, que pecó y fue justamente castigado.
La lectura más habitual, sin embargo, parece anacrónica, ya que se atribuyen explicaciones retrospectivamente acordes con una lógica que asume ciertos conocimientos y ciertas emociones, como si estuvieran ya presentes en el momento en que se desarrolla el relato. Pero una lectura atenta del texto de la Torah, de algunas intertextualides y comentarios del Talmud, del Midrash y de la tradición cabalística judía complejiza el mito de Caín y Abel y facilita un ejercicio que, basado en esas fuentes y que siga detalladamente la cronología intrínseca de lo que va sucediendo en este relato de tiempos primordiales, nos permitirá prestar atención a la relación del mito con el estatus de las normas, las prohibiciones, la conciencia moral y el testimonio, por una parte, y el camino que uniría ese mundo supuestamente original de acciones neutrales libres de valores con ese otro de leyes establecidas que encarnan esos valores, por la otra.
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