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Edición
42

El sentido de lo justo

Amherst
Los encuentros y desencuentros de la vida en general y familiar pueden volverse rutinarios o bien microeventos de cambio, donde las normas establecidas no resultan aplicables. ¿Cuál es el recurso ético disponible en esos momentos en los que nuestras hojas de ruta no sirven a su propósito?

Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta
—no fue por estos campos el bíblico jardín—;
son tierras para el águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante la sombra de Caín.

Antonio Machado,

Campos de Castilla, XCIX,
«Por tierras de España», 1912, p. 5

La vida en general y la vida familiar en particular están puntuadas por encuentros y desencuentros. Estos adquieren a veces una intensidad que, aunque puede en ocasiones volverse rutinaria, asume otras veces el carácter de microeventos de cambio. En estos casos se presentan dilemas e incluso crisis ético-morales porque las normas establecidas, ya sean éticas implícitas, ya sean morales explícitas, no nos resultan fácilmente aplicables ni durante su transcurso ni durante su integración a las aguas más estables de las rutinas cotidianas. Lo ético-moral que experimentamos en estas circunstancias con aquellos con quienes las vivimos no es un mero agregado, sino que es constitutivo de estos dilemas o crisis. Confusiones, contradicciones, ambigüedades, traiciones y mentiras, sufrimientos y placeres son centrales a estas crisis cuya fuerza patética no se puede concebir solamente como dificultades lógico-racionales, determinaciones neurobiológicas, paradojas de la comunicación, dinámicas inconscientes o conflictos socioculturales ubicados en el lenguaje o la conversación. ¿Cuál es entonces el recurso ético disponible en esos momentos de cambio en los que nuestras hojas de ruta no sirven a su propósito? El sentido de lo justo es, en esas circunstancias, lo que se encuentra disponible para dinamizar las normas con las que pretendemos guiar nuestras vidas. Que el sentido de lo justo sea un recurso disponible no es azaroso, ya que constituye la raíz, inmanente a nuestra inserción vívida en el mundo, de las normas micropolíticas dominantes con las que pretendemos guiar nuestras vidas y es, al mismo tiempo, la expresión de una inclinación a una vida mejor.

Por lo demás, que la vida familiar humana sea una cuestión críticamente ética trae, con razón, motivos de inquietud para el terapeuta que se ocupa de las tribulaciones de sus protagonistas o, a veces, actores secundarios.

Lo ético-moral que experimentamos en estas circunstancias con aquellos con quienes las vivimos no es un mero agregado, sino que es constitutivo de estos dilemas o crisis.

Y lo es, en primer lugar, porque todo terapeuta es parte de alguna familia que no suele ser una excepción a esas tribulaciones y, en segundo lugar, porque, en el intento de ayudar haciendo con esmero su oficio, puede encontrarse con la tarea de cambiar su propia vida, poco o mucho, con o sin intención, ya que dejarse atrás a sí mismo es con frecuencia la condición tanto de una ayuda que no sea automática y acorde con fórmulas como del modo típicamente humano de avanzar en la aventura de estar en el mundo. De ahí que esta sea una cuestión imprescindible para terapeutas y para todos aquellos que acompañan a la gente desde sus oficios en los momentos en que la racionalidad abstracta y las normas establecidas no bastan, porque las emociones, los sentimientos y las pasiones que nos mueven se resisten a la domesticación y expresan aún esa inclinación invencible hacia una vida que valga la pena de ser vivida.

Los procesos de domesticación ético-moral en el marco de micropolíticas dominantes, a los que el sentido, que es siempre sentido de lo justo, resiste, empiezan tempranamente. Recuerdo que durante mi infancia se había puesto de moda, durante encuentros sociales en los que participábamos, que adultos que no eran de la familia nos hicieran a los niños preguntas que nos ponían en aprietos. Una de las preguntas de ese interrogatorio, que sospechábamos que esos adultos hacían con el objetivo de ponernos incómodos, era: «¿A quién quieres más, a papá o a mamá?». La pregunta que seguía era: «¿Cuánto los quieres?». Cada una de esas preguntas tenía sus respuestas correctas que aprendíamos rápidamente. Un buen niño debía decir que quería a su mamá y a su papá por igual, lo cual era celebrado por los adultos presentes, incluidos nuestros padres, que también participaban del ritual con alguna ansiedad hasta que estaban seguros de que habíamos aprendido las reglas del juego y que no los expondríamos a ningún bochorno imprevisto, como decir que queríamos más a uno de ellos que al otro. La respuesta correcta a la segunda pregunta era que los queríamos «mucho». Algunos interrogadores, aún más tenaces en promover nuestra incomodidad, seguían adelante preguntándonos: «¿Cuánto es mucho?», y la respuesta correcta a esta tercera pregunta, que nos introducía al concepto de la cuantificación del afecto, era: «Hasta el cielo», una respuesta que reflejaba la magnitud del amor mientras traía, por contraste, la idea de algo que era, en última instancia, incalculable.

El sentido de lo justo es, en esas circunstancias, lo que se encuentra disponible para dinamizar las normas con las que pretendemos guiar nuestras vidas.

Este interrogatorio de forma algo ritual era parte del entrenamiento ético-moral temprano de nuestros afectos y de nuestra relación con los mismos. Mediante esta tecnología se consolidaba un aprendizaje acerca de cuáles eran las normas sociales que regían los afectos que se esperaban de un buen niño en la relación sentimental temprana con sus padres. Un núcleo altamente privado de complicidad intrafamiliar quedaba así expuesto a ciertas normas morales mientras aprendíamos, al mismo tiempo, una lección sobre la micropolítica de la vida sociofamiliar cotidiana. Si dábamos alguna respuesta «incorrecta» se generaba una incomodidad que se expresaba por la tensión que percibíamos en nuestros padres, las miradas expectantes y ansiosas ante nuestras respuestas, los movimientos de labios que acompañaban a las mismas, o el silencio con que a veces preferíamos protegernos en lo que parecía una situación delicada para la familia. Todo esto se exacerbaba cuando las cuestiones afectivas eran ya problemáticas aun sin la exposición al entorno extrafamiliar, aunque no supiéramos aún que eso era muy frecuente en la vida familiar. A través de esa incomodidad aprendíamos que, aunque las preguntas eran acerca de nuestros sentimientos, lo más importante no era la veracidad de nuestro testimonio, sino más bien no poner a nuestros padres en una situación incómoda, lo cual bien valía un falso testimonio. Un niño normal quería a sus padres por igual, los quería mucho, hasta el cielo, y eso mostraba a esos adultos extrafamiliares que las emociones de la familia entraban en la normalidad, era una declaración de que teníamos padres normales y buenos, que configurábamos una familia normal. El ritual constituía una prueba moral que ellos pasaban junto con nosotros, mientras que el interrogador de turno se embarcaba con frecuencia en esa educación moral cuando no se encontraba con su familia o cuando no la tenía, lo cual lo ponía a resguardo de que le pagaran con la misma moneda. El pequeño poder que en principio teníamos de denunciar a nuestros padres a través de nuestros sentimientos era para nosotros también un motivo de agobio, dada la responsabilidad que ello implicaba, y debía ser apropiadamente domesticado aprendiendo la lección de hipocresía social básica que debía primar. Pero más allá de la hipocresía era un entrenamiento moral temprano tanto para los niños, a los que observábamos pasar ese ritual, como para nosotros mismos y los adultos familiares y extrafamiliares. Se aprendía acerca de las relaciones de poder, en cuanto fuerzas que intentaban guiar las relaciones, y acerca de nuestra subjetividad, nuestro conocimiento y nuestros sentimientos. Así nos moldeábamos a la micropolítica dominante de la situación haciendo uso de nuestra libertad mediante un ritual que no era una experiencia de coerción absoluta, sino más bien un aprendizaje del guion de vida apropiado para la vida en sociedad que, descubríamos, llegaba hasta lo más íntimo. Era una lección sobre la ética-moral del amor como sentimiento y expresión y, al mismo tiempo, una lección sobre el lugar que le correspondía al hecho de decir la verdad y los riesgos que ello implicaba.

la racionalidad abstracta y las normas establecidas no bastan, porque las emociones, los sentimientos y las pasiones que nos mueven se resisten a la domesticación y expresan aún esa inclinación invencible hacia una vida que valga la pena de ser vivida.

Pero, para que pudiera darse ese aprendizaje de las normas y de sus transgresiones regladas que, por regla general, constituyen su contracara obscena (en este caso los elementos algo sádicos y la hipocresía que acompañaban a esta práctica supuestamente humorística), era necesario que se hubiera establecido ya esa dimensión temprana del sentido, que se encuentra conceptualmente a medio camino entre un mundo material supuestamente desprovisto de significados, por una parte, y el mundo del significado, por la otra. Pero hemos visto que también encontramos el sentido de lo justo entre un mundo supuestamente neutro desprovisto de valores y las normas éticas y morales establecidas con las que navegamos ese mundo. La dimensión del sentido es una y la misma con la del sentido de lo justo porque la ontología humana es una ontoética.

En relación con la micropolítica de la violencia, las emociones negativas, el pecado y el castigo que el sentido de lo justo viene a poner en entredicho, a cuestionar y a dinamizar en situaciones específicas cotidianas, el relato bíblico del asesinato de Abel por parte de Caín es en Occidente uno de sus mitos fundantes. El pathos de la escena ha capturado a lo largo de los siglos el interés de innumerables artistas que representaron aspectos de la misma, así como aún nos captura a nosotros mismos. Nuestra portada reproduce una de esas imágenes que un artista anónimo del siglo XVIII pintó en un icono griego católico, conservada en el iconostasio de la catedral griega de Hajdúdorog, en Hungría. La sombra errante de Caín, evocada por Antonio Machado en el epígrafe de este capítulo, nos ha acosado y servido para aludir a nuestras flaquezas, entendidas, o bien como una incapacidad para elevarnos por encima de nuestras emociones egoístas y sus dramáticas consecuencias, o bien como nuestro destino en cuanto herederos de su malévola naturaleza (Pakman, 2000). Las circunstancias que anteceden al asesinato de Abel por parte de Caín son así en general entendidas en el marco de que Abel era el favorito indiscutido de Dios, y muchas interpretaciones se esforzaron en justificar el motivo de esa preferencia con argumentos varios.

El relato bíblico ha asumido la Creación de un mundo en un «comienzo»[1] anómico, caracterizado como Tohu ba Bohu, informe y vacío o «sorprendentemente caótico», como lo entiende el comentarista medieval provenzal Rashi.[2] Cuando llegamos al episodio de Caín y Abel, que comienza con las circunstancias ya citadas, las interpretaciones suelen asumir que el Bien y el Mal, lo que Dios espera de los humanos, está ya claramente explicitado. De ser así, las emociones y las acciones de Caín tendrían una lectura ineludible, como si naturalmente se desprendiera del mito una moraleja sostenida en una visión de la violencia como resultado de la elección errónea de un individuo al cometer una transgresión ejerciendo su libre albedrío entre el Bien y el Mal: Caín se habría entregado a la violencia inducido por sus celos, dada la preferencia de Dios por la ofrenda de Abel, como se supone que muestra el relato ya visto sobre lo que precedió al crimen, o sea, que pecó y fue justamente castigado.

La lectura más habitual, sin embargo, parece anacrónica, ya que se atribuyen explicaciones retrospectivamente acordes con una lógica que asume ciertos conocimientos y ciertas emociones, como si estuvieran ya presentes en el momento en que se desarrolla el relato. Pero una lectura atenta del texto de la Torah, de algunas intertextualides y comentarios del Talmud, del Midrash y de la tradición cabalística judía complejiza el mito de Caín y Abel y facilita un ejercicio que, basado en esas fuentes y que siga detalladamente la cronología intrínseca de lo que va sucediendo en este relato de tiempos primordiales, nos permitirá prestar atención a la relación del mito con el estatus de las normas, las prohibiciones, la conciencia moral y el testimonio, por una parte, y el camino que uniría ese mundo supuestamente original de acciones neutrales libres de valores con ese otro de leyes establecidas que encarnan esos valores, por la otra.

 

Notas:
Extracto del capítulo 7 La marca de Caín: el sentido de lo justo y el testimonio, del libro El sentido de lo justo. Para una ética del cambio, el cuerpo y la presencia. Editorial Gedisa, 2018.

[1] 1.En hebreo Bereshit, la primera palabra de la Torah («enseñar») escrita en sentido amplio (Chumash, los cinco libros de Moisés, Pentateuco o Torah en sentido restringido), la primera parte del Tanach, acrónimo de Torah, Neviim, «profetas» y Ketubim («escritos»). La palabra Bereshit está formada por reshit, «comienzo», y Be,«en» o «con», lo cual implica diferentes lecturas, «en el comienzo», la más habitual, o «con el comienzo», como lo interpreta Rashi (ver nota al pie 2). En este caso, «comienzo» sería la Torah misma que precedería al mundo y que Dios habría usado como un mapa para crearlo.

[2] Acrónimo de Shlomo Yitzchaki, de Troyes (1040-1105).

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