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Comienza el mes de diciembre y Miami se prepara para recibir un evento muy esperado. Art Basel llega a la ciudad con todo el impacto de su tradicional propuesta y a la vez, desatando una variedad de ferias satelitales que no olvidan invitar a la fiesta a los artistas emergentes.
Este fenómeno que se instala en la ciudad desde hace ocho años mueve el interés del público, de los expertos y del mercado del arte, con la intensidad propia de los mega sucesos. Y efectivamente, todo el mundo concurre a la cita.
Esta respuesta masiva, que no sólo es propia del Art Basel, sino que es la que observamos habitualmente frente a convocatorias del estilo, me deja pensando si nos hemos vuelto más sensibles.
Visitar exhibiciones o concurrir de modo más o menos habitual a los grandes eventos de arte ya forma parte del costumbrismo contemporáneo. Los adultos y los niños habitualmente dan una vuelta por exhibiciones de acuerdo a su gusto, tiempo y presupuesto. Los viajes ya no son sin pasar por los grandes museos de cada ciudad y hasta se organizan exitosos paseos por las galerías.
Este nuevo mercado acerca las obras a la gente, tiende un puente entre el artista y el público y encuentra maneras para que el arte forme parte de la vida cotidiana. Sin embargo, esta facilitación no garantiza que quien contempla una obra de arte viva una experiencia.
En la cultura de la imagen nuestra mirada está constantemente convocada. Nuestra cotidianeidad es confortable, atractiva y colmada de objetos estéticos. Atrás quedaron los plásticos duros y materiales descoloridos que se volvían ásperos al tacto y tristes a la vista. Kandinsky y Botero, entre otros, han encontrado variadas formas de ingresar a nuestro hogar. Hoy estamos familiarizados con las sensaciones que producen los detalles de diseño, las texturas, el brillo y el color.
Entonces, si el encuentro con el arte ya no depende de una contingencia, ¿podemos todavía sentirnos impactados cuando estamos frente a él?
Algunos pensadores dicen que uno de los efectos que provoca el mercado del arte es dejarnos continuamente impresionados, cuestión que no da mucho lugar a vivir una experiencia. Desde ya que al plantear esto entramos en un terreno complicado. ¿Cómo definirla? La experiencia ha sido elevada a la categoría de un concepto y su complejidad ha puesto a reflexionar a los filósofos de todas las épocas. Pero, hoy tan solo quisiera referirme a la posibilidad de vivir una experiencia a partir del arte. Cuando miramos un cuadro, ¿somos realmente afectados por lo que vemos?
Es probable que, como todo lo que abunda, las imágenes vayan perdiendo el poder de llamar nuestra atención. El arte que nos rodea ya no capta nuestro interés, nos acostumbramos a él hasta convertirlo en invisible, no lo percibimos. Lo estético forma parte de lo íntimo, de lo que tenemos o de lo que se desea poseer.
Vivir una experiencia a partir del arte va más allá de circular frente a la obra, contemplarla, eventualmente llevarla a casa. El objeto artístico encierra el potencial de permitirnos alcanzar una vivencia sensible, porque puede afectarnos, tocar lo íntimo y transformarnos desde el exterior. Subrayo precisamente esa exterioridad a la que nos confrontamos, lo que por un momento se nos vuelve extraño, lo que nos saca de nuestro dominio, lo que no nos deja entender la obra y mucho menos poseerla. La experiencia que provoca el arte interrumpe, nos saca de donde estábamos y nos abre a lo otro, a la alteridad, a lo que no esperamos encontrar allí. Eso conmueve, inquieta, perturba.
La experiencia es un acontecimiento que nos impresiona, que nos pone en el aprieto de no hallar las palabras precisas para transmitir ese impacto a los demás. Por otra parte, quizás nos empuje a la urgencia de no poder silenciar lo que hemos encontrado.
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