Si como pretende La Rochefoucauld «el amor es como los espectros, todos hablan de él pero nadie lo ha visto», se debe seguir hablando.
El amor, Eros para la mitología griega, Cupido para la latina, ocupa y preocupa a la humanidad en todas las épocas. Pensadores, artistas. filósofos, poetas, entre otros, nos hablan de él. Platón dice del Eros que «es astuto, menesteroso y padece eterno desasosiego». Hay muchas formas de amor, no solo entre seres de distinto o igual sexo biológico, que el crecimiento en la tolerancia social enseña a respetar. También se ama a quienes nos nutren y nos protegen, a una idea, a una institución, a uno mismo, a partes de uno o de otro. Un capítulo del tema del amor, no el único entonces, es el de la relación entre las mujeres y los hombres. Pablo Neruda lo tiene como el tema predominante de su prolífica obra, «Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido». Vinicius de Moraes prometía amor eterno «mientras dure». Borges ensalzó el no correspondido, «El más prodigo amor le fue otorgado/ el amor que no espera ser amado». En general los hombres son los que dan su palabra de amor a las mujeres, aunque Alfonsina Storni no se priva de hacerle encendidos versos a un amado, «No dejes amado que muera de amor». Entre los siglos XI y XIII florece una forma denominada «amor cortés», cantada por los trovadores de entonces, en la cual un caballero elige a una mujer como su Dama, al estilo Dulcinea del Toboso para el gran Don Quijote, en honor de la cual intenta realizar toda clase de proezas, en tanto ella permanece inaccesible a toda relación que no sea el dictado de exigencias cada vez mayores, que llevan incluso a poner en riego la vida del desdichado, pero que sin embargo no alcanzan para cubrir las demandas de la despótica e inalcanzable señora.
Desde sus orígenes, Sigmund Freud, enseñó a saber hacer, con el genuino amor que pone en juego el tratamiento, un instrumento que acompañe a cada uno al encuentro con su singularidad; para desde allí intentar enlazar el goce en soledad de uno con el deseo que viene desde otro, vía el amor, haciéndose participe de una aventura que bien vale experimentar.
«Sí lo sabré yo», dirá mas de uno que navega en las aguas del amor del lado masculino. Aquellos para los cuales basta una mirada para alcanzar el cielo, como Gustavo Bécquer, «Mientras haya unos ojos que reflejen/ los ojos que los miran/ ¡Habrá poesía!», o el Dante para el cual un simple pestañear de su adorada Beatriz, lo conecta con toda la filosofía y el orden sagrado. Claro que cuando la mirada decae «diecinueve días y quinientas noches» no alcanzan para el olvido, como bien señala Joaquín Sabina. Sin embargo, en la otra embarcación, pese al misterio de sus ocupantes, las cosas también se complican. En las mujeres es habitual que aparezca el pedido de ser amada, el anhelo de hablar del amor, de embellecer con palabras la relación. «Apenas estas con una mujer, ya empiezan con el tema de: ¿Y a esto como lo llamamos?», protesta varonil frecuente. El silencio del compañero como respuesta, la sitúa aun más en la soledad, en la constatación de lo que «no hay», queja femenina no menos habitual. Sostiene el humor popular que mientras las mujeres aceptan que para hablar haya que hacer el amor, los hombres soportan que para poder hacer el amor haya que hablar. Apenas un chiste, que en su relación con la verdad dice algo sobre el amor: hay que hacerlo; tarea nada fácil pero apasionante. Si como pretende La Rochefoucauld «el amor es como los espectros, todos hablan de él pero nadie lo ha visto», se debe seguir hablando. Las condiciones de amor hay que construirlas desde el descubrimiento de lo que para cada quién hace obstáculo a la relación. No todas las mujeres son histéricas en sentido vulgar, no todos los hombres son lo que no hay. En eso el psicoanálisis es un acompañante eficaz. Desde sus orígenes, Sigmund Freud, enseñó a saber hacer, con el genuino amor que pone en juego el tratamiento, un instrumento que acompañe a cada uno al encuentro con su singularidad; para desde allí intentar enlazar el goce en soledad de uno con el deseo que viene desde otro, vía el amor, haciéndose participe de una aventura que bien vale experimentar.
Todo discurso que se entronca en el capitalismo deja de lado lo que llamaremos simplemente las cosas del amor.
«Sólo el amor permite al goce condescender al deseo» [2] enseñaba bajo la forma del aforismo Lacan. Sosteniendo que el amor, por muy primordial que se lo crea, es un hecho cultural. Nótese la diferencia con Watson, el padre del Conductismo, que lo ubicaba junto a la ira y el miedo como una de las tres emociones básicas innatas. Cultura que, Freud mediante, sabemos no contempla en su plan la felicidad del hombre.[3] Resonancia de un malestar que Jacques Lacan reformula vía los discursos: «Lo que distingue al discurso del capitalismo es la verwefung, el rechazo fuera de todos los campos de lo simbólico de la castración. Todo discurso que se entronca en el capitalismo deja de lado lo que llamaremos simplemente las cosas del amor» [4], para continuar sosteniendo hasta el final de su enseñanza que «El amor solo es una significación…. el amor es vacío». [5] En la búsqueda de salir del individualismo reinante, que tan bien nos describiera Mónica Prandi [6] en el editorial del número anterior, es tarea del psicoanálisis recuperar ese vacío, agujero estructural, como lugar para dar cabida a la invención de lo nuevo, que ponga en juego lo «amable» de cada quién, en el intento de generar los lazos que reanuden la relación con el otro.