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Una antigua y difundida convicción sostiene que “todo tiene causa”. Dentro de ella no cabe la libertad: porque también el acto libre tiene causas. Freud ha expresado claramente esta concepción. En su Introducción al Psicoanálisis sostuvo que “la ilusión de algo como la libertad psíquica es anticientífico y debe rendirse a la demanda del determinismo cuyo gobierno se extiende sobre la vida mental”.
El programa del determinismo, fundado en la búsqueda, hallazgo y aplicación de leyes, ha tenido un éxito extraordinario en los dos últimos siglos. Y ha permitido construir un entorno humano donde abundan alimentos y las enfermedades son combatidas eficazmente, por ejemplo. Nada semejante había ocurrido en la historia pasada de nuestra especie.
¿Puede defenderse simultáneamente ese causalismo tácito que preside nuestras creencias sobre el mundo y el acto libre como eludiendo al determinismo causal? Las líneas de este escrito van en esa dirección.
El acto libre
La vida cotidiana nos impone hacer elecciones constantemente: al vestirnos, al comer, al tomar un trabajo, por ejemplo, decidimos por la ruta que estimamos mejor para construir y no simplemente esperar a nuestro futuro. Hay elecciones a las que el medio se opone tenazmente. No puedo volar, aunque lo desee, ni evitar el envejecimiento. Aunque hay que notar que esas imposibilidades van cediendo su resistencia con el avance de nuestros conocimientos: hoy podemos tomar un avión y en promedio se vive el doble de tiempo que antepasados de sólo cien años atrás. Ese género de obstáculos restringen nuestra libertad exterior.
¿podemos confiar en que la suma creciente de nuestros conocimientos nos habilite para construir cómo será todo futuro que nos aguarda?
Ambos actos libres de mis ejemplos anteriores cuentan con el determinismo causal: una vez escogido un rumbo, saben que ese determinismo les permitirá cumplir el fin.
De este modo el futuro ha ido convirtiéndose en un horizonte cada vez más predecible. La edificación antisísmica elude las consecuencias dramáticas de los terremotos; las vacunas frenan la aparición de las grandes pestes del pasado, por ejemplo.
Si esto es así, ¿podemos confiar en que la suma creciente de nuestros conocimientos nos habilite para construir cómo será todo futuro que nos aguarda? ¿Algo así como un “calendario del futuro” inspirado en el conocimiento de una situación dada y en el conocimiento simultáneo de las leyes que regulan dicha situación? En resumen, ¿se convertirá el futuro humano en algo tan predecible como los eclipses o el retorno puntual de un cometa?
Contamos ya con “calendarios parciales” en amplias zonas que hacen del futuro algo conocido de antemano. El diagnóstico médico anticipa el curso futuro de una enfermedad y en vistas de ese futuro administra fármacos o cirugía necesarios para eludir el final programado por la enfermedad. Enfrentamos, así, un tiempo venidero pautado causalmente por la enfermedad. Y lo hacemos con técnicas surgidas desde el conocimiento, para modificar ese tiempo por venir y reemplazarlo por otro mundo posible y deseado que es la recuperación de la salud del enfermo.
Se ha insistido en que la ciencia está ampliando nuestro saber sobre el mundo a un ritmo exponencial desde apenas un siglo atrás. De manera que el imaginado “calendario del futuro” no parece una ficción descabellada. En todo caso la convicción causalista no sólo es compatible sino que apoya ese programa.
El acto libre y un argumento por reducción al absurdo en su favor
Imaginemos alcanzada la meta del programa causalista en la construcción del “calendario del tiempo”. ¿Qué haríamos con él en nuestras manos? ¿Acaso no repetiríamos lo que venimos haciendo con nuestros calendarios parciales? ¿Esto es: favorecer el cumplimiento de ese futuro si lo estimamos deseable y procurar evitarlo cuando se opone a nuestros deseos?
De ser así, la predicción futura de acontecimientos humanos encierra una contradicción: una vez conocida dicha predicción dejará de cumplirse. En otras palabras, si el determinismo causalista fuese verdadero y mostrara esa verdad en su calendario del tiempo, entonces sería falso. Porque modificaríamos dicho calendario.
¿Por qué, pues, atribuir al historicismo la advertencia de esa manifiesta incompatibilidad entre contar con el calendario del tiempo y esperar que se cumpla?
Veamos una primera argumentación suya contra esa pretendida predicción sobre los acontecimientos futuros fundado en las ciencias sociales. Recordaré sólo tres de sus cinco pasos:
“1. El curso de la historia humana está fuertemente influido por el crecimiento de los conocimientos humanos… 2. No podemos predecir, por métodos racionales o científicos, el crecimiento futuro de nuestros conocimientos científicos… 3. No podemos, por tanto, predecir el curso futuro de la historia humana” (1 – La miseria del historicismo, Nota histórica, Alianza-Taurus, Madrid, 1984. Prólogo a la edición de 1957.)
Este argumento contra la predictibilidad del futuro humano no señala una contradicción entre el “calendario del futuro” y su cumplimiento: señala la imposibilidad de construirlo, dada la correlativa imposibilidad de conocer hoy lo que sabremos mañana. Y aceptando, claro está, la notoria influencia que tienen nuestros conocimientos sobre la construcción de lo social.
Cito ahora un segundo argumento suyo (ya avanzado antes en este escrito) contra ese “calendario del tiempo”. Pero esta vez no se trata de la dificultad insuperable para construirlo sino de una consecuencia contradictoria que se derivaría de él:
“Porque si llegase a ser construido un calendario social científico de esta clase y luego llegase a ser conocido (no se podría mantener en secreto por mucho tiempo, porque en principio podría ser descubierto de nuevo por cualquiera), sería ciertamente la causa de actos que echarían por tierra sus predicciones” (2 Op.cit., I, 5.)
Dos errores de Karl Popper
El formidable peso lógico de ambos argumentos de Popper en favor de la irreductible imprevisibilidad del futuro humano –y, en consecuencia, de la libertad del hombre- no le impidió deslizarse hacia dos equivocaciones que señalo ahora.
La primera consiste en atribuir al adversario (el historicismo en sus variadas formas) la advertencia sobre la incompatibilidad entre la predicción histórica y su realización. Imaginemos a Napoleón y a Hitler contando con el calendario del futuro antes de decidir la invasión a Rusia. Imaginemos a ambos con el preconocimiento claro de la derrota que espera a sus ejércitos.
La leyenda bíblica muestra lo que el determinismo niega: que el conocimiento anticipado del futuro nos permite modificar ese futuro cuando nos es adverso.
¿Por qué, pues, atribuir al historicismo la advertencia de esa manifiesta incompatibilidad entre contar con el calendario del tiempo y esperar que se cumpla? Pero eso hace Popper, entrega un argumento muy valioso de su causa a la del adversario:
“Dicen (los historicistas) que se seguirían consecuencias absurdas de la suposición de que las ciencias sociales pudieran ser desarrolladas tanto como para permitir predicciones científicas precisas de toda clase de hechos y sucesos sociales, y que esta suposición, por tanto, puede ser refutada por razones puramente lógicas”. (3- Op.cit., 1,5.)
Nótese que el historicismo estará, si es coherente, muy poco tentado de acoger este regalo de Popper.
Señalaré otro punto desacertado en los textos de Popper:
“Esta es la razón que me hace sugerir el nombre de ‘Efecto Edipo’ para la influencia de la predicción sobre el suceso predicho…sea esta influencia en el sentido de hacer que ocurra el suceso previsto, sea en el sentido de impedirlo” (4 – Op.cit. I, 5.)
Recordemos que, en la leyenda griega, Layo manda matar a su hijo, el niño Edipo, luego de conocer la profecía que anunciaba sería eliminado por ese hijo. Pero el niño no muere, es salvado por unos pastores. Edipo pasaría, según la profecía, a esposarse con Yocasta, su madre y mujer de Layo. En la leyenda, Layo y Edipo, conocedores de su futuro indeseable, emprenden acciones que los llevarán involuntariamente…a cumplir la profecía que querían evitar. Ni Layo ni Edipo construyen su futuro: es la Moira o destino quien lo hace. Está trazado de antemano de modo inevitable. Hagan lo que hagan, el destino de ambos está sellado.
El ‘Efecto José’
Por eso entiendo que el nombre de ‘Efecto Edipo’ empleado por Popper no es el adecuado para designar el efecto que tendría contar con un calendario del futuro cuyo cumplimiento evitaríamos con actos libres guiados por nuestros fines. Edipo y Layo son víctimas de un causalismo estricto planeado fuera de este mundo. Llamar efecto Edipo sería mejor nombre para designar al fatalismo.
En otro escrito [1] he propuesto llamar ‘Efecto José’ a las consecuencias de usar nuestro calendario del futuro. Tomo ese nombre de otro mito, bíblico esta vez, donde el hebreo José es consultado por el Faraón para que descifre este sueño que ha tenido: siete vacas gordas devoradas por siete vacas flacas;
¿acaso no cabe esperar que la ampliación de nuestros conocimientos traiga pronto uno capaz de indicar un específico acontecer neural precediendo cada uno de los actos que llamamos libres?
La leyenda bíblica muestra lo que el determinismo niega: que el conocimiento anticipado del futuro nos permite modificar ese futuro cuando nos es adverso.
Consecuencias
Mi lector advertirá que los argumentos arriba esbozados en favor de la libertad han eludido un asunto central: ¿no tendrá Freud razón al sostener el determinismo tras de cada acto en apariencia libre? Él mismo se encargó de señalar los condicionamientos de nuestras conductas desde el inconsciente.
Planteado mejor aún desde la neurociencia contemporánea: ¿acaso no cabe esperar que la ampliación de nuestros conocimientos traiga pronto uno capaz de indicar un específico acontecer neural precediendo cada uno de los actos que llamamos libres?
En realidad eso es, por lejos, una ficción. Ninguna actividad bioeléctrica de nuestro cerebro permite ver en él algo semejante a una opción, una preferencia, un anhelo, una imagen, una prefiguración del futuro o cualquier otro hecho mental. Sin duda tras cada hecho mental hay una actividad neural. Pero lo cierto es que permanece intocado, desde hace dos mil quinientos años en que los filósofos griegos lo plantearon, el problema de entender cómo se vincula el alma con el cuerpo.
Para nuestros propósitos la pregunta puede limitarse a la enigmática aparición, desde la actividad cerebral, de eso que llamamos preferencia, fin, propósito o como quiera llamarse al proceso mental que orienta y precede nuestros actos libres.
Pero lo cierto es que permanece intocado, desde hace dos mil quinientos años en que los filósofos griegos lo plantearon, el problema de entender cómo se vincula el alma con el cuerpo.
Con la emergencia de lo mental también lo hacen los mundos posibles. Esto es, cursos alternativos para el tiempo futuro respecto del que está ocurriendo. Ahí echa raíces el acto libre al escoger alguno de esos múltiples cursos creados desde lo mental y asumidos como deseables o descartables por nuestro psiquismo.
Y el determinismo no aceptará fácilmente esa presencia de mundos posibles: el mundo es único, lineal, predecible desde el conocimiento de las leyes que lo rigen. Y nada nuevo puede surgir desde los acontecimientos que preceden un fenómeno. Por eso el determinismo es afín al conductismo, una psicología que sencillamente ha resuelto negar que existan los hechos mentales.
Este escrito, puede verse ahora, ha insistido en el acto libre como nacido desde esa propiedad ficcional de los psiquismos para engendrar futuros alternativos. Allí el conocimiento ofrece herramientas cada vez más refinadas para predecir el futuro. Pero en posesión de dicho futuro predeterminado, surge casi mecánicamente su propia negación toda vez que se muestre adverso a nuestras opciones. El acto libre es, así, un continuo pesaje del valor de las opciones en un mundo indócil para someterse a nuestros propósitos.
[1] ¿Por qué no ‘efecto Edipo’?, en Revista de Ciencias Sociales, nº 49-50, Universidad de Valparaíso, 2004-2005, Chile
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