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I) El Padre freudiano
Para Freud, la función del padre es quien vehiculiza una prohibición pero a la vez permite al hijo inscribirse en una genealogía.
En la civilización contemporánea asistimos a la declinación cada vez mayor no solo de la figura del padre sino de la función paterna como tal. Función del padre que ordena, pacifica y permite que el ser hablante se oriente. La caída del padre trae aparejada la fragilidad del lazo social.
Si tomamos las distintas figuras del padre en Freud lo vemos claramente. El padre del Edipo aquel que vehiculiza la ley, un padre trágico pero tranquilo, el padre terrible de Tótem y tabú, odiado por los hijos y luego respetado; y el padre de Moisés y la religión monoteísta…, padre legislador y al mismo tiempo una presencia inquietante. Es decir en las diferentes figuras del padre, Freud va desde un padre que garantiza, que tranquiliza hasta transformarse en una presencia inquietante. La que encarna la voz del shofar que nos hace estremecer, al recordarnos que debemos cumplir la ley, que vehiculiza una prohibición. Ya sea la prohibición del incesto, la endogamia o la creencia en los dioses, sólo hay un Dios.
Pero también Freud articula la función del padre como aquella que introduce al sujeto en el lazo al Otro.
En su mito de Tótem y tabú, teoriza lo que funda el lazo social: el sentimiento de culpabilidad retroactivo de los hijos luego de matar al padre que abre a la posibilidad de un lazo fraterno que se basa en una prohibición. Se funda entonces un lazo social bajo la égida del culto al padre muerto. Padre muerto que nombra al padre simbólico, aquel que trasmite un nombre e introduce a sus hijos en un linaje.
A partir del síntoma histérico, en Psicología de las Masas… Freud conceptualizó los tres modos de la identificación como mecanismo fundante de la subjetividad. La primera identificación (al padre por incorporación) es el primer lazo al Otro, anterior a cualquier relación de objeto. La segunda identificación, que llama regresiva pues troca una relación de objeto, un lazo al Otro, amado u odiado como resultado de la dialéctica edípica por una identificación. Esta identificación, que Lacan llamó al rasgo unario, modula la primera. Podemos pensar, con Lacan, que hay una sustitución de la figura del padre de la primera identificación que funda el lazo al Otro, por el Nombre del Padre, en tanto rasgo en la segunda. De este modo identificación y lazo al Otro constituyen las dos caras de la misma moneda. No podemos pensar una sin la otra. El síntoma (el ejemplo que nos da Freud es justamente la tos en el caso Dora) es presencia del significante del Otro (además de ser marca de goce en el cuerpo). Podemos decir que el semblante del padre constituye un puente entre el ser hablante y el discurso social.
II) La declinación del Padre
En la civilización contemporánea asistimos a la declinación cada vez mayor no solo de la figura del padre sino de la función paterna como tal. Función del padre que ordena, pacifica y permite que el ser hablante se oriente. La caída del padre trae aparejada la fragilidad del lazo social.
Frente a la crisis de la familia, quedan entonces las comunidades. El grupo toma el relevo del padre, porque da un nombre y el de la madre porque procura cuidados solidarios.
¿Qué sucede cuando la institución familiar se quiebra? La figura del padre ya no cumple el rol de interdictor del goce en exceso como en la época freudiana, marcada por la moral victoriana. Hoy asistimos a la proliferación de sujetos a los que la sociedad les propone, por el contrario, que dejen de lado la vergüenza. ¡Cuenta tu manera de gozar, no tengas vergüenza! pareciera ser el imperativo de la época vociferado desde las pantallas de televisión. Como consecuencia de ello nos encontramos ante individuos desinhibidos, sin vergüenza, desorientados.
En esta situación también se abre el camino de la violencia. Ya que al quedar desamparado de una identificación parental que lo resguarde, de un significante amo que lo oriente, el individuo deja de estar representado por un significante que ponga freno al empuje hacia un goce inmediato.
III) La ruptura del lazo social. Las tribus urbanas.
El avance del discurso de la ciencia, con la producción de gadgets, listos para el consumo, trajo aparejado la ruptura de los lazos sociales y como consecuencia la uniformización del goce. Hoy todo goce vale. Le toca a cada sujeto elegir dentro de la amplia gama que se le ofrece.
Sin embargo, el sujeto que cree ser amo de su goce, rápidamente termina siendo víctima del mismo.
Entramos en el mundo de la globalización, donde el mercado del consumo es lo mediático. En este marco los sujetos se identifican a historias familiares llenas de agujeros, hechas más de rupturas que de continuidades. Pérdida de trabajo, desocupación… Lejos de que haya una riqueza mejor repartida (ilusión que proponía la ingeniería social de mano de la ciencia), asistimos hoy a una polarización cada vez mayor, tanto entre países, como entre los ciudadanos de un mismo país. Como nos dice Jorge Alemán, el tipo de violencia que se genera en las sociedades actuales no tiene antecedente en la historia humana, pues deja por fuera del sistema a grandes masas humanas.
La marginación del mercado de consumo produce sus consecuencias.
Frente a la crisis de la familia, quedan entonces las comunidades. El grupo toma el relevo del padre, porque da un nombre y el de la madre porque procura cuidados solidarios. La marca y el tatuaje van al lugar de una marca que desvanece. De este modo se forman comunidades de acuerdo al tratamiento particular del cuerpo, en un claro desafío a la estética del mercado. Grupos que se introducen objetos en el cuerpo, se laceran, se hacen piercing, etc.
Dentro de estas comunidades hoy llamadas «tribus urbanas», algunas son ganadas por la violencia. Estas actúan tal como la voz del padre funcionaba en otra época y como funciona todavía hoy en numerosas formaciones humanas (por ejemplo en las sociedades islámicas): por la «ley del más fuerte». Es el mecanismo normal que lleva a los jóvenes a someterse y destacar en un otro de excepción (padre o sustituto del padre) un rasgo identificatorio. Si bien sirve a la pulsión de vida, no menos a la pulsión de muerte. La delincuencia utiliza entonces los mismos medios que la educación, pero pareciera que las chances de la primera son más grandes, porque los ideales que vehiculiza la segunda se empaña a los ojos de los jóvenes. Si los ideales tales como estudiar, trabajar, ser honesto, caen en desuso (como es el caso en nuestro mundo), en el plano de las identificaciones, el líder es más valiente, valeroso, pues sabe pasar a los otros jóvenes un «código de varones que funciona de manera imperativa como verdadera construcción del honor», como nos dice Antonio Di Ciaccia en su texto.
En la sociedad laica el juez pareciera toma el lugar del padre de la ley. Se lo ama y se lo odia por esto.
Las llamadas «tribus urbanas» vienen a suplir la falencia del semblante, en tanto el sujeto encuentra en ellas, vía la identificación a un modo de gozar, un aparente amparo. Pero este amparo no es tal y se pone en evidencia en que no hay freno a la pulsión de muerte.
La invasión del goce en exceso entonces, rompe la pantalla televisiva e irrumpe en la vida real.
En nuestro medio podríamos pensar, por ejemplo, en el conjunto musical argentino, Los pibes chorros. Las letras de sus canciones son un testimonio de una comunidad que maneja sus propios códigos y que tiene una repercusión lo suficientemente amplia como para tener su propia página web. Lugar de intercambio, donde sus admiradores les envían letras para sus canciones, dando una clara muestra de su identificación a ellos. Además, todos los sábados, la televisión les ofrece un espacio en el programa llamado La Cumbia Villera. De este modo imponen un liderazgo trasmitiendo sus códigos de honor. La fragilidad de los mismos, la vemos en sus canciones, tales como Llegamos los pibes chorros, en la que despliegan el ideal a cumplir, siendo rápidamente sus seguidores, que se identifican, víctimas del mismo. Es lo que sucede con El pibito ladrón, título de otra de sus canciones, que narra la historia de un pibito que es víctima en el intento de cumplir ese endeble ideal.
El mecanismo es conocido, nos dice Di Ciaccia, la caída de los ideales clásicos y su sustitución por otros menos clásicos.
Sin embargo la fragilidad de los mismos hace que fácilmente se desmoronen.
También vemos surgir las nuevas comunidades religiosas, fundadas en la adhesión individual y brutal en los momentos de ruptura, que hacen palidecer a las antiguas ceremonias. No solamente las antiguas religiones, sino el surgimiento y proliferación de las sectas religiosas.
La modificación de la familia, con la consabida pérdida de alojamiento y orientación a la juventud, atrae menos pasiones que el fracaso de las autoridades gubernamentales para suplir ese vacío y preservar a los jóvenes de sus extravíos y desbordes.
De alguna manera se espera más del Estado que de la familia. Ya sea que el mismo esté encarnado en la Escuela, el gobernador, el juez.
IV) La ciudad actual
En la sociedad laica el juez pareciera toma el lugar del padre de la ley. Se lo ama y se lo odia por esto. Sin embargo siempre está más acá de lo que se le pide. Por más que castigue, su castigo no alcanzará jamás. Nunca saciará la sed de castigo que puede llevar hasta la matanza.
No se trata entonces de ordenar este desorden o de intentar restaurarlo (que es lo que pareciera que encarnan los llamados a una mayor represión o castigo), sino más bien poder entender el surgimiento de un orden diferente. Este orden que surge cuando el Padre falta, y deja de encarnar la figura simbólica que trasmite el ideal que abre al lazo social.
El psicoanálisis nos enseña que el superyo es la otra cara de la pulsión: siempre quiere más. Es un amo despótico, no dialectizable, que forcluye toda posibilidad de saber, y que inevitablemente lleva al sacrificio. El propio, o el del otro. La orden del superyo es gozar y -por lo tanto- marginar o a eliminar a quien se interponga en el camino a dicho goce, o a castigar a quien lo hace.
La uniformización de los goces, antes mencionado, abre a un sueño hedonista. Pero el hedonismo privado ( por ejemplo, en el caso de las toxicomanías) hace el juego también a la pulsión de muerte a escala colectiva. No cede fácilmente a los mejores intentos psicoterapéuticos.
También interroga el campo de la legislación. ¿Son víctimas o delincuentes? Ni especialistas ni juristas se ponen de acuerdo. ¿Hay que tratarlos o meterlos presos?
Si la ciudad actual deviene entonces la cita posible de encuentros violentos, de ahí también que asistamos (es la otra cara) a la proliferación de intentos de cuidado de las víctimas, intentos de que superen la experiencia traumática. El síndrome de stress post-traumático, intenta nombrar esta nueva situación.
E. Laurent analiza los factores que favorecen la extensión de este así llamado síndrome, que pareciera ser la patología propia de las metrópolis de la segunda mitad del siglo XX. Las mismas se mueven en un doble registro. Por un lado, engendran un espacio social marcado de un efecto de irrealidad, donde el reino de la mercancía, de la publicidad, sumerge al sujeto en un mundo artificial, en una metáfora de la vida (los medios de comunicación y fundamentalmente la televisión han generalizado este sentimiento de irrealidad, de virtualidad). Por otra parte la metrópolis es el lugar de la agresión, de la violencia urbana, de la agresión sexual, del terrorismo, etc., como veíamos.
La trama simbólica, en esta época, muestra al desnudo su impotencia para dar sentido, encontrar un sentido a este estado de cosas. Pues las identificaciones a las que acude el sujeto, muestran su fragilidad para poder acotar la pulsión de muerte.
¿Cómo situarnos como psicoanalistas en esta coyuntura?
Quizás nos oriente lo que indica Éric Laurent: «Si como ciudadano, el psicoanalista desea autoridades, significantes amos útiles para luchar contra la pulsión de muerte, quiere autoridades cuyo desasosiego sea lo menos sensible posible. Es su extravío lo que hay que temer. Que no sea una de las formas de lo peor.»
No se trata entonces de ordenar este desorden o de intentar restaurarlo (que es lo que pareciera que encarnan los llamados a una mayor represión o castigo), sino más bien poder entender el surgimiento de un orden diferente. Este orden que surge cuando el Padre falta, y deja de encarnar la figura simbólica que trasmite el ideal que abre al lazo social.
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