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Edición
02

Borges

Buenos Aires
Un análisis inteligente, original y ameno acerca de Jorge Luis Borges nos deja apreciar lo que el escritor entregaba bajo ese estilo que le dio tanto a su producción literaria como a la transmisión en público que supo hacer de su trabajo. También nos arroja luz acerca de los efectos que la escritura de Borges suele tener en las personas. Pero, sobre todo S.Muzio Saenz Peña, por ser una periodista y escritora que ha participado desde su infancia en la vida cultural de la Argentina y que ha conocido a Borges, puede transmitirnos una pincelada tanto de la enunciación de la obra borgiana así como también acerca del Borges, el hombre.

1. La palabra hueca
Ser ciego y ser escritor. Ser tímido, balbuceante y conferencista. El reemplazo de la comunicación con la palabra hueca, la «palabra del mudo», que encuentra el espacio del silencio para interrogarse frente a la otra persona, para impedir con su falta de autorización a que el Otro ingrese en su discurso, privándolo de la palabra. La palabra cómplice, puente, espejo y portón abierto a la voz del otro impidiéndole penetrar con su vez dentro del discurso hueco del disertante.

Les entrega su silencio, se niega a ser poeta disertante. Es en medio de sus conferencias sobre literatura inglesa, que entrega la palabra hueca, resolviendo el oído hambriento de sus oyentes, defendiendo su intimidad, progresando en el gran artificio necesario para ser oído sólo como un intelectual, un pequero de la timba literaria del Río de la Plata.

Alguien que deja de ser hombre para transformarse en una voz trasladada desde el sueño la voz del durmiente, sin oxígeno, ni resonancia, sin la dispersión del espacio.

Estrangulada voz de Borges, vacía de pasión como la de un muñeco de cuerda, de buzo asmático, enhebra las palabras que todos conocen hilándolas en redes imposibles, que solo tienen un significado, un fin, un estruendo controlado. Borges que entrega el discurso hueco de una trova desapasionada.

El ámbito repleto de rumores, toses, ruidos de muebles, de papelitos, de voces que ciegan el oído del conferencista balbuceante, aferrado al bastón de nigromante de su ceguera, que naufraga, se hunde, sonríe, suda y se retuerce, mientras, de su espacio vacío, mudo, surge el puente casi asmático de una historia de guerreros míticos, equivocados, sangrientos e inflexibles, que fue escrita para ser contada en voz alta, palabras de hierro y choques de escudos, el hombre de la mirada vacía, entrega palabras susurrantes al público expectante, no hace el discurso poético de un Neruda o un Guillen, poetas también que, como Padeletti recitan cadenciosamente lo que escriben.

Les entrega su silencio, se niega a ser poeta disertante. Es en medio de sus conferencias sobre literatura inglesa, que entrega la palabra hueca, resolviendo el oído hambriento de sus oyentes, defendiendo su intimidad, progresando en el gran artificio necesario para ser oído sólo como un intelectual, un pequero de la timba literaria del Río de la Plata, un disseur, un charlista, un abridor de puertas como Alicia en el País de las Maravillas, como Sheherezade con Harun Al Rashid, un Egill Skallagrimsson para las sagas vikingas. Entrega otra palabra. Vacía de intimidad. Vacía de impronta poética, de revelaciones, entrega una especie de «Mother Goose’s Tales» a su audiencia.

No miente, porque el lector porfiado que hay en él necesita que le oigan la búsqueda y el resultado, la indagación, la conquista de la información y el relato al fin de lo que halló, diezmado en cientos de párrafos, en otras lenguas y dialectos, en las bibliotecas del mundo. Borges es un intelectual solitario, un niño acunado por su abuela Fanny Haslam con cuentos de Poe, Dickens, y Las mil y una noches. Es el que da el discurso vaciado de sí mismo, y lo llena con las palabras sin verificar de otros bardos y relatores. Palabras con palabras van hacia el público que llena las gradas. Intérpretes simultáneos al sueco, el alemán y el francés entregan la voz de un hombre de breves cuentos, de juegos intrínsecos, autista de hermetismos tolerables, de acumulaciones gigantescas, narcisistas, de datos de antropologías literarias, donde partes de un cráneo y una torzada de oro señalan un reino que va desde Noruega a Alaska.

Pero no se entrega, no da su palabra.

2. El discurso pleno
Ser un best seller. Un solo libro de Borges es todos los Borges. Señoras que han devorado «Sinuhé El Egipcio», Shakespeare y el monólogo de Hamlet para la Cultural Inglesa, y se ejercen en el mundo conversado y confesional de la clase media profesional en la Argentina, tienen su Borges en la casa, biblioteca, estante. También exhiben diplomas en marco negro, y las decoraciones infinitamente repetidas de todas las casas que las representan. Platitos en las paredes, guardas con frutas y verduras en la cocina, Walt Disney y El principito en el cuarto de los niños, junto a la compu.

Tener a Borges es saber más allá de lo pactado con sus padres y maestros, es haberse atrevido, haberse entreverado con la cultura sofisticada de un intelecto ecléctico pero nativo.

Pero no se entrega, no da su palabra.

Comprender a Borges no es posible para muchas personas que «tienen» a su Borges en casa. La búsqueda de cultura excepcional, choca, produce inseguridades cuando se refiere a Abencaján o el Zahir y la determinación de Azevedo Bandeira. La sensación de que hay cosas que no figuran en los fascículos que se guardan en el estante inunda y marea a los lectores que buscan en su Borges, una redención cultural tan accesible como la literatura del cualquier otro escritor en castellano contemporáneo. ¿Qué es esto? ¿Por qué Qaphga es el nombre de una letrina sagrada en la Lotería de Babilonia? ¿Por qué al pronunciarla en voz alta suena como Kafka? Indescifrable, mentor de nombres incomprensibles, inventor de mundos cerrados, investigador de crímenes y misterios a través de un comisario encarcelado, dueño de una cultura que no es fácil entender e interpretar, la señora deja su Borges nuevamente en el estante. Lo saca de la mesa de luz. Ya está. Ha sido iniciada en el ícono de su clase, lo ha leído y discutido con sus amigas, y solo cuando encuentra un poema de Borges asiente encantada, como una antigua amiga que reconoce lo que entiende y le gusta de un espíritu elevado.

Este es el Borges de la palabra plena, sin vacío ni biombos ni disimulo, el escritor que se entrega, gozoso y hermético a una página en blanco, a una persona ignorada, lectora como él, una persona que puede contestarle, discutirle, desentrañar las claves a veces aun antes de que él le presente las llaves necesarias. Esa palabra plena es en Borges, el ciego, la mirada plena del que ve sin luz, a toda luz, sin sombra, del que no se detienen en su ordenamiento de palabras, buscando la agresión del adjetivo equivocado («unánime noche») para que el lector entienda la Otra palabra que está más allá del discurso de su escritura. Lo que quiere decir lo dice, pero no es claro, sino codificado, no es bello, sino sugerente dentro de la cinta de Moebius de sus relatos.

Que Borges vuelve una y otra vez a relatar lo inhumano de los sujetos y lo cerrado y asfixiante de los que actúan a espaldas de un Dios de primera comunión, un Dios que no mide el bien sino el azar y la anarquía de las promesas cumplidas, en Borges en el uso de todas sus palabras, con la voz firme y sin matices del escritor que entrega las ideas posibles hasta un punto solitario y cerrado dentro de sí.

Ser Borges, aun hablando desde el libro, es ser un hombre asfixiado por su propia búsqueda, su sola indagación como frustración (no puede avanzar más) su comunicación como una forma de agresión (sígueme si puedes) y su desaparición como creador de circuitos cerrados y elípticos, de infinitos innobles, que debe, cada tanto, refugiarse en el poema, en la voz sencilla y seductora de Fanny, en el orden y la belleza de los jardines de un solo sendero seguro.

Porque detrás de esta palabra plena de Borges se esconde otra que no se enuncia y es la vaga señal de un Mal que puede ocurrirle al que relata. El castigo esperado que todo lo resuelve. La ceguera como linaje, destino y permiso. Y es el ciego el que finalmente aprende a ver lo que los demás jamás podrán.

Este ciego verá la cara que Dios quiere que vea.

Pero primero debemos aceptarlo como el amante de la mirada vacía.

3. La mirada llena
Ser Borges, es ser un hombre. El pertenecía a la generación y una clase de hombres que se movían en circuitos éticos aceptados con llaneza y jamás discutidos ni cuestionados. Ser un niño, un joven, un hombre implicaba que la familia contaba con su cortesía, su ética social, la idea de que la reputación de una mujer es una cosa tan sagrada como el honor de un hombre. Y ser un hombre de pocas palabras comunes, de insegura sonrisa y de limitado albedrío por su poca vista es ser un hombre apreciado por sus iguales, pero poco accesible a las jóvenes que lo conocían. Esta particularidad de Borges para relacionarse con mujeres de su generación se hacía más difícil aún frente a la feroz, insistente vigilancia de su madre ante cualquier mujer que entrara en la intimidad de su casa de la calle Maipú.

Entre Borges, el hombre y su vida de candidato a un posible enamoramiento se levantaban dificultades tenues pero impenetrables. Las mujeres le aterraban. Su timidez era palpable con solo verlo. Era un joven alto y erguido, aun antes del uso del bastón. Pero su aspecto era el de una especie de robot, agestual, solemne e inexpresivo. Era un híbrido vestido de hombre. No era ni afectado ni marica. Simplemente no entraba en juego alguno que pudiera llevarlo a una conquista. Se relacionaba a través de la literatura, del lenguaje de otros escritores. Una línea de un poema, una estrofa que implicaba potencia pagana. Las mujeres le acompañaban si su madre se lo permitía. Para ella, todas eran peligrosas incalculables devoradoras de su hijo, eran la otra. Esta realidad aceptada por ambos, su timidez y su destino de cautivo se unía a la otra, la imposibilidad del uso de los días. Los horarios de Borges eran los del trabajo, del empleo. Las horas que le quedaban estaban ahí para sus lecturas, sus momentos de miradas en blanco, su escritura, que Leonor Acevedo protegía. Durante años en un Buenos Aires simple y caminable, la noche le llevaba a visitar a sus amigos. No cenaba en su casa, sistemáticamente lo hacía en la casa de Bioy y Silvina, un establishment completamente organizado para que se pudiera gozar de comidas, tertulias, y mucha charla y humor.

Esa palabra plena es en Borges, el ciego, la mirada plena del que ve sin luz, a toda luz, sin sombra, del que no se detienen en su ordenamiento de palabras, buscando la agresión del adjetivo equivocado (“unánime noche”) para que el lector entienda la Otra palabra que está más allá del discurso de su escritura. Lo que quiere decir lo dice, pero no es claro, sino codificado, no es bello, sino sugerente dentro de la cinta de Moebius de sus relatos.

Borges tenía un sentido de humor situacional, es decir el absurdo que se plantea frente a una situación que se suelta de su formalidad y cae en lo demencial o ridículo. Ese «sense of humour» incluía en gran medida el uso y la comprensión de la «gastada» porteña, cuya apoteosis se resuelve con total caradurismo en los ¨Seis problemas para Isidoro Parodi». Allí Borges y Bioy llegan a la creación de un personaje tan irreal como eran reales ellos. H. Bustos Domecq como homenaje a antepasados de cada uno, contiene magníficos ejemplos de el «je m’en fiche» literario de estos dos pícaros de la literatura porteña.

Borges y Bioy son los primeros vampiros porteños. Ambos infiltrados uno en otro, llegan a posar en el mismo lugar y luz para una foto de cada uno que luego enciman creando la fotografía del pasaporte de H. Bostos Domecq, donde los ojos de uno se funden en los del otro, como sus ideas, su escritura.

Pero el vampirismo iba más allá de la creación de un escenario. Bioy era un hombre singularmente buen mozo, atlético, de avidez sexual constante. El mismo confiesa que desde muy chico, se inició con su niñera y luego durante años «Tenía dos amantes simultáneas y ninguna de las dos sabía de la otra. A una la veía los lunes, miércoles y viernes y a la otra los martes, jueves y sábados. El domingo me tomaba descanso diciendo una mentira, que me iba al campo…». Bioy era absolutamente el «woman’s man» que Borges jamás pudo ni quiso ser.

La idea del vampirismo entre amigos es tan antigua como la humanidad, que siempre buscó el dualismo para evadir el castigo celestial. Unirse a otro pasándose la sangre (apellidos de sus linajes) e ideologías no comunes al aplastado pensamiento humano, logrando en este acto de invasión a través de la sangre misma encarnar muy directamente la fusión sin par del cuerpo y el alma. Borges, el menor seductor de los hombres de su generación (Mujica Lainez, Pichon Riviere, Neruda, Guiraldes, Olivari) se une con él utilizando la única forma de penetración y posesión del otro que él tiene: la creatividad, el uso de su órgano más desarrollado: su intelecto, fundiéndose, nombres y estilos de tal manera que años después Bioy, el menos intelectual de los dos, confiesa que no sabe que parte la escribió él, o su vampiro, Borges.

Caballeros gentiles de un Buenos Aires ingenuo, crean la «novela carmesí» del Río de la Plata, a espaldas de la «novela negra» de los thrillers de esa década. En ella hay un gran investigador, que está en la cárcel, y que es comisario. A Isidoro Parodi se le llevan datos, información rastreada, toda la pesquisa abundante que tiene jaqueado al autor. El relator, H. Bustos Domecq es la respuesta porteña, basada en la dualidad de Ellery Queen, seudónimo de dos señores que se unían (vampiros ellos también) bajo un solo nombre para resolver intrigantes misterios y estafas. Estos dos escritores eran solitarios y se comunicaban por el correo. Nuestros dos vampiros porteños cenaban juntos, gozaban de la pileta de natación y la frecuentación casi diaria de un Buenos Aires templado. Pero, a diferencia de Ellery Queen, ellos se crearon como respuesta humorista a la cerrada estructura de la novela negra de su época.

Es decir, lo que resolvía el Comisario Parodi era lo que no podía hacer H. Bustos Domecq. Simplemente, aceptando la circularidad que Borges impone a toda su ficción, ellos: Borges y Bioy, ellos que eran uno solo y eran todos sus antepasados unidos por su afición al humor porteño y la literatura. Estaban desde el inicio del crimen investidos del poder de la divinidad agnóstica: la serpiente que se muerde la cola, el círculo de la intriga que ya estaba resuelto cuando Parodi lo aclara. Ser dueños de un universo cerrado que ellos crean, complican y resuelven, demostrando que Honorio Bustos Domecq existe y ha sido reporteado, que tiene foto de pasaporte y que es motivo de una tesis académica.¿Qué más se puede hacer para dejar resuelta eternamente cómo hacer una «gastada» porteña, usando relatos, imprenta y libro?

4. La vida vacía
Ser Borges. Un linaje de guerreros y ciegos. La marca de sangre de un apellido danés. En el país de la contradicción de mueve EL CIEGO de Buenos Aires, golpeando los escalones alfombrados de la Biblioteca Nacional, rodeado de libros, de los olores de una biblioteca que nunca podrá leer.

La negación formó parte de la vida de Borges desde su nacimiento. Al saberse que hereda los ojos negros de su padre, cuya carga genética le augura una ceguera segura, su abuela Haslam, inglesa de Stadffodshire, abre la puerta de su fantasía no sólo con los Nursery Rhymes, sino con historias de Dockens, Twain, Poe, Quijote y Las mil y una noches. El año en que queda definitivamente ciego (1955) es en el que se le nombra Director de la Biblioteca Nacional. Nuevamente la negación es más que un destino. En el caso de Borges, lo negado es lo esperado, y de alguna manera la solución para una vida que sólo acepta el juego intelectual, que borra de manera inhumana lo que tiene de humano el cuerpo de los demás. Comienza la enumeración de lo perdido, de aquello que no pudo recibir, ni encontrar.

Aparece la idea de una vejez patética, con el agravante de que, al no ser un ciego legítimo, no tiene otros recursos que el pedir que le lean, que el rescate de su memoria para recordar una línea o un dato. Su mente vaciada del contenido compadrón que su madre le exigía, al morir ella, mujer de códigos viriles, le deja como un limosnero anónimo, parado esperando que alguien le tome del brazo ­–»Permítame, Señor Borges, que lo ayude…». Vacía su mirada, su vida se llena de voces diferentes, en idiomas y dialectos diversos. Viaja constantemente, es homenajeado, alabado, empujado, atendido, interpretado, oído con devoción. Admirado y solo, pero al fin, libre. Como la cautiva de uno de sus cuentos.

La idea del vampirismo entre amigos es tan antigua como la humanidad, que siempre buscó el dualismo para evadir el castigo celestial. Unirse a otro pasándose la sangre (apellidos de sus linajes) e ideologías no comunes al aplastado pensamiento humano, logrando en este acto de invasión a través de la sangre misma encarnar muy directamente la fusión sin par del cuerpo y el alma. Borges, el menor seductor de los hombres de su generación.


Él, que había hecho de la sumisión a su madre una forma de vida, ahora podía seguir viviendo sin la feroz amenaza del cuchillero que brillaba en los ojos de Leonor Acevedo. Sin ventanas, solamente percibiendo los olores y el aire de los espacios abiertos, debe aceptar al tiempo, ese otro cuchillero más silencioso y constante que lo ha encerrado en un cuerpo insuficiente. Cuando Leonor Acevedo, a los 99 años, muere, está segura de que ninguna mujer ocupará su lugar en la vida de Borges. Pero el conjuro del mandato materno no puede resistir la combinación de ternura, ni el amor que se le brinda a Borges a partir del invierno en que María Kodama, de 16 años, asiste a sus clases de Literatura Inglesa y le recita una línea de sus «Two English Poems». La metáfora de su vida, basada en el poder de lo negado y suplantado, deja de ser una historia ordenada con un pasado y un futuro previsible y se transforma en una respuesta imprevista, en un mundo inexplorado, donde conviven lo conocido con lo infrecuente, lo vivido con lo jamás imaginado pero anhelado.

María Kodama le invade. Ella vide dentro de su sueño, y a la vez, es el brazo que suplanta su bastón de ciego. Ella entra en la vida del Bardo cuando ya es un ciego total. Borges nunca la vio «con sus ojos». Pero sí, la vio. Exultante, se lo dijo a Estela Canto.

5. La negación de María
La lápida no miente. Está en un cementerio de Ginebra, y data del 14 de junio de 1986. No es muy tétrica ni muy costosa. Tiene un metro veinte de altura y dice: «Jorge Luis Borges». Habla también en caracteres rúnicos acerca de una espada llamada Gram diciendo: «Tomó la espada Gram y la extendió desnuda, entre los dos». También un bajorrelieve de un barco funerario vikingo y la inscripción «De Ulrica a Javier Otarola». Pero no menciona a María. María le cierra los ojos, María dispone las leyendas de su lápida. Es María Kodama. Pero ella no figura. Ella deja de ser María para toda la eternidad, se niega a sí misma. Pone el nombre de otra mujer en esa última y eterna despedida, la más profunda de las despedidas. Ella acepta ser Ulrica.

No podía ser de otra manera. Borges, el creador de metáforas que jamás vio a su mujer contenía a Tlon, que dudó de toda palabra hasta que encontró el idioma perdido de sajones y vikingos, y se lo apropió, se permitió a sí mismo, el éxtasis de ser nuevamente transmutado, como cuando él y Bioy, jóvenes e involucrados en el malentendido de Honorio Bustos Domecq, sobreimprimieron sus rostros para una foto del pasaporte.

Ahora, al fin, de la mano fina de María él podía renacer como Javier Otarola, un escritor joven, colombiano y seductor. Pudiendo elegir, Borges no eligió a un hombre taciturno y de Río de la Plata, sino a un joven caribeño, galante, inspirado. Un hombre caliente de tierras calientes.

Según las leyendas de vampiros e impersonificaciones una vez que se ha permitido el uso del propio cuerpo a través del cuerpo del otro, siempre queda, como un rescoldo la posible transmutación del otro en uno y de uno en el otro, u otra.

María, de pelo negro y ojos separados, menuda y extasiada frente a su señor espera estar a la altura del deseo y del amor. Acepta el beso ardiente de Javier Otárola. Comprende que ya no hay espada helada que los separe ni nombres ni fechas ni idiomas.

«Comprendió que una cosa inesperada no le estaba prohibida». Si Javier la besaba ella era Ulrica. Para Borges, la metáfora se cumplía con la negación de la realidad y la suplantación de una imagen resolvía el conflicto de la pasión prohibida y congelada por el frío de una espada (o un cuchillo) que él siempre había percibido en su madre. Espada densa, cuchillo criollo separando a los amantes. Ciego iluminado recordó a Ulrica von Kullman, «muchacha de suave plata» que había conocido décadas antes.

Siendo Borges, sabía que no podía defenderse de la espada y el cuchillo. Solo siendo otro, la metáfora de sí mismo podía aceptar «el ofrecido amor que es un don que ya no se espera».

Ahora, al fin, de la mano fina de María él podía renacer como Javier Otarola, un escritor joven, colombiano y seductor. Pudiendo elegir, Borges no eligió a un hombre taciturno y de Río de la Plata, sino a un joven caribeño, galante, inspirado. Un hombre caliente de tierras calientes.

«El esperado lecho se duplicó en un vago cristal y la bruñida caoba me recordó el espejo de las Escrituras. No había una espada entre los dos… Secular en la sobra fluyó el amor y poseí por primera y única vez la imagen de Ulrica».

Javier Otárola, metáfora viril de Borges, octogenario y ciego, pudo gozar de María, que se transmutó, seducida, en Ulrica.

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