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Si bien a lo largo de la vida nos enfrentamos a infinidad de pérdidas que implican la necesidad de un trabajo de duelo, pondré hoy el acento en un duelo en particular, que es al que se enfrenta el sujeto en el momento de la pubertad.
La pubertad es un momento de ruptura en el que se deben rearmar los mojones de la existencia de un sujeto. Para entender esa ruptura podemos apoyarnos en algunas cuestiones que han pensado los psicoanalistas Sigmund Freud y Jacques Lacan.
Freud ha ubicado la pubertad como una metamorfosis, como un momento de cambio que lleva la vida sexual infantil a su conformación definitiva. En el camino de esa metamorfosis se han de perder los padres como primer objeto de amor, para cambiar de objeto amoroso. Esta nueva elección se hará contando con las huellas que ha dejado este lazo edípico.
Lacan considera a la pubertad como un despertar donde se pone en acto la nueva elección sexual. El sujeto se despierta al encuentro con el Otro sexo. Para Lacan el desarreglo entre el hombre y la mujer es una cuestión de estructura donde se evidencia la falta de relación natural, desarreglo con el cual el sujeto tendrá que vérselas siempre que se trate del lazo con el partenaire.
La pubertad es un momento de ruptura en el que se deben rearmar los mojones de la existencia de un sujeto
Este momento de ruptura, entendido como metamorfosis o despertar, enfrenta al sujeto con pérdidas pero, podríamos resumirlas en una: en la pubertad, cuando el sujeto confronta a una nueva manera de gozar, se separa del sueño que sostiene su infancia.
No es que pensemos que en este momento el niño pierde el Paraíso, eso ya ocurrió en anteriormente en aquel momento estructural en que el niño se inquieta ante el enigma del deseo del Otro. Al niño lo angustia no saber qué quiere el Otro de él, se trata del Otro primordial figurado por la madre. Pero el niño ante esta pérdida estructural ha armado una respuesta que lo estabiliza. O sea, que durante la infancia se inventa una respuesta ante la inquietud que provoca no saber qué desea el Otro. La solución que el niño da al enigma es: sueña con ser lo que le falta a la madre, encuentra su lugar como su complemento imaginario y entonces puede dormir en la fantasía de ser lo que la completa.
El niño en esta posición, a quien Freud llamó “su majestad el bebe”, tiene un brillo narcisista, atrae los cuidados maternales, es el centro de las miradas. La pubertad es un momento de separación de esta posición de complemento del deseo. Se pierde a ese Otro al que se le puede responder como niño, dejando entonces de ser el objeto que colma.
En el camino de esa metamorfosis se han de perder los padres como primer objeto de amor, para cambiar de objeto amoroso.
A veces las familias consultan esperando recuperar al hijo que tenían, el hijo que alienado a los significantes del discurso familiar aportaba esa imagen de completud a los padres. El púber rompe esa ilusión y muchas veces esto aparece bajo la forma del conflicto familiar. Con esta separación, al dejar de ser ese objeto preciado para los padres, se desestabiliza para el niño su semblante infantil, la imagen corporal se trastoca al cambiar la imagen con la que el Otro arropaba al niño.
El sujeto ante la irrupción de un nuevo goce debe construir un nuevo semblante: ya no será un niño ante la mirada de los otros, tendrá que responder cómo hombre o como mujer ante la mirada de un partenaire.
Dentro del sueño de la infancia debemos incluir la idealización de los padres. Un duelo importante por hacer en la pubertad es por la pérdida de los progenitores de la infancia. En la pubertad el sujeto se despierta del sueño de que el Otro sabe y que tiene todas las respuestas, se pierde el amparo que da la ilusión de un Otro sin fisuras. Esto está descrito en “La Novela familiar del neurótico” de Freud, donde el sujeto ante el descubrimiento de la falla en el Otro recrea sus padres en otras figuras más encumbradas, pensándose adoptado, pero hijo de padres nobles, o sea se inventa padres que se salvan de la castración, padres poderosos, sin fallas, para seguir durmiendo en la novela infantil.
El semblante de saber tiene una gran consistencia en los padres de la infancia, los que más tarde pasan a no saber nada. Nos encontramos, entonces, con el jovencito que no quiere mostrar a sus padres porque se avergüenza de ellos, adviene una gran decepción y desvalorización de las figuras parentales.
Decirle adiós al sueño de la infancia no es sino para despertar a un nuevo sueño que acompañará al púber en el camino de sus nuevas elecciones amorosas, en el camino del armado de un nuevo semblante, en la invención de un nuevo lazo con los padres, un nuevo sueño que lo ayudará a re-habitar el mundo, construcción que se llevará a cabo transitando el trabajo del duelo.
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