Tenía unas ganas enormes de visitar Zaragoza. Siempre la había ido dejando pensando que es bueno reservar algunos lugares cercanos. En la Península Ibérica aún me quedaban tres ciudades que me sugerían enormes alicientes: Oporto, León y la capital aragonesa. Hace dos años, por fin, descubrí esta última. Bien mereció la espera.
No tenía un plan definido: observar el entramado urbanístico, visitar algunos museos, descubrir los restos del Teatro Romano, inspeccionar el Palacio de la Aljafería, sentarme en plazas, ver iglesias, dar un paseo por el Ebro, acercarme a la zona de la Exposición de 2008 y, por supuesto, tapear en el Tubo.
Apenas me preparé el viaje. Dejé que me sorprendiera la ciudad en un febrero nublado, tuve una sensación muy agradable al recorrer sus calles y descubrir pequeños tesoros en cualquier lugar, desde esos graffitis -verdaderas obras de arte- que aparecen escondidos en calles inverosímiles hasta esa Galería comercial de El Pasaje del Ciclón (Modernista) cerca de la Plaza del Pilar, donde coincidí con una fiesta en la que unos tunos bien entrado en años y juveniles de espíritu animaban la mañana.
El Pilar, omnipresente. Siempre había ligado Zaragoza con este magnífico edificio barroco: la Catedral-Basílica de Nuestra Señora del Pilar o Santo Templo Metropolitano de Nuestra Señora del Pilar. Subí a primera hora de la mañana a una de sus torres, al mirador San Francisco de Borja para contemplar el Ebro sumido en una neblina que iba desapareciendo cuando el sol triunfaba entre unas nubes persistentes que ganaron la batalla el último día de estancia, pero aún era martes y desde arriba disfruté de las vistas de la ciudad, también de la Fuente de la Hispanidad, al norte de la plaza, representando un mapa de Latinoamérica donde el agua resbala.
Me enamoré de Zaragoza paseando por sus calles, descubriendo sus museos y fotografiando sus estatuas. Desayuné en cafeterías de la Calle Alfonso I, en el Gran Café, donde me refugié de la lluvia y del frío matinal de la última jornada, y donde tomé notas envuelto en el calor del local junto a su gran ventanal desde el que podía distinguir la vida diaria. Saboreé una cerveza en El Real, frente a la impresionante Basílica. Al fondo, entrando en una de las capillas, vi unos niños, parecía una escolta de monaguillos, rodeaban a un profesor que resultó, según pude saber por el camarero que me atendió, el profesor de canto que los llevaba a su clase matinal; eran los Infanticos del Pilar, participan en los grandes conciertos e intervienen en la misa conventual y en el acto mariano de la tarde.
El penúltimo día salí de la ciudad temprano rumbo al Monasterio de Piedra (cisterciense). La arquitectura y su historia son interesantes, pero lo realmente indispensable es el recorrido por su Parque Natural, perderte en la naturaleza: cascadas, miradores, grutas, lagos y acabar con una comida en el Restaurante Piedra Vieja. Antes de regresar parar en Calatayud y disfrutar de su casco histórico, con su judería y su arte mudéjar.
La última noche fue para despedirme de la ciudad, aún quedaba toda la mañana del sábado. Comenzaba a llover levemente y la ciudad permanecía silenciosa, a través de las calles de febrero caminaba hacia el río, me dolía la cabeza, el fresco del invierno me aliviaba. Sobre el Puente de Piedra permanecí un buen rato captando en fotografías el Ebro y la basílica desde otra perspectiva. Camino al hotel hice recuento de estos días pasados.
Por ejemplo, sus museos: Goya -Colección Ibercaja-, los Tapices en la catedral del Salvador, Puerto Fluvial y, sobre todo, Pablo Gargallo y Rosario de Cristal. En el interior de la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús se encuentra este último y allí pude comprobar los misterios del Rosario, esas piezas de auténtica artesanía, esos faroles que desfilan por la ciudad en procesión el 13 de octubre. Quizá el museo Pablo Gargallo no es tan conocido, pero me impactaron las obras del escultor aragonés en un marco inigualable: el palacio renacentista de Argillo.
Alejado del centro está la Aljafería, una vez pasas la Plaza de toros y la Plaza del Portillo, con la escultura dedicada a Agustina de Aragón y con la iglesia donde descansan sus restos. Allí nos encontramos no muy lejos con el Palacio del siglo XI que, según se puede aprender en la visita guiada fue también alcázar, cárcel, cuartel militar y, en la actualidad es además sede de las Cortes de Aragón.
Aún más apartado, se localiza el espacio donde se celebró la Exposición Internacional del Agua, en uno de los meandros del Ebro. Diez años después de su celebración, deambulé por sus terrenos una tarde y disfruté de la tranquilidad que se respiraba entonces. Admiré El Alma del Ebro, escultura enorme hecha con letras, donde me introduje y desde donde observé la puesta de sol en Zaragoza.
Me dejo en el tintero algunas otras sensaciones, otros lugares de esta ciudad maravillosa que gira en torno al Pilar, pero que, como habrán comprobado también tiene muchos atractivos. El viajante no saldrá defraudado, sin duda alguna.
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4 Comentarios
Sin duda, tus experiencias son transmitidas de tal forma que enamora sobre aquello que hablas.
Espero visitarla pronto!!
Una narración de la capital aragonesa y de algunos lugares singulares de su provincia como el Monasterio de Piedra en la Comarca de Calatayud de manera cinematográfica y con pausas fotográficas pero desde una óptica magníficamente didáctica y atractiva. Nunca he visitado Zaragoza pero también desconocía muchos de los rincones descritos por el autor, y bien merece hacerlo por lo redactado. Particularmente, este extraordinario lugar monacal, siempre me ha supuesto una parada obligada a mis viajes al norte y también un descanso en ese remanso de paz, tranquilidad y vergel inesperado donde indudablemente supieron erigir este edificio religioso algunos monjes cuya pasión era el “ora et labora”. Cada lugar, por visitable que haya podido ser por parte nuestra, nos traslada diferentes formas de percepción del mismo según la época del año, ambiente, nuestro momento personal e incluso circunstancial. En este sentido, Antonio ha sabido trasladarnos y captar esa parte de Aragón envuelta en una atmósfera bucólica y en un periodo determinado, dibujando con su texto, vivencias y espacios que la hacen atractiva para su visita, e incluso para aquellos que ya conozcamos algo o parte de ella. Nunca esta todo visto y disfrutado de un lugar, aunque se conozca. No existe repetición de un viaje. Siempre es una experiencia única, distinta. Espero visitarla junto a los míos. A diferencia tuya, amigo Antonio, he viajado a la ciudad lusitana de Oporto, en la ribera del Duero. Te emplazo a que lo hagas y te dejes perder por sus calles, disfrutar de sus vinos, de su gastronomía, de sus paseos por el río en el crepúsculo de la tarde y al anochecer, de sus singulares lugares y de la simpatía de nuestros vecinos portugueses. Enhorabuena por la redacción de este artículo, como siempre.
Conozco la ciudad, pero no también como tú. La verdad que es tal como la defines, quiero expresar que tenía muchísimas ganas de conocerla, algún día volveré a visitarla.