Edición
54

Una cena entre amigos

Miami
Un relato íntimo y evocador sobre la amistad entre Saint-Exupéry, Gide y Charlot en la Argel de 1943. Una cena, recuerdos, exilio y literatura entretejidos en una atmósfera melancólica y vibrante.

Es un tibio y húmedo atardecer de principios del mes de marzo de 1943; la primavera argelina ya se anuncia, el aire es denso, agridulce, pero la brisa del mar lo suaviza. Los gritos de las gaviotas se confunden con la algarabía de la gente en las calles. Un sol rojizo, casi moribundo, se acuesta sobre el Mediterráneo ancestral, de un azul intenso, resplandeciente.

Los restaurantes y cafés están repletos. La ciudad, conocida como “Argel, la blanca”, antigua capital de un vasto imperio es una mezcla de Oriente y Occidente.  Según la historia mitológica fue fundada por Hércules en las estribaciones de las colinas del Sahel. Allí vivieron fenicios, bereberes, romanos, vándalos, bizantinos, árabes, moriscos y otomanos. Es una ciudad ruidosa, caótica, mezcla de razas y credos, perpetuamente agitada y nerviosa, en constante ebullición; que gime y ríe al mismo tiempo, que sufre y que se recupera una y otra vez de sus heridas. Un visitante que no conozca su historia pensaría que es una ciudad feliz. Sin embargo, ríos de sangre han corrido por sus calles en siglos de conquistas.

Un hombre corpulento, de estatura considerable, de unos cuarenta años, camina erguido, con pasos largos por la Avenida Michelet. Tiene un semblante preocupado, sus ojos oscuros y de mirada penetrante escrutan el entorno.

El hombre se detiene frente a un edificio de estilo europeo.  Frente a la gran puerta de roble tallado, otro hombre de unos setenta años, alto, delgado, calvo, de cejas negras muy tupidas y mirada miope, está recostado contra una palmera. Su mano derecha sostiene un cigarrillo, la izquierda hurga en el bolsillo de su saco, buscando sus anteojos.

Los dos hombres se saludan efusivamente, en un abrazo fraternal que, a pesar de la diferencia de edad, solo suelen hacerlo aquellos unidos por une profunda amistad. Siguen lado a lado por la Avenida; pasan por el hotel Aletti, un gran edificio estilo artdecó inaugurado en 1930 por Charlie Chaplin, durante los festejos del centenario de la toma de Argel por los franceses.  Siguen por unas callejuelas hasta la plaza Bugeaud, que años más tarde se llamará plaza del Emir Abdel Kader. En el centro de la plaza se yergue la estatua de un mariscal emblemático de la colonización francesa. Pasan por una fuente llena de peces dorados. Suben por otras callejuelas más estrechas hasta la Casbah, una ciudadela de casas blanqueadas a la cal, fundada sobre las ruinas de la antigua Icosium, que cubre el flanco de una colina y desciende hasta el puerto.

Doblan a la izquierda hasta la calle Charras. Allí, en la puerta de una pequeña librería los espera un hombre que aparenta unos treinta años, delgado, sonriente. Sobre el dintel de la puerta un letrero con la inscripción Les Vrais Richesses. En el interior, las estanterías están casi vacías, muchos ejemplares han sido confiscados por la censura. No se consigue tinta ni papel para imprimir.

Los tres amigos se dirigen a un restaurant cercano. Esa noche habían planeado cenar con Camus, pero Francine, su mujer, les avisó que Albert no vendría. Después de haber pasado meses en Orán, escondido de la policía que lo buscaba por comunista, Camus había huido a Francia a curarse de la tuberculosis, mientras escribía La Peste.  Planeaba volver a Argel a fin de año, pero el desembaraco de las Fuerzas Aliadas en África del Norte, el 7 de noviembre de 1942, le impidió regresar. Está bloqueado en Le Panelier, en Auvergne, lejos de su mujer, de sus hijos y sin dinero; a pesar de que ya publicó El extranjero, no ha recibido todavía el pago de derechos de autor.

El dueño del restaurante era un Pied-noir, un ciudadano francés nacido en Argelia, cuando esta era colonia francesa, robusto, de mejillas sonrosadas y bigote en forma de herradura, quien los recibe con deferencia y los conduce hasta la mesa que habitualmente ocupan. Piden una botella del mejor vino y brindan por el amigo ausente. El más corpulento, Antoine de Saint-Exupery, parece deprimido, profundas arrugas cubren su frente. La situación política de Francia le angustia sobremanera. Quisiera seguir volando, defendiendo a su país. De Gaulle lo ha enviado a la reserva.

Ha traído consigo su único ejemplar de Le Petit Prince –publicado en los Estados Unidos-, para mostrárselo a su amigo Edmond Charlot que tanto había insistido en publicarlo. Charlot no dispone de los medios necesarios para imprimir un libro en aquel momento; ni siquiera puede conseguir papel y tinta.

Dicen que ya no tiene edad para volar a los cuarenta y tres años, los pilotos norteamericanos se retiran a los treinta. Volar es su pasión. Quieren que se dedique a escribir, a aguardar en su casa con calma a que llegue la liberación. También le han prohibido salir de Argelia y publicar su obra. De Gaulle no le ha perdonado lo que escribió en Estados Unidos : « Nous ne réprésentons pas la France, il n’est point de commune mesure entre le combat libre et l’écrasement dans la nuit »*.  Un coronel amigo suyo, ha marcado un encuentro en Nápoles con un general norteamericano que tal vez le otorgue alguna misión.  Se esfuerza por no demostrar a los amigos su preocupación y su estado de ánimo. Después de la cena acepta jugar una partida de ajedrez con Gide. Al finalizar la partida, entre un coñac y otro, para divertirlos, hace prestidigitación y trucos con las cartas. Eso lo distiende. Ha traído consigo su único ejemplar de Le Petit Prince –publicado en los Estados Unidos-, para mostrárselo a su amigo Edmond Charlot que tanto había insistido en publicarlo. Charlot no dispone de los medios necesarios para imprimir un libro en aquel momento; ni siquiera puede conseguir papel y tinta. Él sabe que la edición no podría ser impresa tan primorosamente en Argel, cómo lo ha sido en Estados Unidos, con hermosas láminas de todos sus dibujos y acuarelas.

Después del café, Gide, que ha estado callado y taciturno hasta aquel momento, se entusiasma hablando sobre su proyecto de crear una revista que permita difundir la literatura y la cultura francesas en el mundo, que piensa llamar “L’Arche”. Teme lo que va a pasar con la La Nouvelle Revue Francaise, controlada por los alemanes desde la ocupación de Francia.

Ya entrada la noche, los tres amigos se despiden con un abrazo muy emotivo, casi llorando. No saben cuándo volverán a verse.

Gide regresa a su apartamento a escribir “Attendu que”, una recopilación de artículos que había escrito para la revista Le Figaro sobre varios temas –crónicas imaginarias de diálogos con un entrevistador ficticio–. De manera sutil y subrepticia hace críticas aparentemente anodinas a la literatura y a la sociedad, con el propósito de engañar a la censura del gobierno de Vichy.

Charlot regresa a su librería; está casi tan feliz como el día que publicó el primer libro de su amigo de infancia y compañero de escuela, Albert Camus, La revuelta de Asturias, en 1936.  A pesar de todos los contratiempos que últimamente ha tenido está contento pues Gide ha aceptado que imprima su último libro. Él le ha ofrecido veinte por ciento de los derechos de autor. Gide no aceptó, le dijo que no firmaría ningún contrato con un amigo, que se contentaría con la palabra y con un quince por ciento.

Saint-Exupéry regresa a su apartamento. Camina lentamente, cabizbajo, con las manos en los bolsillos de su chaqueta.  Las calles todavía están llenas de gente. Algunos niños juegan con una pelota de trapo en la calle donde él vive. Al verlo se le acercan y lo rodean, lo conocen bien.  Saca unos chocolates del bolsillo y los reparte. Uno de los niños desenvuelve el chocolate y le da el papel de aluminio. Saint-Exupéry se sienta en el cordón de la vereda y se pone a doblar el papel. Al terminar, le entrega al niño un avioncito.

Meses después, gracias a su tenacidad y a un amigo que le consigue una entrevista con un general norteamericano, en Nápoles, obtiene una autorización excepcional para volar. Son cinco misiones de reconocimiento fotográfico extremamente peligrosas; eso lo incentiva aún más, el riesgo y el peligro lo han acompañado en todos sus vuelos, de Europa hasta la Patagonia y a América del Norte. Una vez más consigue salir ileso, triunfante, de las cinco misiones y consigue que le otorguen otra. Está entusiasmado, nada lo detiene de su objetivo de luchar hasta el final.

A Saint-Exupéry lo horroriza el rol de testigo: “quien soy yo si no participo?”, escribe. Reivindicando el honor francés dice, “tengo todo el derecho…acepto la muerte…la guerra no es la aceptación del riesgo… no es la aceptación del combate, es a cierta hora para el combatiente la aceptación pura y simple de la muerte”.

La indiferencia menospreciante del General de Gaulle, al que considera un general faccioso -un candidato a dictador, como lo ha dicho tantas veces-, no le importa tanto, pero lo que más lo hiere es que su libro Piloto de guerra, haya sido prohibido. El libro relata el combate de su escuadrón en 1940 y constituye exactamente lo opuesto de lo que proclama la mitología del gaullismo sobre la derrota, sobre la responsabilidad del desastre, sobre el armisticio y sus métodos autoproclamados.  A Saint-Exupéry lo horroriza el rol de testigo: “quien soy yo si no participo?”, escribe. Reivindicando el honor francés dice, “tengo todo el derecho…acepto la muerte…la guerra no es la aceptación del riesgo… no es la aceptación del combate, es a cierta hora para el combatiente la aceptación pura y simple de la muerte”. Es a partir de esta actitud de piloto de guerra que se sitúa ante la actitud de De Gaulle. El piloto-escritor que ha perdido en seis meses a diecisiete compañeros de los veintitrés que formaban su escuadrón, ha sobrevivido a varios combates al comando de su Bloch 174.  De Gaulle, sin embargo, después de participar en dos combates, ha escapado a la debacle gracias a haber sido designado secretario de estado y enviado en misión a Inglaterra. En uno de sus discursos dice: “Francia ha perdido una batalla, pero Francia no ha perdido la guerra”. Saint Exupéry le responde: “Diga la verdad general, nosotros hemos perdido la guerra, nuestros aliados la ganarán”. La discordia entre los dos hombres se ha acentuado.

Para De Gaulle, el escritor representa un peligroso adversario moral, sobre todo porque su libro Piloto de Guerra constituye un obstáculo a la legitimidad de sus argumentos políticos, a su intención de utilizar el armisticio como medio de acusación del Marechal Pétain. Decide entonces librarse de Saint Exupéry y de su obra. El 30 de octubre de 1943 en un discurso en el que nombra a los escritores combatientes, evita citarlo. Dos meses más tarde, prohíbe la publicación en Argelia, de su libro Piloto de guerra -que también ha sido prohibido por los nazis-, lo que contribuye a confirmar la opinión que tiene Saint Exupéry de su censor y escribe: “Francia no es Vichy, y Francia no es Argel”.  Otros de sus libros, Carta a un secuestrado, también ha sido prohibido.

En 30 de julio de 1944, se retira a su cuarto y escribe dos cartas. Las confía a un amigo, oficial de escuadra, junto con su valija, que contiene el manuscrito de la obra que está escribiendo, Citadelle. En una de las cartas dice: “si soy derribado, no lamentaré absolutamente nada”. En la otra carta escribe: “Ya he fallado caer cuatro veces. Me es absolutamente indiferente”. Después de entregar las cartas, va a una cena con amigos. Parece más contento que habitualmente, según comentaron después algunos presentes aquella noche.

A las siete del mañana del día siguiente, más entusiasmado que nunca, se prepara para su sexta misión de reconocimiento. Sobrevolará Lyon, Grenoble, Anecy y Chambéry. Sus compañeros han tratado en vano de disuadirlo a pilotar los inmensos aviones Spitfire y Thunderboldt, más complejos y complicados que su pequeño avión, que exigen la fuerza de un piloto más joven. Nada lo detiene en su objetivo, está dispuesto a seguir el combate, a luchar hasta el final. El boletín meteorológico es favorable. Su nombre está en la lista de pilotos que volarán ese día.

Se dirige a la cafetería a desayunar. Cuando termina, se despide de sus compañeros y sube al jeep que lo conduce hasta la pista. Allí lo ayudan a vestir su traje de vuelo, la chaqueta de cuero mae west, con paquetitos de raciones en los bolsillos, la bolsa de evasión y un revolver de gran calibre. Enganchada a su pierna derecha le colocan una botella portátil de oxígeno que le servirá si tiene que tirarse del avión en paracaídas a diez mil metros de altura. Así vestido, parece un enorme muñeco, un bibendum. El avión está pronto. Saint Exupéry sube ágilmente y se instala al comando. Su ayudante, que ha subido al ala izquierda del avión le ajusta los breteles de su paracaídas. Saint Exupéry, con su mirada de águila controla todo a su alrededor. Siempre taciturno e inquieto, parece más preocupado que habitualmente. Acciona los motores. En un inglés con fuerte acento francés, pide autorización para levantar vuelo. A las ocho y quince del 31 de julio de 1944, en el Lightning 223, un avión con cuatro cámaras, parte a fotografiar su país, ocupado por el enemigo.

El 1 de agosto de 1944, su amigo Charlot recibe la terrible noticia: el avión de Saint-Exupéry se estrelló o desapareció. Días antes habían estado juntos, en Argel. Saint Exupéry, entristecido, le había confiado que a pesar de que le habían otorgado vuelos de reconocimiento sabía que lo consideraban un viejo para esas arriesgadas misiones. Charlot, que había leído Piloto de Guerra, con la terrible frase: “He comprometido mi carne en esta aventura. Toda mi carne. Y la comprometeré hasta el final”, le dijo que se animara, que pronto terminaría la guerra. Saint Exupéry le respondió: “Sí, ganamos la guerra, pero, de todas maneras, la perderemos”.

El cuerpo de Saint Exupéry nunca fue encontrado. En 1998, un pescador halló en las costas de Marsella una pulsera de plata con los nombres: Antoine de Saint Exupéry y Consuelo, su esposa.  En 2004, al investigar los restos de un avión descubiertos por un buzo en el fondo del Mediterráneo, se confirmó que eran los de la nave que pilotaba Saint-Exupéry.

 

Notas:
*“Nosotros no representamos a Francia, no hay punto común entre el combate libre y el derribar por la noche”.

12 Comentarios

  1. El relato de Helena nos lleva a reflexionar sobre actualidad.
    Si Antoine fue crítico con De Gaulle, pues no encuentra un punto común entre los combates de la época, que diría hoy de las masacres en medio oriente y la vuelta a Hammurabi o de la perversa guerra digitada por USA a distancia en Ucrania…
    Creo que Antoine las denunciaría hasta el cansancio.
    Gracias Helena por ayudarnos a evocarlas.

  2. Roberto, al escribir esta crónica no quise de ninguna manera referirme a la situación mundial actual. Mi intención fue la de transmitir la pasión de aquellos escritores por la literatura en un momento crucial de la historia y la lucha de St Exupery, no solo por la literatura, como también su coraje por defender a su país, volando de forma muy arriesgada hasta el final.

  3. Espectacular texto con mezcla de novela histriográfica!!! De muy fácil lectura, y con datos históricos que no conocía.

  4. Espectacular!!! Una novela con relatos históricos que emociona.
    La mezcla de datos históricos con forma de novela, hacen un relato muy interesante, ameno y de ágil lectura.
    Felicitaciones!!!

  5. Um relato muito interessante sobre os últimos encontros de Saint Exuperi e seus amigos Gide et Charlot. Helena tem o dom da escrota e nos transporta prazerosamente para outos tempos. O texto aborda a dissidência do escrito-aviador com DeGaulle e descreve seu estado de espírito ao aceitar sua derradeira missão, a pedido dos americanos, para pilotar um avião de grande porte e sobrevoar parte de sua terra natal quase no final da guerra. Que pena que faleceu antes de ver a vitória dos aliados!!

  6. Al leer ‘Una cena entre amigos’, la autora nos lleva en un bello paseo por mi ciudad natal, Argel. La cena, más que un simple encuentro, se convierte en un pretexto para reflexionar sobre los últimos días de Antoine de Saint-Exupéry, el núcleo melancólico de esta historia. Me hizo pensar en cómo las conexiones humanas y las experiencias compartidas adquieren un significado más profundo cuando nos enfrentamos a la fragilidad de la vida.

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