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Tú, la extranjera* es el más reciente libro de Yolanda Onghena que invita el lector a una conversación entre un “tú extranjera” y un “tú no-extranjera”. Una obra que explora los clichés empleados para nombrar a las personas de fuera: extranjeros, migrantes, turistas. Muestra los pasajes entre lo híbrido, lo anónimo, lo (in)visible, lo auténtico y lo alóctono, donde ser diferente es un fallo, una falacia y un argumento equivocado.
Aquí estabas tú, fragmento sin rumbo, náufraga de un trayecto interrumpido por la fragilidad temporal de un deseo pisoteado. O simplemente una pertenencia sobrepasada en busca de una nueva comprensión…
Clichés y obsesiones nostálgicas
Ha llegado el momento de profundizar en todos esos estados de ánimo que definen tu adaptación y delimitan el tiempo de tu acomodación. Se trata de un proceso en tres tiempos o tres movimientos que a la vez alejan y acercan: un tiempo en que te sientes un estereotipo, y respondes a lo que se espera de ti, un tiempo de nostalgia en lo que añoras lo que ya no está que termina finalmente en el tiempo de un fragmento inacabado, donde empiezas por fin a ver las cosas de otra manera; tres ritmos de una transición cuya duración ni desenlace conoces.
Clichés
Al principio de estar en otro país eres un mero estereotipo, o al menos tienes que responder a la imagen estereotipada de tu extranjería —fantasmal para ti, pero real para los no-extranjeros— y tendrás que aprender a convivir con esta idea que se hacen de ti. Es normal que antes de tu llegada ya se hayan hecho sus propias ideas sobre los extranjeros a partir de lo que han escuchado, o simplemente a partir de experiencias con extranjeros llegados en momentos anteriores. Los no-extranjeros, además, suelen recrearse en ficciones y no-ficciones estereotipadas sobre las maneras de ser, de hacer y de decir de estos extraños, a veces simples forasteros, otras veces intrusos descarados o meramente «otros» a los que caricaturizar o ignorar. En algunas ocasiones pueden ser admirados por ser una interrupción extravagante en la monotonía diaria, pero en general la «otredad» es algo útil, es decir, algo que sirve para pasar cuentas con algunas frustraciones y saturaciones identitarias del pasado, memorias de difícil digestión que perduran y que son mal vividas en el presente. En el pasaje de lo conocido a lo desconocido, la predisposición a considerar extraña a cualquier persona que viene de fuera genera estereotipos, prejuicios u otro tipo de interferencias. Se da por hecho que no se entenderá lo que dice el extranjero, o se interpretará recopilando todos los clichés necesarios para prever o explicar su comportamiento.
Los estereotipos son simplificaciones mentales. Funcionan porque, ante la imposibilidad de saberlo todo sobre todo, desde siempre se ha transmitido cierta información sobre cualidades y defectos que supuestamente comparten personas de un grupo del que en realidad poco o nada se sabe. Valga un ejemplo sencillo. A ti nunca te gustaron las patatas fritas pero el estereotipo dice que los belgas solo comen patatas fritas. Al principio esto te daba rabia y te esforzabas por explicar que no todos los belgas comían patatas fritas, pero un día dejaste de darle importancia, y al final hasta terminó por parecerte que tenían razón y que todo Bélgica olía a patatas fritas.
Los estereotipos son verdades a medias. Siempre hay algo de verdad en ellas, el resto es imaginación o la repetición de lo que han imaginado otros. En los cursos de competencia intercultural para empresarios de multinacionales enviados a otros países, la primera condición para tener éxito se basa en conocer estas verdades a medias que circulan en el lugar al que van destinados y en dar a entender que los que los usan tienen razón. Un día llegó al centro un estadounidense que estaba especializado en intercultural management. Trabajaba sobre todo en las campañas publicitarias que hacían empresas multinacionales como Bayer, BMW o Procter & Gamble en Estados Unidos. Para esta última acababa de terminar una campaña en la que se corregía la manera de anunciar el jabón para lavar la ropa. Tenía que modificarla para que la población afro y latina se dejara seducir y comprara este jabón, pero al mismo tiempo cuidar que la población blanca no quedara fuera. Te pasó su tarjeta, donde estaba escrito su nombre y el lema de su empresa: we help you to understand the world. Para esta manera de «comprender el mundo», un elemento fundamental de su estrategia era el relacionado con el team building o la gestión de equipos multiculturales, que sin el cultural executive coach solo podía llevar al caos. Era curioso cómo en un programa de intercultural understanding lo cultural abandonaba el terreno de la buena voluntad para pasar a funcionar como un elemento clave y una herramienta esencial en la estrategia internacional de las empresas. Las preguntas no iban encaminadas a entender al otro, sino a ganar la negociación y a integrar nuevos códigos culturales que pudieran ayudar en este proceso. Hablaba de cultura como de potenciales argumentos comerciales y el conflicto solo aparecía en la medida en que podía existir un riesgo de que un comportamiento molestara o insultara la otra parte, algo que se traducía en un curso acelerado de inmersión cultural destinado a beneficiar a la empresa en sus negociaciones multinacionales.
Simplificaciones mentales, verdades a medias o reductores de complejidad, el estereotipo se vuelve este umbral donde lo que es irreal para uno puede ser real para otros. Sentirte como un estereotipo es una forma de pertenencia extraña, una no-pertenencia compartida y cada vez que te preguntan quién eres te toca responder ajustándote a esta idea que tienen de ti. Al principio ese juego te parecía divertido por lo inocente y sencillo que era. Te parecía algo anecdótico y te hacía gracia, pero con el tiempo acabaste harta de tener que justificar siempre aquello que para ti era obvio. Pensabas que, con hablar el idioma, saber el nombre de las calles de la ciudad y poner aceite en el pan habías conseguido algo, pero aún quedaban muchas cosas que, sin querer, daban origen a malentendidos. Una cosa es entender las palabras y otra cosa es comprender lo que significan. ¿Y los otros, te comprendían? Te dabas cuenta de que cuando tú explicabas algo la frente de los otros se fruncía y las miradas cómplices de unos y otros te hacían entender que te estabas quedando fuera de la conversación porque estaban convencidos de antemano que no te iban a comprender. Para evitar esto aprendías a acortar tus ideas, resumirlas antes de entrar en la conversación e intervenir rápido, como si te persiguiera la intervención siguiente. En cambio, cuando aplicabas este ritmo de conversación en tu país de origen, te preguntaban por qué estabas tan nerviosa, saltando de un tema a otro sin dejar apenas tiempo para respirar.
Sin saber por qué ni cómo te diste cuenta de que todo ese mundo había perdido su atractivo y quisiste abandonar ese camino frívolo y frustrante de aprendiz de algo que nunca aprenderías. Estabas harta de que a ti te hablaran gritando y en infinitivo porque les parecía —lo sabían por los tebeos— que así se hablaba a los ignorantes y los analfabetos. De un día para otro se desmoronó este mundo ingenuo de ficciones y fantasías en el que te habías dormido, como una fantasía más. Este esfuerzo de ajuste continuo te parecía una traición a tu manera de ser, un deterioro sin reajuste posible y, de alguna manera, una rendición sin garantías. Te habían borrado de su conversación y, sin quererlo, emprendías el camino de vuelta. No un regreso real, sino más bien una huida ficticia hacia un lugar y un tiempo imaginario donde todo era transparente, asequible y fácil de comprender; un lugar en el que tú dejabas de ser un estereotipo y un tiempo en el que la memoria no siempre seria nostalgia.
Mientras pasaban los años otra pregunta clásica se añadía a la primera:
Pero un día, antes de contestar, te quedaste callada, dándote cuenta de que hacía ya tiempo que decías «hace poco» y que tu respuesta no se ajustaba ya a la realidad. En ese momento el desfase temporal y las consecuencias de tu traslado se mostraron en toda su crudeza: hacía más de siete años que estabas aquí y aún ibas diciendo «hace poco». Eran momentos de pánico y de rechazo: pánico de perder esta manera de ser que era la tuya y rechazo total a todo lo aprendido en ese tiempo. Te habías cansado de ajustarte a patrones, gustos y palabras que no acababas de entender y de tener siempre cuidado con que ese «no entender» no fuera tomado como un «ofender». Sombra de ti misma llegaste incluso a pensar en regresar. Pero podía más tu orgullo de extranjera, para quien volver hubiera sido darse por vencida: en su momento eras tú quien querías sentir la lejanía porque lo cercano de tu pequeño país te resultaba asfixiante. Para no tener que sentirte fracasada buscabas un responsable, un ‘cabeza de turco’, alguien a quien echar la culpa de este desajuste que estabas viviendo y que había hecho de ti una extranjera. Las voces alrededor de ti se volvían confidencias cómplices en oídos de unos cuantos, en los que tú no estabas incluida. Te sentías sola, incluso decepcionada de ti misma y buscabas desesperadamente compartir tu soledad, pero solo encontrabas la melancolía de una pérdida.
Nostalgias obsesivas
La nostalgia es la conciencia sufriente de una carencia. En el pasado, se limitaba a un lugar, a un país que ya no estaba; así sucedía en el exilio político o cuando una guerra apartaba a los soldados de su patria durante años. Pero pronto el concepto se amplió para reflejar también el pesar del tiempo perdido o de lo que el tiempo había borrado para siempre. Con los románticos, la nostalgia trajo consigo una especie de melancolía sin motivos concretos, una especie de añoranza de algo que en realidad no existe, un anhelo utópico, una tierra mítica que prometía el fin del descontento y la decepción, como el spleen de los poemas de Charles Baudelaire, como una sensación de incomodidad e insatisfacción, un anhelo de otra cosa de naturaleza indeterminada.
La nostalgia moderna, con el tiempo, se convirtió en una especie de acumulación de diferentes estados de ánimo: el pesar de los encantos perdidos de antaño, mezclado con la añoranza de otro lugar y la frustración de un futuro imposible que vendría a corregir el pasado y que prometería un nuevo despertar. Pero la tristeza nostálgica es y sigue siendo la enfermedad de una ausencia, de algo que ya no está —una persona perdida, una causa perdida—, algo que sólo ha existido en la decepción de un mundo desaparecido o desconocido. Es un flirteo intermitente con paraísos perdidos y deseos ficticios; perdida debida, por un lado, a un mundo que ha cambiado y al mismo tiempo un deseo de futuro que restablecería esa carencia. La obsesión nostálgica hace de alguien una persona perdida, alguien que sólo vive en la atracción desesperada de lo que ya no es o lo que no existirá.
El tiempo de asombrarte con lo desconocido y de pensar que por fin habías hecho tuyo lo extraño se había acabado. Rechazaste sistemáticamente todo aquello que antes te había seducido. Odiabas la luz de contrastes fuertes porque echabas de menos la bruma con sus tonos suaves de un relato inmóvil y silencioso. Las palmeras perdieron su encanto porque no eran capaces de dar sombra en días calurosos y, a otro nivel, la sinceridad que hasta hace poco habías valorado tanto, de golpe te parecía una falta de respeto y una intrusión en la privacidad. Lo que antes te fascinaba y seducía, ahora te resultaba invasivo y, a veces, lo vivías directamente como una agresión, y tú, frágil y vulnerable, tuviste que buscar refugio ante la dolorosa saturación de tu deseo frustrado. A partir de ese momento empezaste a idealizar y glorificar todo aquello que hasta entonces habías intentado olvidar. No se trataba de una huida o una desconexión, sino tan solo un refugio emocional, un consuelo en el que podías encontrarte con tu soledad; esta vez una soledad buscada y necesaria. No querías saber nada más de todo aquello de lo que no formabas parte, o más bien te concentrabas en lo que no se ajustaba, precisamente para acentuar y celebrar tu soledad.
En fin, te habías hartado de ser diferente y de no poder mostrarte tal como eras, harta incluso de tu propia insatisfacción. Y fue entonces cuando se instaló en ti la nostalgia como única y fiel compañera: una melancolía que se alimentaba de lugares que ya no existían y de personas de las que no sabías si eran presente o pasado, realidad o mito. Tu nueva ficción era una tristeza irreal porque solo existía en su inexistencia, es decir, echabas de menos algo que, de estar presente, no lo echarías de menos. Olvidaste que la decisión de marchar había sido tuya y que en ningún momento pensaste que habría cosas de esa vida anterior que algún día las vivirías como una carencia y con un sentimiento de pérdida fatal e irreparable.
Morriña, saudade, nostalgie, heimwee, sehnsucht, homesick. En todos los idiomas existe este sentimiento de un vivir que «es morir un poco» y cada lugar tiene sus razones específicas: los marineros encuentran a faltar el mar cuando están en tierra, uno puede echar de menos el silencio del campo si se ha trasladado a la ciudad o añorar el anonimato urbano en el pueblo. Existen múltiples razones que justifican este sentimiento de pérdida de algo, pero es una pérdida que queda siempre envuelta en sentimientos ambivalentes como la tristeza y la melancolía: tristeza por lo que ya no es y melancolía que te permitió refugiarte en algún paraíso imaginario que no existía ni allá de donde venías ni aquí donde habías llegado. Entraste en el silencio nostálgico del pasado, apartándote del ruido de este presente frustrante en el que cualquier contratiempo o desgracia tenía una única solución: no estar en este país y poder refugiarte en aquel otro lugar que era el tuyo. Pero ese «lugar tuyo» ¿dónde estaba? ¿Existía de verdad?
La nostalgia es un lugar invisible y un rumbo perdido. De ti hizo una persona perdida, alguien que ya no existía y que vivía solo en los encantos del pasado y de ninguna parte. Volviste una y otra vez a tu país, pero cada vez que volvías se desvanecía una parte de la huella de ese mundo imaginario que te servía como refugio para lamer tus heridas. No sabías si se trataba de un lugar olvidado o un tiempo pasado, o si tan solo eran espejismos de ambos, ficciones que existían en su inexistencia. Los espacios ya no se correspondían con tus fantasías de exiliada voluntaria y ya no sentías esa sintonía extraña y profunda con los «tuyos» de tu recuerdo. Tu presencia no era para ellos más que una manera de resucitar momentos de un pasado lejano. Aquellos a los que considerabas «tu gente» habían ido perdiendo rasgos firmes. Hasta tal punto que cuando estabas en tu ciudad de origen mirabas de reojo a la gente alrededor tuyo y te preguntabas si realmente tenías algo en común con esos supuestamente «tuyos».
Buscabas identificarte con alguien, pero no encontrabas a ese alguien, y no porque no existiera sino porque otros habían ocupado tu memoria. Las caras ya no te eran familiares; tampoco la tuya les era familiar a ellos. Tu manera de hablar había quedado anticuada y estaba contaminada por otros acentos, mientras que en algún lugar seguías mimando en silencio la poesía de tu propia lengua materna. Era un momento delicado, porque no querías que los «tuyos» te consideraran una traidora, aquella que parecía haber cambiado de bando y había preferido otro lugar y otra gente. Te hacían preguntas, no del todo inocentes, para tratar de averiguar si los habías traicionado o no. Preguntas del tipo: «¿te gusta más lo de allá que lo de aquí?», «¿te has acostumbrado al sol?» o «¿es verdad que allí hay mucho ruido en todos lados?». Según cual fuera tu respuesta te juzgaban, pero al mismo tiempo también tú te juzgabas: o bien eras aquella que no había sido capaz de adaptarse, la cobarde que solo sabía vivir en el entorno de siempre, o bien la que se había convertido en alguien de «allá». No querías ser ni la una ni la otra y por eso te encontrabas en una fragilidad amarga por una pérdida que querías disimular. La nostalgia era el estado de ánimo incontrolable que te ofrecía vías de escape para rechazar un presente demasiado complicado, a la vez que te permitía navegar en soledad, entre restos del ayer para olvidar que existía un ahora.
Pero los nostálgicos no gustan a nadie. No tienen presente y menos aún futuro. Viven en un pasado fantasmal que ha dejado de existir pero que, sin embargo, les permite existir, aferrándose a promesas del pasado. Memorias desconectadas te aislaban de dos mundos, el de aquí y el de allá, y de dos horizontes, el pasado y el futuro. Tampoco querías ser la fracasada ‘madame Nostalgie’, la amante de la canción de Serge Reggiani, perdida en su triste desolación con sus ojos ahogados en la niebla, sus amarguras y rencores, sus eternas letanías que aburren a cualquiera: dice la canción:
Madame Nostalgie
Depuis le temps que tu radotes
Et que tu vas de porte en porte
Répandre ta mélancolie
Madame Nostalgie
Avec tes yeux noyés de brume
Et tes rancœurs et tes rancunes
Et tes douceâtres litanies
Madame Nostalgie
Tu causes, tu causes, tu causes, tu causes
De la fragilité des roses
Je n’entends plus ce que tu dis…
Pero, de hecho, estabas harta de esa sensación de haber fracasado una y otra vez o, simplemente, de no haberlo logrado; estabas, además, cansada de ese eterno deambular entre el encanto de algo que ya no existía, por un lado, y el dolor del imposible retorno, por otro. ¿Cómo podrías salvar esa desconcertante distancia entre el ayer y el hoy sin pretender apropiarte, de alguna manera, del pasado, sino más bien buscando algo en el futuro que aún no tenía nombre?
Fragmento inacabado
Entre tantas contradicciones inevitables y rivalidades gratuitas, te habías quedado como un fragmento encogido, un pedazo pequeño de algo que tenía que haber sido grande, una fracción entre los restos de tu propio relato que habían sobrevivido a la erosión del tiempo. Tú, fragmento desconsolado, tienes que deshacerte de algunos restos del pasado para fusionar nuevos fragmentos en un trayecto que no admite vuelta atrás y buscar una nueva totalidad, es decir, un nuevo horizonte que aceptaría pertenencias inacabadas sin agotar ni castigar identidades fragilizadas. La primera exigencia fragmentaria en este relato era admitir tu propio caos. Tu despiste era no saber si aún pertenecías a una ficción del pasado o si buscabas un nuevo presente real. Necesitabas salir de este encierre solitario en el que solo existían perdidas y abandonos y vivías la identidad como un conflicto por la incapacidad de negociar las pertenencias cambiantes, «que caen y flotan como el tiempo, el azar y la necesidad», como dice Michel Serres. «Confundir identidad y pertenencia es un error que empuja a decir cualquier cosa». Pero, ¿cómo no confundir identidad y pertenencia? Hablar de identidad es un recurso impreciso que permite resumir tensiones y justifica un sinfín de acciones y reacciones, pertenencias y rupturas. Este concepto es en sí vago si no va acompañado de un adjetivo —identidad cultural, étnica, nacional—, que condensa imaginarios volátiles, e incluso explosivos, que resucitan identidades olvidadas, mitos de origen y héroes de un día, todos ellos ingredientes ideales para pensar o reivindicar una identidad única.
Más preocupante todavía es cuando esta identidad única se descompone y muestra sus grietas, porque entonces surgen pasiones de identidades frustradas y sueños de una absurdidad patética. “Soñamos con ser nosotros mismos cuando no tenemos nada mejor que hacer. Uno sueña consigo mismo y con el reconocimiento de sí mismo cuando se ha perdido toda singularidad». Quizás es solo en matemáticas donde se encuentra el concepto sin adjetivos que permite entender claramente la idea: una identidad es la constatación de que dos objetos que matemáticamente se escriben diferentes son, de hecho, el mismo objeto, o sea, no solo se trata de diferencia sino también de similitud.
Aquí estabas tú, fragmento sin rumbo, náufraga de un trayecto interrumpido por una fragilidad temporal; fragmento sin rumbo por una pertenencia excedida, sobrepasada o simplemente en busca de otra conciencia: deseos, esperanzas e ideas para reparar una cohesión pisoteada y pervertida.
Tu mundo de referencias se agrietó y se fraccionó. Te dolía vivir dividida entre un aquí y un allá, un antes y un después y te convertiste en un fragmento vulnerable por no saber dónde incluirte. Algo se quebró y no sabías ni cómo comprenderte a ti misma. Habías superado tu fase de fragmento estereotipado, en la que hacías todo como ellos querían que hicieses, y después la de la nostalgia, donde te refugiaste en una ficción melancólica, fetiche de una memoria caducada. Poco a poco se instalaba una desconfianza hacia lo nuevo porque anulaba lo que quedaba de la débil conexión con lo conocido y lo familiar. Y te ibas deslizando entre figuras y fantasmas, en un mundo donde todo se volvía irreal o, mejor dicho, en el que para ti ya nada era real.
Para protegerte de nuevas vulnerabilidades te habías convertido en un fragmento indiferente, un ser en negativo que miraba hacia otro lado y que se desentendía de la realidad: desinteresada, apática, fría, para no sentir ni dolor ni placer, ni deseo ni miedo. Aparentabas una neutralidad irreal y falsamente imparcial que te tranquilizaba y te permitía sobrevivir: era tu fragmento coraza para evitar caer en una totalidad de nostalgia resentida. Sondeabas caminos entre incógnitas sin alejarte demasiado y ensayabas una nueva continuidad sin molestar a nadie. Cada vez hablabas menos: tus palabras se volvían silencios de un pasado que no querías olvidar y de un futuro aún por conocer. Todo esto no carecía de ambigüedad, porque con el tiempo tus referencias habían quedado reducidas a meras anécdotas que se repetían eternamente hasta volverse ridículas, incluso para ti. Era duro aceptar que ya no existías en esa otra vida a la que creías pertenecer y tuviste que ir recomponiendo poco a poco los residuos de dos mundos en un ejercicio de recomposición. Algunas veces te parecía una imposición, aunque nadie te imponía nada; otras veces tenías la sensación de que era una eterna representación, o una farsa que solo obedecía a algo que se esperaba de ti y que, con el tiempo, se había convertido en una máscara de quita y pon. Cuanto antes te hicieras a la idea de que ser extranjera es una doble pertenencia —una sin continuidad y otra sin origen— antes se te abriría ese horizonte de fragmentos enlazados donde tú, como “continuidad atascada” y “narración en diferido”, habrías dejado de existir.
Tú,
Extraña extranjera.
Presente frágil.
Reflejo de un horizonte desvanecido.
Diferencia no deseada.
Estereotipo repetido.
Categoría absurda.
Simulacro de un nosotros encogido.
Cliché sin nombre.
Nostalgia nebulosa.
Continuidad atascada.
Melancolía de una memoria agotada.
Mirada de vuelta.
Fragmento inacabado.
Otredad consentida.
Fin de una inocencia abusiva.
Narración en diferido.
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