A pesar de que algunos beneficios de los productos se pronuncien con contundencia, es necesario cuestionar la fuente de la que provienen, quién está detrás de esa información, cuál es su objetivo, qué intereses se mueven.
Cuando se trata de temas relacionado con la salud, conviene mantener una actitud atenta. Hoy en día es muy fácil acceder a la información; en algunos casos, inclusive, estamos sobre-informados acerca de un tema en particular. Sin embargo, no todos los contenidos que nos llegan colaboran en pos del mayor bienestar que proponen. El exceso mismo de información nos acostumbró a tomar una actitud robótica y pasiva que nos aleja de una saludable reflexión crítica.
A pesar de que algunos beneficios de los productos se pronuncien con contundencia, es necesario cuestionar la fuente de la que provienen, quién está detrás de esa información, cuál es su objetivo, qué intereses se mueven.
Un anuncio reciente que aparece por televisión afirma que un vaso de jugo de naranja proporciona el 25% de los requerimientos de vitaminas diario, al tiempo que una imagen del refrescante jugo impulsa a la compra del producto Tropicana con la certeza de hacer algo bueno por la nutrición. Estudios serios, realizados por instituciones independientes y prestigiosas, demuestran, sin lugar a dudas, que el ingerir jugo de naranja embotellado desata una cadena de reacciones nefastas en el organismo: Se aumenta rápidamente el nivel de azúcar en la sangre y, por ende, la producción de insulina, lo que a su vez incentiva al organismo a acumular las calorías en forma de grasas. Resulta entonces que, en la creencia de estar proveyendo a nuestro organismo con nutrientes necesarios, estamos tan sólo incorporando azúcar.
Los picos de elevación drástica del azúcar en sangre son seguidos por una baja abrupta que induce unas ganas voraces de consumir más carbohidratos, continuando un ciclo vicioso que puede llevar a la resistencia a la insulina, y eventualmente, a la diabetes. Esto no ocurre si, en cambio, se ingiere una naranja entera, tal como la naturaleza la ha creado. En ese caso se reciben los beneficios de fitonutrientes y vitaminas en una forma natural y adecuada, ya que la fibra de la fruta hace que la absorción del azúcar sea mucho más lenta, evitando los picos de subida y bajada.
En esta misma dirección van las propagandas de cereales azucarados que aseguran a las madres que éstos constituyen un desayuno saludable para sus hijos. Empezar el día con 40 gramos de azúcar, colorantes y harinas refinadas y vacías, dista mucho de aportar una adecuada nutrición. Y dado que se trata de la alimentación de los niños, no hay que descontar los efectos que el exceso de azúcar tiene en relación al síndrome de hiperactividad.
Otro de los slogans utilizados para propiciar el consumo de ciertos alimentos es asegurar que «bajan el colesterol». Es bastante usual atribuir esta propiedad a los cereales, cuestión que en sí misma habría que despejar de dudas. Pero lo que resulta francamente asombroso es que próximamente encontremos en los paquetes de papas fritas Lays una leyenda que dice que «son buenas para el corazón». ¿Cómo es posible que se implemente un slogan que no resiste el más elemental sentido común?
Es interesante observar cómo el mercado contemporáneo soporta éstas y otras incoherencias. Para ello se apoya en una lógica comparativa: Un snack, aunque contenga grasas, contribuye a bajar el colesterol si – y sólo si -se lo compara con una ingesta de tocino frito, de 3 donas u otros productos que contengan aceite hidrogenado. La evidencia de que un alimento es menos tóxico que otro(s), es utilizada para legitimar que dicho alimento «es saludable».
Cuando los medios promocionan productos alimenticios con leyendas incongruentes y la FDA (Food and Drug Administration, Administración de Alimentos y Medicamentos) se mantiene en silencio, todo parece indicar que las políticas de marketing superan a las de salud.
Estas falsas conexiones llevan también a que se vayan creando mitos que, a fuerza de repetirse, terminan por ser indiscutibles. A muchas personas les sonará muy extraño saber que el colesterol no guarda relación con los ataques al corazón. Los estudios realizados por Uffe Ravnoskov, MD, PhD , descritos en su libro The Cholesterol Myths (Los Mitos del Colesterol), Sherry Rogers, MD, en The Cholesterol Hoax (La Amenaza del Colesterol) y Mary Enig, PhD, Bioquímica, en Know your Fats (Conoce tus Grasas), coinciden en que «la evidencia científica tratando de ligar el colesterol con ataques cardiacos es circunstancial y no convincente.» Es más: nuestro cerebro necesita colesterol para funcionar, y si éste baja demasiado se puede deteriorar la memoria. Actualmente, hay universidades estudiando la relación entre las drogas para bajar el colesterol y el incremento de casos de Alzheimer.
Creer en mitos como éstos nos empuja a consultar al médico en busca de una droga específica que corresponda a cada caso en particular. Más allá de que este circuito despierte a nuestro hipocondriaco durmiente, no debemos olvidar los efectos secundarios que pueden producir los remedios. Sin embargo, en este punto, el problema da otra vuelta de rosca. La Universidad de Harvard ha publicado estudios sobre la eficacia del aceite de pescado para regular naturalmente la producción de colesterol, pero, ¿quién se beneficia si nos curamos comiendo sardinas? ¿Qué pasa con la industria farmacéutica para los diabéticos si auto regulamos el azúcar y ayudamos al páncreas con cambios en la alimentación?
Cuando los medios promocionan productos alimenticios con leyendas incongruentes y la FDA (Food and Drug Administration, Administración de Alimentos y Medicamentos) se mantiene en silencio, todo parece indicar que las políticas de marketing superan a las de salud. También es el momento de asumir que nuestra salud es nuestra responsabilidad, y no la podemos depositar confiadamente en los slogans que resplandecen en las pantallas y en el empaque de lo que consumimos.
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