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Edición
24

¿Podremos vivir juntos?

Reflexiones sobre política
Tucumán
¿De qué habla el Papa Francisco con los hombres poderosos de la tierra? Dra. Cristina Bulacio, Tucumán

¿Podremos vivir juntos?, es la gran pregunta que nos urge. La reciente elección de un Papa nacido argentino, honrado y respetado en nuestro país por su conducta de religioso preocupado por la pobreza y la exclusión, nos ha acercado una bocanada de aire fresco a estas tierras dónde cada vez se hace más la convivencia social. ¿Podremos vivir juntos? Es difícil responder si no comprendemos y hacemos carne los conceptos que aportan a la construcción de la convivencia democrática. El Papa nos acerca a la misericordia al tiempo que no deja de hablar de la justicia y, ocuparnos de la efectiva vigencia de la justicia, es un gesto político.

La vida en sociedad exige el cultivo de la cultura política, el desarrollo del pensamiento crítico y, en consecuencia, la necesidad de asumir el rol de actores políticos. Dice Aristóteles en La Política que el hombre es el animal más perfecto; pero cuando se aparta de la ley y de la justicia, es el peor de todos; por eso “nada es más terrible que un hombre injusto con armas y poder”. Sin duda tanto las armas como el poder pueden cobrar rostros distintos sin dejar de ser mortíferos, por ejemplo: la mentira, el ocultamiento, el recorte de las libertades, el despliegue de un poder omnímodo, aún con la ley en la mano, son peligrosos; resulta fundamental, para la vitalidad de nuestra sociedad, repensar acerca de estos asuntos para ponerles freno.

El ciudadano común se siente hoy subestimado en su inteligencia, arrasado en sus intereses cívicos, ignorado en sus preocupaciones políticas. La vida en sociedad exige el ejercicio de reglas de convivencia y la política –apoyada en el poder que cedemos al gobernante–, es la administración de ellas; cuando se produce abuso ya no es política, es sencillamente un atropello a la vida en sociedad, es autoritarismo. La degradación de la praxis política degrada al hombre mismo; no sólo a quien la ejerce, sino al que la padece porque el hombre es, por naturaleza, un animal político.

La vida en sociedad exige el cultivo de la cultura política, el desarrollo del pensamiento crítico y, en consecuencia, la necesidad de asumir el rol de actores políticos.

Lo que nos preocupa, entonces, es qué puede hacer la sociedad con hombres poderosos e injustos; la injusticia implica acciones arbitrarias y la arbitrariedad enloquece a quien la padece. Hombres injustos hay muchos, de algún modo todos los somos, pero el agregado del “poder”, a la injusticia, la hace temible. ¿Y qué es la justicia? Justicia es equilibrio, medida, legalidad; cuando hay demasía o carencia, hay injusticia; la desmesura y la soberbia (hybris) fue vista en el mundo griego como uno de los grandes pecados del espíritu y origen de enormes injusticias.

Es ya un lugar común decir que se debe educar en la política y en la democracia, pero sucede que no hemos pensado con suficiente convencimiento en que, educar políticamente, no es sólo conocer los principios de la política, sino enseñar a poner límites al gobernante injusto, ejercer una mirada crítica y alerta desde la sociedad, de lo que justamente hoy les habla el Papa Francisco a los poderosos de la tierra. La vida social está compuesta de un entramado de derechos y obligaciones. Saber de nuestros derechos es, también, conocer nuestras obligaciones, entre ellas, el control de gestión del ciudadano sobre sus representantes. La sociedad –para seguir existiendo en armonía– debe exigir un límite al poder político.

Platón declaró que la justicia es condición de la felicidad, por tanto, el hombre sometido a la injusticia no puede ser feliz. Eso también debe servirnos. A más de 25 siglos de aquella Atenas de esplendor, la política no ha perdido sus sentidos originarios, pero, ante nuestra indiferencia, se ha deslizado hacia conductas erráticas e intereses espurios. Debe repensarse en su rectitud. La política es una praxis inteligente que tiende a lograr el bien común, sin ese objetivo se desvirtúa.

No es sólo conocer los principios de la política, sino enseñar a poner límites al gobernante injusto, ejercer una mirada crítica y alerta desde la sociedad, de lo que justamente hoy les habla el Papa Francisco a los poderosos de la tierra.

Platón declaró que la justicia es condición de la felicidad, por tanto, el hombre sometido a la injusticia no puede ser feliz. Eso también debe servirnos. A más de 25 siglos de aquella Atenas de esplendor, la política no ha perdido sus sentidos originarios, pero, ante nuestra indiferencia, se ha deslizado hacia conductas erráticas e intereses espurios. Debe repensarse en su rectitud. La política es una praxis inteligente que tiende a lograr el bien común, sin ese objetivo se desvirtúa.

La democracia, a su vez, es una conquista de la razón que confía en los límites reflexivos del ciudadano; ella representa un progreso respecto a los sistemas arcaicos de organización social con un poder central, como el de los reyes. Por ser una construcción social es frágil; debe ser pensada, ejercitada y así, afianzada. La democracia contiene significados inmensos: reconocer al otro como un semejante, otorgarle las mismas prerrogativas y exigirle las mismas obligaciones, de algún modo ello puede garantizar la justicia. Es una forma de gobierno en la cual el bien común debe cumplirse con mayor perfección y eficacia y alcanzar a todos, sin exclusiones.

Así, la política, como la imaginamos en democracia, debe ser una forma civilizada y generosa de ejercer el poder; debe ser consenso, legitimidad, diálogo, derechos ciudadanos; todos ellos son vocablos cargados de sentidos que circulan en la sociedad pero de difícil cumplimiento. Y tal vez la dificultad sea, justamente, la falta de claridad sobre lo que ellos significan, sobre las ventajas que nos ofrecen y también, sobre los afanes y renunciamientos que implica su realización. Educar políticamente es abrir las mentes para enseñar a desafiar la intolerancia a la que somos dados los hombres; a cuestionar toda voluntad hegemónica, a no aceptar sometimientos indignos; en definitiva, erradicar de una vez por todas las hondas raíces de una educación autoritaria cuyas huellas aparecen, inesperadamente, en cada tramo del juego social.

La democracia contiene significados inmensos: reconocer al otro como un semejante, otorgarle las mismas prerrogativas y exigirle las mismas obligaciones, de algún modo ello puede garantizar la justicia.

Los derechos y las obligaciones de los ciudadanos son modos de vida que se aprenden y se ejercitan, dejarlos caer en el olvido es una sentencia de muerte para una sociedad. No se puede saber qué es la democracia en una sociedad autoritaria; no se puede entender la política como regente de lazos sociales, en medio del juego de intereses oscuros e inconfesados del poder.

Apostar a vivir juntos armónicamente en una sociedad democrática no es tarea fácil, lo sabemos, no es tampoco una situación idílica. Es un estado de cosas que puede alcanzarse si los ciudadanos logramos –a través de las leyes– detener los excesos de los otros ciudadanos circunstancialmente en ejercicio del poder.-

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