Desde la persona hasta la identidad.
La palabra peregrino es latina – romana. Los peregrinos eran quienes iban por los “ager”, por los campos, “per – agri”, eran los viajeros, los extranjeros libres a quienes no protegía el derecho de los cives romanos, los ciudadanos.Vivían en peligro, sin guarida.
Los peregrinos estaban fuera de los límites, que tienen sentido jurídico, pero también ontológico[1], los pérata de los griegos que ponen fin al terror a lo desmesurado. (Un momentáneo consuelo).
En los mitos de los peregrinos, todos muy anteriores a la escritura, hay muchos viajeros que representan el desafío del hombre en su viaje hacia el espíritu. Escribimos espíritu con minúscula porque no nos referimos a un espíritu abstracto, externo y omnipotente, nos referimos a nuestra identidad que es inexplicable, porque trasciende al intelecto[2].
Escribimos espíritu con minúscula porque no nos referimos a un espíritu abstracto, externo y omnipotente, nos referimos a nuestra identidad que es inexplicable, porque trasciende al intelecto.
El principio de identidad dice que “toda entidad es idéntica a sí misma”, o mejor que la identidad es la “relación que toda entidad mantiene sólo consigo misma”.
“Yo soy el que Soy,” le dice Yahvé Dios a Moisés desde la zarza ardiente, no existe, no tiene principio ni fin, no está en el espacio, ni en el tiempo, es eterno, solamente es.
Así es el Ser de Parménides, ésa es la identidad, que – sin evidencia alguna – sentimos que tenemos y que trasciende nuestra vida.
Pero la búsqueda de la identidad es un camino que comienza desde la existencia. Desde antes, desde la persona.
Persona deriva del griego Prosopon, algo que está delante de la cara. La máscara se coloca para representarse y distinguirse frente al mundo y a los demás, para conjurar las potencias naturales, -animismo. En el teatro se usa para delimitar a alguien distinto del actor.
La persona, la máscara, es el primer límite a conciencia ilimitada. ¿Somos ése, el de la máscara? ¿U otro?
Desde allí partimos, a sabiendas de que nuestro flujo de conciencia es indefinido, ilimitado, inasible.
Partimos desde la persona que existe y queremos llegar a la identidad, que es. Ése es nuestro sino.
¿Cómo construimos una identidad con instantes diferentes e ilimitados que fluyen sin conexión en nuestra conciencia?
la búsqueda de la identidad es un camino que comienza desde la existencia.
¿Cómo unimos los instantes?
¿Quién los une? ¿Cómo?
¿El cuerpo? ¿El intelecto?
Nuestras peregrinaciones, las peregrinaciones míticas y las reales, intentarán llegar desde la persona hasta la identidad, desde existir hasta ser, desde el mar y el temor hasta el cielo y la certeza.
¿Llegarán los viajeros a destino?
¿Resolverán el misterio de autoconciencia, la identidad?
No lo sabremos.
Un hombre en el mar.
Para los griegos el viaje tenía también un sentido tan abstracto, que puede considerarse místico.
El viaje místico al espíritu, como el de Perseo o el de Hércules, es la única salvación del caos, la única salida del laberinto de la razón. Son los únicos héroes que llegarán al Olimpo, la morada de los dioses.
Odiseo[3] es otro viajero místico. Viaja por el mar, el mar es el símbolo de nuestra naturaleza animal e inconsciente, del deseo sin límites. El Dios del mar es Poseidón, que tantas veces invade la razón y la somete como instrumento a su servicio[4].
El intelecto, la tierra, es el instrumento con que Odiseo afronta el desafío del mar, es la razón que establece el límite y calma el terror primordial, el miedo incontrolable a la desmesura.
Es la historia apasionante de la razón en lucha con el deseo, con batallas perdidas y ganadas, procurando apuntar hacia arriba, hacia el cielo, hacia el espíritu.
En la isla Ogigia, Calipso, (la que oculta), ama a Odiseo desesperadamente le retiene siete años. Odiseo debe partir, continuar su viaje. Calipso le ofrece convertirlo en dios, en inmortal, para que se quede con ella. Pero Odiseo persiste en ser hombre, persiste en su naturaleza mortal, con la determinación de llegar al espíritu, siendo nada más que hombre.
Odiseo, que lucha por su identidad, parte[5].
Y en su navegación encontrará la isla de los lotófagos, que afrontan la angustia de ser con la planta del olvido, que suprimen el sufrimiento, eliminando a la memoria a Mnemosyne, madre de las Musas, única posibilidad de mensaje de nuestra conciencia, única posibilidad de ser hombres, con el recuerdo.
Llegará a Trinacria, Sicilia, adónde enfrentará al cíclope Polifemo, y le dará muerte con el famoso ardid. Pero Polifemo es hijo de Poseidón, dios del deseo incontenible del mar que desde entonces acechará a Odiseo con odio singular. Poseidón lo castigará, el viaje a la identidad – y el sufrimiento – serán más largos, más confusos, más dolorosos. No podemos extinguir al deseo, porque es la fuerza ciega que nos mantiene vivos.
la razón es pura transición, no tiene dirección propia y enfrenta algo misterioso: la voluntad, boulè, que siempre rebelde, a veces no se somete a la razón.
En Eea, encontrará a Circe, la que provoca y castiga al deseo sexual desenfrenado, convirtiendo a los hombres en cerdos. Pero Odiseo recibe nuevamente un mensaje que trae Hermes, el Mensajero de los Dioses, un mensaje hermético de su protectora, la inteligencia, Atenea, y elude otra vez la pérdida de su condición de hombre.
Y como Heracles y como Orfeo, desciende a los infiernos, al Hades de los griegos, adonde encontrará a Tiresias el sabio, el consejero de los Dioses, que le vaticina sus próximas aventuras, fruto de la lucha entre deseo y razón, entre boulè y logos, la lucha de la cual nacerá como un cisne su conciencia de identidad, la paz del espíritu.[6]
Y todo puede hacerlo gracias al intelecto, la metis, simbolizada por la tierra, que es el límite del deseo. El intelecto, la tierra, es el instrumento con que Odiseo afronta el desafío del mar, es la razón que establece el límite y calma el terror primordial, el miedo incontrolable a la desmesura.
Pero el intelecto no es tan virtuoso. Porque es capaz de traicionar al hombre poniéndose al servicio del deseo. Entonces se desnaturaliza, se convierte en intelecto utilitario y ya no se dirige al cielo, sino que mira hacia abajo y, dominado por el fragor del mar, se dispone a satisfacer los deseos del inconsciente animal.
Entonces el deseo, montado en el intelecto como instrumento, gobierna nuestra acción y nuestro pensamiento, y ya no somos más hombres, hemos perdido nuestro ser.
Porque la razón es pura transición, no tiene dirección propia y enfrenta algo misterioso: la voluntad, boulè, que siempre rebelde, a veces no se somete a la razón.
el intelecto, la razón, es nuestra “diferencia específica”, es en definitiva, la causa por la cual somos hombres.
Por eso el intelecto, la razón, es nuestra “diferencia específica”, es en definitiva, la causa por la cual somos hombres.
Ulises llegará a su cielo, que está en Itaca, adonde reside su espíritu amenazado. Para eso, ha viajado por el mar durante diez años[8], por su propio inconsciente animal, poblado de sirenas feroces, que encantan a los hombres con el deseo y los destruyen.
Odiseo demostrará que la razón puede ser el alma de los peregrinos, el soplo sagrado que les permite viajar desde la mera persona hasta la identidad.
El pueblo en el desierto.
Ahora el viaje es el de un pueblo, el pueblo elegido de Yahvé – Dios, los hebreos, cuyo nombre originario, habiru significa los que no tienen hogar ni tierra, los que viajan sin destino.
Los hebreos también parten hacia una Ítaca que representa su identidad como pueblo, el espíritu, la tierra que les prometió Yahvé.
El héroe será Moisés, que conducirá el viaje espiritual en que los hebreos de tenue identidad se convertirán en el Pueblo de Israel. Moisés es un héroe por cuya boca habla Yahvé, el Señor.
A diferencia de Odiseo, que viaja sin certezas, Moisés tiene la certeza de que el espíritu desea la salvación del Pueblo de Israel, el hallazgo de su identidad.[9]
El punto de partida es la esclavitud, el estado humano más próximo al animal. El viaje parte entonces de la negación misma de la condición humana.
Se inicia cuando cesa la esclavitud, después de que la última y tremenda plaga que Moisés le anuncia al Faraón: el exterminio de todos los primogénitos de Egipto.
El punto de partida es la esclavitud, el estado humano más próximo al animal. El viaje parte entonces de la negación misma de la condición humana.
Se salvarán los hebreos, en cuyas puertas los ángeles exterminadores verán la sangre de un cordero: quizás el segundo “cordero de Dios que quita los pecados del mundo”.[10]
Y así como para los griegos el mar es la desmesura, la falta de límites, el álogos, tan temido; para los hebreos el desierto simboliza la falta de personalidad, la inexistencia de la noción de identidad, la ausencia de nombre, el incontenible deseo adánico, la potencia que domina la conciencia.
Los hebreos atravesaron el Mar Rojo y se adentraron en el desierto. Pero aun así la razón sucumbe al miedo, que es la contracara del deseo. Y entonces en Mara, en el desierto de Shur se resienten y pese a haber visto la obra de Yahvé en el mar Rojo, se oponen a Moisés.
Porque cuando el miedo domina la razón, prefieren la seguridad de la esclavitud a la azarosa lucha por la libertad.
Pero la piedad del Señor no tiene fin y llegados al Monte Sinaí, les asegura a los Hebreos que no padecerán hambre y “cae el maná del cielo.”[11]
Y también en el Monte Horeb el cayado de Moisés saca agua de la roca. Tampoco morirán de sed.
Allí mismo vencen a los amalequitas, tampoco deben temer a los demás pueblos, porque los defiende Yahvé.
Pero aun así temen y el temor domina a la razón, que no se inclina hacia el cielo de Yahvé, sino al desierto del pavor.
Cuando Moisés sube al Monte Sinaí y abandona a su pueblo durante “cuarenta días y cuarenta noches”, Aarón hermano de Moisés fundirá el becerro de oro[12].
Y así llegados a la frontera de la Tierra Prometida, los hebreos una vez más son dominados por el miedo a la libertad, por el pavor de ser, y desconfían de Yahvé y de su profeta Moisés y se niegan a entrar en el nuevo Edén.
para los hebreos el desierto simboliza la falta de personalidad, la inexistencia de la noción de identidad, la ausencia de nombre.
Les serán dados los Mandamientos, la primera Ley de los hebreos, el primer límite al terror de la inmensidad, al pavor del desierto.
Y de los límites, de la Ley, nacerá la libertad, porque sin límites no hay libertad.
Será la Ley la que fecundará a los hebreos durante su peregrinación de cuarenta años, dando a luz a la identidad del Pueblo de Israel.
El fin del mundo.
El Camino de Santiago es el camino de una creencia, de una religión. No se trata de una persona, ni de un pueblo de única cultura, abarca en su traza distintas culturas, distintos idiomas, distintos pueblos, todos unidos exclusivamente por una Fe.
Rocamadour es el pueblo del Misterio de la fe, un sitio perdido en el centro de Francia, el arranque de los peregrinos de Santiago en el medioevo.
Allí apareció la Virgen Negra, y del ruedo de su vestido nació Rocamadour[14], un pueblo enclavado en su ladera, en su falda, como una emanación. Inestable, casi resbalando. Rocamadour está siempre al borde, magnético, desvía a los peregrinos que van a Santiago, los recibe, los limpia, los ilumina. Los prepara y los despide hacia Santiago de Compostela, ese lugar al que llegó el santo, el “campo de estrellas”.
La Virgen Negra que no acepta el intelecto, porque en su dominio no hay medidas ni números, sólo hay cero e infinito y entre éstos no hay nada más que una entelequia, un desvarío o mejor, un consuelo de la razón impotente.
La Virgen Negra mira de frente, no nos deja alternativa, hay que pasar por ella, a través de ella, en Czestochowa y en Rocamadour.
Es siempre la misma. Es el misterio del espíritu libre.
Y al final, el fin del mundo: Finis Terrae. Allí estuvieron celtas y romanos, antes que Santiago Zebedeo, el apóstol de Cristo que llegó aquí predicando a los gentiles.
Los Campos de Estrellas de Finis Terrae estaban antes de cualquier fe profesada, y persisten en su atracción casi magnética de los peregrinos.
El destino de la peregrinación a Santiago es entonces, el sitio adonde comienza el misterio, el lugar adonde empieza el precipicio en que se termina el conocimiento, adonde muere la razón y solamente queda el espíritu.
Es el sitio del Misterio, allí termina el planeta y termina el espacio, empieza el abismo, un símbolo de la muerte con que termina la vida y se extingue el tiempo. Más allá nadie sabe.
Siempre espacio y tiempo, siempre el vacío y el infinito, una contradicción que se cierne sobre nosotros, inevitable, imposible de resolver, salvo con el consuelo.
El destino de la peregrinación a Santiago es entonces, el sitio adonde comienza el misterio, el lugar adonde empieza el precipicio en que se termina el conocimiento, adonde muere la razón y solamente queda el espíritu.
Los peregrinos, como todos nosotros, víctimas del caos y del consuelo geométrico, aman y temen a los Campos de Estrellas, temen su atracción a la periferia, temen alejarse del “centro”.
Y lo desean apasionadamente.
¿Tememos lo que deseamos? ¿El deseo engendra el temor?
Tememos el goce del Cielo, porque en realidad, no sabemos si no es el hechizo del Infierno.
La Meca. La alquibla. La peregrinación por las estrellas.
La peregrinación a la Meca es también un camino santo por el que se puede llegar al espíritu, a la identidad de una fe.
Esta peregrinación, así como en la orientación de las mezquitas, está determinada por la dirección hacia la Meca, la ciudad sagrada adonde está la Kaaba y la Piedra Negra, (Hayar ul Aswad), la Piedra Negra que el Arcángel Gabriel, (Yibril), le entregó a Abrahán, (Ibrahim), un aerolito blanco que los pecados de los hombres volvieron negro.
Pero igual que Santiago de Compostela, la Meca era sagrada antes del islam, y todas las tribus árabes peregrinaban allí desde el inicio de los tiempos.
Porque según nos dice la Tradición, la Piedra Negra fue puesta allí por Adán y proviene del Edén. Pero después olvidaron al Señor y crearon múltiples dioses e ídolos.
Nacido el islam, restableció el culto a un solo Dios.
El islam reposaba en cinco rocas, el ayuno de Ramadán, las cinco oraciones diarias, Allah Akbar, la profesión de fe, la limosna y la peregrinación a la Meca.
La dirección hacia la Meca, la alquibla, es entonces un rumbo imprescindible, sagrado, un rumbo del espíritu que debe ser hallado desde el Poniente, Magreb, y desde el Levante, Mashrek.
Y este mandato religioso es una provocación al despertar de la ciencia. Se inicia un febril movimiento traductor de la sabiduría griega. En el siglo VIII, el siglo de Al-Mamún, fundador de la Casa de la Sabiduría[15], se había constatado que las dos tradiciones astronómicas eran contradictorias: la indo-irania y la griega ptolemaica. Se decidió que la única posibilidad de resolver los enigmas era mediante la observación.
Nace así en Persia el Observatorio de Máraga o Maraghe, que llevará adelante una escuela en la que mucho más tarde se nutrirán Copérnico, Tycho Brahe, Galileo, Kepler y Newton.
En ese andar encontrarán la trigonometría esférica y el álgebra, se cumplirá la hazaña de determinar el tamaño real del Mediterráneo y tantos tropiezos y tantos hallazgos.
Ahora nos encontramos frente a otro camino, la Miqat, la astronomía, un camino que, emprendido para establecer la sagrada alquibla, conduce ahora al destino orbital de las estrellas.
Según ibn ‘Arabi[16], el camino debía ser “el azufre rojo y el elixir, la piedra filosofal con la que el peregrino convertía su corazón en oro.”
“Porque el oro simboliza el espíritu en la Al – Khem, la indagación de la Tierra Oscura que los infieles llaman alquimia.”
“Salí del país de al-Andalus en dirección hacia la Meca. Hice del islam mi cabalgadura, del combate mi reposo y de la confianza en Allah mi provisión…”.
“Lo único importante es el camino, el método, la Tariqa, porque la esencia sólo pueden poseerla algunos elegidos por Alá, y siempre que recorran el camino.”
“A las gentes desprevenidas les resulta más goloso que se les hable de la Esencia y se especule sobre lo que es incomprensible.”
“Pero con el intelecto avizorando las Esencias no se puede atisbar el Destino, si no se ha realizado antes el Camino que prepara el corazón para el Entendimiento (Fahm).”
La ciencia obrará como camino hacia el espíritu, lleno de errores, de vacilaciones y de hallazgos, de sirenas feroces, de becerros de oro, y de vírgenes negras como en Rocamadour.
La ciencia, hija de la metis de los griegos, inclinada hacia arriba, hacia el cielo, dejando abajo los mares que surcó la nave de Odiseo.
¿Habrá entonces dos caminos sagrados, el de la miqab y la ciencia, y el de los caminantes peregrinos?
¿Es el mismo camino expresado con otro lenguaje?
¿Otros peregrinos, pero el mismo viaje?
Quizás.
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