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De la lucha freudiana originada a fines del XIX, para situar a la sexualidad alejándola de lo biológico y colocándola en relación al valor de un significante matriz, hay un largo recorrido hasta nuestros días, donde el tiempo ha ido enhebrando a los postulados de la época.
Es por ello legítima la pregunta: ¿hoy podemos sostener con el mismo sentido y con el mismo vigor, el concepto de la sexualidad freudiana?
En relación a cómo se habla y se difunde el sexo podemos conjeturar que las certitudes han dejado al enigma de la sexualidad aparentemente caduco. Hasta podemos escuchar las voces críticas que se levantan con respecto a la posición del psicoanálisis, como responsable de configurar a la sexualidad con los patrones normativos de la ortodoxia de la división en dos sexos.
Foucault y sus seguidores abren enigmas nuevos, respecto de si estamos en condiciones de abordar las múltiples modalidades de las llamadas sexualidades periféricas.
Voy a iniciar entonces estas reflexiones tomando la carta que nos tiran, para no escondernos tras múltiples defensas que podrían resultar obsecuentes respecto a nuestro saber.
La publicidad de una compañía de celulares, en Argentina, vende su producto en dos enunciados: “hable claro”, “hable ilimitadamente”.
Podrían corresponder éstos a la brevedad y a la eficacia de: así se habla y se usa el sexo.
En tiempos de predominancia de sexo como de palabras abundantes, éstos, jugarían su partido versus la sexualidad.
El Presidente Obama, por el contrario, en la asunción de su segundo mandato declaraba: “se terminan ya las décadas de guerras; es tiempo de alianzas hechas por el entendimiento de las palabras.”
Escuchemos, que en este caso, la esperanza se cierne en el límite para la acción de la pulsión, a favor de la dimensión de la palabra. Más cerca del campo del saber del cual podemos dar cuenta los analistas: hay un límite para el hablar cuando eso deviene de la sexualidad. Ella generalmente se calla; pero no porque se oculta solamente, sino porque contiene ese saber- no sabido del inconsciente: el acto de callarse lejos de liberar al sujeto del lenguaje, lo remite a él.
Las palabras silencio o callar, sileo o taceo del latín, le dan una dimensión de relato a la palabra al mencionar algo que no está, que pudo creerse que estuvo antes y que se espera que esté después.
Esta es la cadencia de la palabra viva de la sexualidad y que sostiene su vigencia permanente, más allá de cualquier modalidad sexual.
Tiempo de palabras, entendamos como el tiempo de las distinciones, a diferencia del sexo que con lo que lo identificamos no nos sirve más que para la reproducción y para la acción de la pulsión.
El discurso de éste líder mundial, o de cualquier otro que enuncie algo de este orden, puede ser escuchado a la luz de los términos en los que se concibe esa distinción sexual, que trataré de desplegar.
…fueron desarticulando la genitalidad de la sexualidad. El avance se hace notar en las nuevas técnicas de reproducción…
Los discursos contemporáneos, al respecto, están dominados por la ciencia. En la perspectiva de ajustar un discurso a lo real, fueron desarticulando la genitalidad de la sexualidad. El avance se hace notar en las nuevas técnicas de reproducción; y sobre todo en el paradigma máximo de su triunfo: las operaciones transexuales. Digamos: con-formaciones del cuerpo que demandan una forzada conjugación sexual.
Pero la sexualidad nos atañe hoy como siempre, y requiere cuestionar nuestro saber pleno sobre ella, en tanto siempre pareciera detenerse precisamente en los puntos oscuros que hacen a su enigma.
Se escribieron y se están escribiendo muchas versiones sobre el sexo: Los orígenes del sexo, de Margulis y Sagan; La historia de la sexualidad, basada en aquella investigación del Dr. Alfred Kinsey, apoyada en enigmas biológicos. Y, hay escritos múltiples de orientación sexual y de autoayuda al respecto.
Pero el sexo no hace historia. Por el contrario, el éxito que sostiene a su práctica es prescindir de hacerla. Eso piden los jóvenes y los no tan jóvenes. Advirtamos que hoy el sujeto se encuentra más comprometido en la vía del órgano y que por ella lo encontramos de lleno ocupado con el sexo. Pero, tener un sexo u otro sexo, como bien lo sabemos, no es suficiente para la satisfacción plena del acto sexual. Esto reviste una complejidad más inherente a su función.
Los psicoanalistas podemos afirmar, por ejemplo, algo increíble: que el voyeur, para quien el órgano genital no cuenta, tiene acto sexual.
Pero, si la predominancia reinante fuera solo contar con el sexo, ¿asistimos al fin de una sociedad basada en los postulados tradicionales de la sexualidad?
Y, por otro lado, ¿es posible concebir una sexualidad universal y a partir de aquí afirmar que la naturaleza humana pasa por un cambio radical?
Es cierto que desde el saber del psicoanálisis, hemos definido a la sexualidad no solo a partir de la constitución del lenguaje sino desde un significante articulador de la lógica de la sexualidad: el falo. Pero éste, ¿puede responder hoy a las diferentes combinatorias existentes? ¿Es pertinente a su función la implicación temporal de su vigencia?
En definitiva, ¿sigue éste, siendo válido para las modalidades del goce marcadas por los significantes que la cultura pone en circulación?
…la diferencia sexual poco importa al sujeto, porque el inconsciente está mucho más determinado por una distinción sexual de orden simbólico, hasta el punto de ignorar a la diferencia sexual anatómica…
Los historiadores modernos y algunos grupos feministas que constituyen ya una expresión, más allá de las marchas invocadoras de una protesta nos cuestionan desde los años 90. Declaran que la división hombre-mujer, son efectos de la normatividad performada por ideologías dominantes. Esta división determinaría y sería responsable, de una restricción para las nuevas economías de los goces. Para ellos, la cultura y el lenguaje, estarían impelidos de una disposición tal, que marcarían a los sexos con el género, y éste por extensión marcaría a todo lo demás referido al campo social, político, cultural.
En esta dirección han ubicado el saber de Freud y de Lacan.
Sin embargo, hacernos cargo de ser responsables de sostener y afianzar un discurso performativo, es desconocer profundamente que la diferencia sexual poco importa al sujeto, porque el inconsciente está mucho más determinado por una distinción sexual de orden simbólico, hasta el punto de ignorar a la diferencia sexual anatómica y biológica.
Tomando como paradigma de este enunciado es que propongo pensar a la transexualidad.
Ésta, ha puesto en vilo a las categorías siguientes: si un individuo tiene atributos tales como el pene, estará en la clase de los machos; si no lo tiene, pertenece a la clase de las hembras.
Desde luego, esto ya no nos serviría para determinar la importancia de las diferencias sexuales, frente a aquel científico que avanza en la transexualidad haciendo que esta diferencia sea transmutable a gusto de quien la demande. Pero sí nos sirve, en la paradoja misma, para reafirmar lo ineludible de la distinción sexual, pues a pesar del éxito quirúrgico ella sigue perturbando y no cesa para el transexuado. La clave está, justamente, en que esa distinción se origina en la constitución misma del sujeto destinándolo siempre a ser en falta. Razón por la cual, hablamos.
Por lo tanto, ¿hacia dónde iría el que demanda cambio de sexo?
…los “albores de la nueva carne”, que sostienen algunos sujetos, pide la “transformación” que eluda la angustia ante lo que falta…
Detrás de la lucha por la igualdad de los sexos, se esconde esta evidencia que hace que esa lucha jamás vaya a alcanzar resultados tan justos como se desean. Y es porque la verdad del inconsciente se funda en una escisión de la cual es producto el sujeto como el pensamiento.
La sexualidad entrama al lenguaje como al deseo. Y además, ambos se originan en la experiencia del primero de los afectos: la angustia.
La evitación de la misma es la principal defensa que adquirimos los humanos. Pero el llamado a los “albores de la nueva carne”, que sostienen algunos sujetos, pide la “transformación” que eluda la angustia ante lo que falta, no solo en la transexualidad sino también en los siguientes modos propuestos:
-uno de ellos es, aquellos que demandan ser ni hombre ni mujer, donde la sexualidad se juegue en las mutaciones hacia la pretensión de un nuevo sujeto con género neutro. El ejemplo es Orlane quien confiesa en cada intento de transformación que realiza: “debemos ser más espíritu que cuerpo”
– otro modo: el que se muestra en el más allá de la sexualidad, con la prescindencia alimenticia. Su paradigma: la anorexia.
– o en el más allá del cuerpo mismo, en las toxicomanías, elevándose hacia un estado de espiritualidad alucinógena.
Todos ellos, pretenden bajo estas modalidades borderline o psicóticas, traspasar las fronteras de la constitución subjetiva, cambiando el sufrimiento y el dolor por un signo de la conquista de su borramiento, solo aparentemente logrado.
De ahí que la pregunta ¿qué es una mujer?, que remite al corazón de esta posición del inconsciente donde jamás habrá respuesta, se encuentre en el lugar de la angustia por el vacío. Con el afán de evitarlo, es que el silencio apura una respuesta trastocada o travestizada, en el esfuerzo de hacer coincidir género, sexo y sexualidad, según el anhelo del demandante. Y por ello, es que en muchos casos no serán menores las consecuencias psíquicas.
…la sexualidad es reducida a un objeto de consumo?
En el caso paradigmático de la transexualidad, los padres de estas nuevas criaturas fruto del acto quirúrgico, son los máximos creyentes de que tienen el poder de “colocar en el cuerpo lo que ya viene en la cabeza”, del decir de un médico transformista argentino. Es, en el Nombre- de este-Padre, que se normativiza el sexo según la demanda del mercado (!). ¿Nos es lícito malversar el nombre de capitalismo llamándole salvaje, allí donde la subjetividad no solo no es tenida en cuenta, sino que la sexualidad es reducida a un objeto de consumo?
Del mismo modo, en el plano de las relaciones amorosas, el encuentro con el cuerpo del otro pone en juego no sin angustias lo que le falta a uno para ser suficientemente amado por el otro. Y esa insuficiencia, inherente al mismo tiempo a la causa por la cual amamos, es la que contiene lo inevitable de la distinción entre un ser y otro. A la hora de amar sabemos, que la diferencia sexual no tiene valor alguno: un hombre puede amar a otro hombre; una mujer del mismo modo; pero en ninguna combinatoria se logra la satisfacción suprema porque la distinción, eso que nos falta a cada ser humano para el ideal de completud, la obstaculiza.
De allí que muchas veces con cierto humor decimos, que se ama en la medida de lo de femenino que uno tiene. Y esto es verdadero, porque allí estamos afirmando, que hay distinción sexual y que ella corresponde a lo siguiente: no a que al sexo femenino se le deba un lugar de reivindicación; sino por el contrario, le debemos su lugar, porque inscribe la valoración privilegiada vehiculizada por una mujer para todo sujeto, y es aquello que la hace no diferente, sino distinta por vehiculizar eso que falta. Esa falta, que es inherente a todo sujeto del género que se trate y en cualquiera de las modalidades soportables del goce.
En definitiva y en primer lugar, no habría diferencia sexual sin la percepción que encuentra al vacío allí donde se esperaba encontrar algo. Y es de aquí que se puede comprender, que lo fundamental del porvenir de una ilusión de completud, sea su caída.
Pero nos faltaría un paso más: la insistencia de la apuesta del discurso de la época que re- inaugure a la sexualidad en otra dimensión que la de la anatomía. No siendo así, los sujetos quedan a expensas del golpe de la invención psicótica, el suicidio, o la felicidad alucinógena.
…no habría diferencia sexual sin la percepción que encuentra al vacío allí donde se esperaba encontrar algo.
En este sentido estamos en condiciones de responder a Foucault y a sus seguidores, que no hay posibilidades de destinar nada a la periferia, sin costos psíquicos.
Por el contrario y fundamentalmente, es gracias a esa distinción vigente e inevitable, que es posible habitar este mundo conviviendo con la tolerancia a las diferencias ideológicas, sexuales, raciales, religiosas, de género; y pretendiendo igualdades de derechos civiles.
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