Por
La Casa de la Calle Arcos – Anamora Morawetz
Cuando dieciséis años después retorna al país, elige nuevamente a Martínez como lugar de residencia. Fueron entonces otra vez las cartas, en esta oportunidad a sus distantes y queridos amigos brasileños, las que fortalecieron su vena literaria.
Años más tarde, cuando el sentido común del tiempo suele indicar que es tiempo de cerrarse, Anamora se abrió decididamente al mundo de las letras. Formó parte de distintos talleres literarios y participo en concursos.
Hubo reconocimiento y distinciones para su trabajo. Pero en el 2007, a la edad de 74 años, la publicación de su primera novela «La Casa de la Calle Arcos», es la realización de un sueño.
Su texto, repleto de personajes descriptos con toda la delicadeza y la sutileza propios del humano, reflejan la madurez y sensibilidad de la autora.
El tema central de La casa de la calle Arcos, nos toca a todos: nuestra pertenencia a los grupos familiares y nuestros enredamientos con sus historias, secretos, silencios.
Hubo reconocimiento y distinciones para su trabajo. Pero en el 2007, a la edad de 74 años, la publicación de su primera novela «La Casa de la Calle Arcos», es la realización de un sueño.
Por la trama de la novela seguimos a Dodó en sus trayectos por los recónditos más íntimos de la casa, de la cuadra, de la familia con sus dichos y no dichos. Algunas cuestiones cruciales aparecen durante la lectura: «¿Cuándo comienza una historia familiar?, ¿cuándo se empiezan a armarse sus hábitos, sus gustos, sus alianzas o deslealtades, sus tabúes?; ¿cuándo y cómo se develan los secretos?»
Anamora Morawetz, sin embargo, serenamente sostiene la latencia. Las respuestas no están dadas, las posibles lecturas se abren. Y con ellas se develan los caminos y «descaminos» de Dodó por los hilos de su historia.
La calle Arcos, afirma Ana Guillot, «es un pasillo por donde va y viene la genealogía. Cada lector podría reconocerse en algún personaje; o en alguna zona de ellos. Y el excluido está más presente que cualquiera».
«¿Cuándo comienza una historia familiar?, ¿cuándo se empiezan a armarse sus hábitos, sus gustos, sus alianzas o deslealtades, sus tabúes?; ¿cuándo y cómo se develan los secretos?»
El trasvasamiento de cada árbol incluye abuelos (y aún más allá, ancestros) delimitando el territorio; diagramando los patios interiores, los juegos que pierden la inocencia y pueden llegar a ser feroces.
En el trayecto, la arteria original se desborda, y late la verdad. La sangre entre los gestos que se reconocen, entre los hábitos y los sueños. Los genes aseveran: algún signo físico está visible para que los sentidos puedan confirmar.
Anamora Morawetz describe la casa y la cuadra y el barrio; y en ellos reverbera el mundo. La memoria no desfallece, y recupera el silogismo. La historia de Dodó es íntima, pero abarcativa; de ritmo sostenido y musical. La voz narrativa es aparentemente confesional, pero la inclusión de diversos puntos de vista (diarios personales, cartas, secuencias oníricas, diálogos) habilita la multi-referencialidad, y el retorno (aparentemente de soslayo, pero no) a una época dolorosa de nuestro país.
…»es un pasillo por donde va y viene la genealogía. Cada lector podría reconocerse en algún personaje; o en alguna zona de ellos. Y el excluido está más presente que cualquiera».
La autora cuenta con la soltura de la oralidad; pero también con la exhaustiva meticulosidad de una escritura autónoma y decididamente personal. Su texto es evocativo, puntiagudo, certero, costumbrista. Satinado y sensual. Hasta cruel. La anagnórisis llega o no llega. Se supone o se sospecha. Pero la autora calla. No define, no cierra las posibles lecturas, no juzga. Permanece en latencia, en la sabia serenidad de un observador. Aunque elija para su personaje central una voz en primera persona. Hallazgo que permite adivinar la emocionalidad que suscribe.
«Estoy en el sótano de la casa de la calle Arcos. Sobre el barril de vino está parada una mujer, espantapájaros. De las manos le cuelgan hilos. De uno de ellos estoy atada yo», dice la protagonista. Que los suelte, que los suelte, deseamos. Y eso queda por saberse. Es parte del secreto. La textura del relato se sostiene en su cañamazo. Crece poéticamente si es necesario. Ha de bordar el nombre. Ha de resignificar las ausencias, tal vez.
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