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Edición
43

El odio, una pasión triste

Buenos Aires
El amor conlleva el riesgo de dar paso al odio, pasión capaz de rebasar y arrasar con el mandamiento de «no matarás» cuando las pulsiones privilegian el borramiento de aquel que nos es ajeno o desconocido.

Pasiones alegres / pasiones tristes
Spinoza

Cuando se pronuncia la promesa de amor eterno, promesa a veces desvaída por el anhelo de lo inmediato que marca nuestra época, parecería que los promesantes desconocen la irrupción de la muerte, algo que, aunque anunciado, nunca es bienvenido. Pero este desconocimiento es más habitual que otro: que el amor que se prometen también puede dejar paso al odio. Por supuesto que en una relación amorosa la expresión de este afecto hostil es capaz de diluirse cuando se da el encuentro con la ternura, la sexualidad, el brillo fascinante de una mirada, de una sonrisa como la de Beatriz que sostuvo al Dante en la escritura de su tránsito por el Infierno

Pero hay otros caminos, para que la pasión del odio se monte en aquellas escenas más propicias para salir de cacería como mandataria de la muerte. Es que diluirse no significa desaparecer. Como afirmaba Freud, la pasión del odio es en el sujeto un partenaire oculto, pero no anónimo del amor.

Más aun, reformulando un lenguaje bíblico: En el principio fue el odio y a partir de él, surgió el amor. Eso es lo que ilustra el mito de la horda primitiva, donde los hijos del amo quieren ocupar su lugar.

Pero para que la lucha por el poder que significa alcanzar esa posición no termine con ellos mismos (en lo que se llamaría hoy una lucha fratricida), tendrán que establecer un lazo fraterno y rendir honras fúnebres al padre que han eliminado.

Como afirmaba Freud, la pasión del odio es en el sujeto un partenaire oculto, pero no anónimo del amor. 

De lo fratricida a la hermandad y desde allí a lo fraterno. Algo que resuena tan bien en su semblante de pacificación y amor pero que tiene que atravesar todos los obstáculos que, a Eros, el Dios de la Vida, se le ponen en el camino.

Así es que cuando triunfa la Revolución Francesa y se establecen los Derechos del Hombre, cuentan algunas crónicas que fue fácil ponerse de acuerdo en los bienes universales de la libertad y la igualdad, pero que llevó más tiempo completar el pasaje a la trilogía con la fraternidad, algo más impreciso y complejo que los otros términos.

Es que la fraternidad en ese momento, cuando Charles Dickens, un magnifico novelista social la planteaba como la Era del Terror, implicaba que un grupo podía sostenerse entre sí por la confianza recíproca y se consolidaba, si construía un conjunto opuesto del que había que desconfiar por la posibilidad de la traición. Y aniquilar, llegado el momento casi inevitable.

Sólo la cultura, el amor por la ley y, en definitiva, el amor al padre permitirá establecer una contraorden, el mandamiento: «No matarás». Claro que antes, durante y después de la guillotina, la pasión del odio rebasó y arrasó el mandamiento, porque las líneas de fuego de las pulsiones se pueden encaminar, en alguna causa que privilegia el borramiento de los que quedan enfrente.

La pasión del odio no se demora en la reflexión, en establecer alguna vacilación, en renunciar a la urgencia de inflamarse…

La pasión del odio no se demora en la reflexión, en establecer alguna vacilación, en renunciar a la urgencia de inflamarse hasta hacer arder en la hoguera al blanco móvil que ha ubicado. Para ello es necesario establecer una maniobra, una designación: nosotros y los otros. Y ya no se trata en profundidad, de la injusticia, de la explotación, de una invasión de los bárbaros. Se trata, por ejemplo, de lo devastador de los campos de concentración que en su nombre ya aluden a la reunión de los nominados como judíos, gitanos, homosexuales, disidentes. Para experimentar con ellos el laboratorio de la desaparición y apropiarse de aquello íntimo y envidiado que ese otro podría alojar: Mujeres, dinero, conocimiento, placeres desconocidos.

No importa si quienes dirigen estas operaciones de extracción participan de esta pasión (y Adolf Eichman es un ejemplo) sino que aglutinen a un conjunto que si va a odiar sin límites, impiadosamente.
Esta maniobra le va a asegurar entonces a un individuo no solo una exclusión («los otros») sino también una inclusión («nosotros»).

Ya no se está solo frente a la contingencia de la finitud, porque el beneficio de odiar es integrarse a un conjunto que ha logrado construir, como dice Umberto Eco, un enemigo, un ajeno que, no siendo semejante, hasta se puede aniquilar

Entonces el odio aglutina para lo peor, da la consistencia que en cualquier tiempo permite alejarse de las vacilaciones, de la incertidumbre que en sus vaivenes hace a la singularidad de cada sujeto en sus decisiones y en sus promesas posibles. En definitiva, en un lazo social que propicia la presencia, eso que Tánatos, el Dios de la Muerte, no quiere permitirle al amor.

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