“Ni siquiera sabemos si nos rodea un laberinto,
un secreto cosmos, o un caos azaroso” J.L.Borges
Quizás no sea desacertado comenzar este artículo sobre el miedo y los miedos que acosan al hombre actual remontándonos a los griegos con un texto que tiene más de veinticinco siglos: Antígona de Sófocles.
En Antígona, el coro de la tragedia revela la desmesura del hombre que se ha adueñado del universo, de la tierra a la que hiere con la azada y le extrae sus frutos, de los mares a los que surca, de las montañas abismales a las que cruza, como así también de las tempestades a las que atraviesa y las ciudades a las que domina. Su soberbia lo hizo amo del universo, sin embargo, “no puede impedir, por fuga alguna, un único embate, el de la muerte”.
Y este es el punto, si bien todos los seres vivos mueren porque su tiempo de vida inevitablemente es limitado, el hombre es el único que sabe que muere con un saber profundo y silencioso; reconoce su muerte aunque no siempre sepa que éste es el origen de todos sus miedos. Su proverbial fragilidad, que sintió desde el inicio de su vida, le anuncia su muerte. Nada puede detenerla. El hombre nace para morir, y en el interín –y mientras vive– hace muchas cosas, todas tratando de ocultar, desplazar, disimular y frivolizar el miedo a la muerte que es el paradigma de todos sus miedos. Hasta el amor es un gesto humano, muy humano, de vencer a la muerte.
Ahora bien, dada la complejidad de la condición humana dotada de lenguaje y capacidad simbólica –lo que la diferencia de las otras especies– puede distinguir entre la angustia y el miedo. Esta distinción –de raigambre filosófica– la conoce el psicoanálisis también.
Hasta el amor es un gesto humano, muy humano, de vencer a la muerte.
La angustia es un sentimiento difuso, inexplicable, que produce un gran desasosiego sin que se entienda el por qué. Es como intuir un peligro que no se sabe de dónde viene, pero al que se siente de modo latente y que nos espera en cualquier momento y en cualquier esquina de nuestra vida. El miedo, por el contrario, es siempre un miedo de algo, un peligro concreto con nombre y apellido: miedo de la carretera con hielo porque el auto puede resbalar, miedo de la noche en las grandes ciudades por la inseguridad de sus calles, miedo a las armas, etc.
La angustia sería así, más que el miedo mismo, el sentimiento más originario del hombre, anterior a todos los miedos y responsable, a vez, de los miedos concretos. El sentimiento de angustia nace de la condición de estar arrojados a un mundo que no se conoce y, a menudo, no se entiende. Esta situación existencial genera un saber no dicho, palabras que no se pronuncian, silencios que cobran vida en momentos límites. La condición mundana del sujeto –inexorablemente finita, limitada, temporal– se manifiesta con la angustia como una tonalidad de fondo. El término arrojados de origen heideggeriano, menciona una manera involuntaria de estar vivos. Nadie pidió nacer, pero está aquí y debe vérselas con el mundo. Quizás –o mejor decir– sin duda, es en estas condiciones iniciales dónde se esconde esa irrenunciable búsqueda de algún secreto o algún talismán para contrarrestar la finitud y conseguir la eternidad bajo cualquiera de sus formas.
La angustia es un sentimiento que produce un gran desasosiego sin saber el por qué. El miedo, por el contrario, es siempre un miedo de algo…
¿Por qué se han exacerbado los miedos en el momento actual?
Sin duda hoy, en todo el planeta se han exacerbado los miedos al tiempo que en un franco proceso de frivolización de la cultura se ha olvidado la dimensión metafísica de la angustia ante la certeza de la propia muerte. Paradójicamente, la conciencia de la muerte ayudaría a disminuir la soberbia del hombre que ya alarmaba a los dioses griegos. La prudencia, que requiere de la razón y pone límites al sentimiento de poderío de los hombres, sería un arma privilegiada para la sobrevivencia de nuestra especie.
¿Por qué se han exacerbado los miedos en el momento actual?
La angustia está ahí, agazapada, silenciosa y salta al cuello al menor resquebrajamiento de nuestra caparazón construida con entretenimientos sin fin, habitada de ruidos más que de diálogos, vacía de sentidos y llena de objetos de consumo. Este aturdimiento intenta hacer invisible la radical finitud que nos habita, el dolor, el sufrimiento o la soledad que nos recuerdan nuestra condición y nuestros límites. La lucidez, es decir, saber algo sobre todo esto, es una pesada carga, por eso el sujeto de la sociedades actuales la evita; prefiere una fe oscura y obcecada que tranquiliza el espíritu mientras nubla razones; por eso se somete a un fundamentalismo que oculta la muerte definitiva con falsas ofertas de eternidad.
La angustia está ahí, agazapada, silenciosa y salta al cuello al menor resquebrajamiento de nuestra caparazón construida con entretenimientos sin fin.
Entre los miedos sociales a las hecatombes climáticas, tecnológicas, o ideológicos, aparece un ejemplo paradigmático de hace poco tiempo, el ataque a la Revista de humor Charlie Hebdo en París. Ese gesto de violencia fundamentalista –asesinar a los autores de las caricaturas de Mahoma– tiene dos caras posibles y una sola razón: el miedo. Por un lado la intolerancia propia de esos grupos religiosos extremos no hace más que poner en evidencia el terror de sus seguidores de que el humor, la farsa, la versión profana de temas sagrados, les quite la garantía de eternidad que ellos atribuyen a su Profeta. No soportan la herida humorística porque adoran a un Dios del terror y del castigo. Por otro lado, el resto de la sociedad no involucrada con esos extremos de violencia, también siente el pánico de ser alcanzados por esa locura y morir víctimas de acontecimientos inesperados e incomprensibles para la simple razón. La incertidumbre domina en ambos bandos y, en consecuencia reinan los miedos.
el resto de la sociedad no involucrada con esos extremos de violencia, también siente el pánico de ser alcanzados por esa locura y morir víctimas de acontecimientos inesperados e incomprensibles para la simple razón.
La sociedad como tal queda librada a su suerte, sus estructuras son endebles, sus ofertas banales, el futuro incierto. La idea de una descivilización, como la propone Timoty Ash, ha aparecido también en filósofos como Peter Sloterdijk quien advierte que debe cambiar la educación humanística que nos legó Grecia a través de Europa porque lo que nos dieron no nos sirve para vivir en el tecno universo que habitamos hoy y que nos llena de miedos. Banalizar la situación y decir que hay miles de consuelos en este mundo tan lleno de cosas, tampoco sirve, es esconder la cabeza bajo el ala.
Ante tantas incertezas, amenazas y peligros ¿debemos aceptar con resignación la frase que Dante escribió en la Puerta del Infierno: Abandonad toda esperanza ?. No. La poesía de todos los tiempos ha dicho mucho sobre la muerte, los miedos y la inevitable –tanto como maravillosa– condición deseante y esperanzada del espíritu humano. Aportamos una:
“El hilo se ha perdido; el laberinto se ha perdido también. Ahora ni siquiera sabemos si nos rodea un laberinto, un secreto cosmos, o un caos azaroso. Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo. Nunca daremos con el hilo; acaso lo encontramos y lo perdemos en un acto de fe, en una cadencia, en el sueño, en las palabras que se llaman filosofía o en la mera y sencilla felicidad”.
Jorge Luis Borges “El hilo de la fábula”
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Un comentario
…Estuve danzando con la vida y la muerte. Acompañando el proceso de mi padre hasta el final. Encontré el hilo, lo sostuve en mis manos, lo até y desaté…Es invisible pero eterno…